12 de junio de 2011

VII

La abuela murió pasadas las seis primeras horas del siete de junio de aquel mismo año. Unas horas antes nos había contado a mamá y a mí un par de historias que no había querido llevarse con ella al espacio cerrado, restringido y oscuro de la tumba. Que ella siempre había pensado que el abuelo era homosexual, que había vivido su vida entera con miedo a perder su fortuna y con ella sus lujos –era impresionante creer que ella pudiera no darse cuenta de que todo aquello estaba en ruinas y que sus alhajeros se habían ido vaciando a lo largo de los años a cambio de algún dinero luego destinado a las necesidades de la casa-, que en realidad nunca había ido a natación y que había inventado aquello de que se había roto un caño en la pileta que había helado el agua al punto de hacer imposible la práctica del nado.  Creo que deshacerse de tanta compañía fue lo que le permitió finalmente morir.
Entonces quedamos mama y yo. Como yo siempre tuve la cara muy parecida a la de mi familia paterna, más específicamente a la de mi padre, y mamá por ese entonces detestaba a papá y lo culpaba por todo lo que había alguna vez salido mal en su vida, a mí me daba vergüenza mostrarle el rostro e intentaba aparecérmele de frente lo menos posible. Vivir sola con mama me aterraba porque ahora no había nadie más que la distrajera y yo siempre había sido mala compartiendo con las personas.  

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