30 de junio de 2011

lúcifer ya no vive aquí

Un día trajo un equipo de música y un montón de compacts. Había de música clásica, de ópera, y hasta alguno de los Beatles. Mama y yo éramos amantes de Los Beatles; ella solía decir: -Mi reino por poder cocinarle una cena a Paul o plancharle las camisas a John. A mí aquello me despertaba curiosidad porque mamá no sabía cocinar y nunca jamás planchaba; aquellas eran solo un par de las muchas tareas que yo tenía en el hogar. Me preguntaba qué significaba para ella cocinar o planchar. Solíamos escuchar a Los Beatles en la radio durante el desayuno, pero papá se había llevado el reproductor cuando se había ido de casa, dejándonos sin la música. Ninguna de las dos propuso comprar uno nuevo, simplemente nos adaptamos a aquel cambio. Creo que no nos habíamos dado cuenta de cuánta falta nos había hecho el aparato aquel hasta que llegó Héctor con el nuevo y el sonido de la música comenzó a acompañar al viejo y solitario ruido de las cucharitas chocando con la porcelana de las tazas o la pata de alguna silla chillando contra el suelo.

La cena siempre fue mi comida preferida para compartir con Héctor, desde la primera que tuvimos. Antes de conocerlo solo había valorado al desayuno porque durante los cinco minutos que duraba, yo mantenía en mi corazón la ilusión de un nuevo comienzo. La ficción se desvanecía pronto, cuando iba reconstruyendo mis memorias, mis coordenadas, el último estado de ánimo de que había disfrutado mi consciente, lo que debía hacer esa mañana. Como un olor repugnante me invadía la sensación de que ya no existían los comienzos, de que lo que fuera a suceder aquel día iba a estar inevitablemente ligado a lo que había sucedido el día anterior y a lo que el día anterior a aquel y a lo que el día anterior a ese y así hasta el primer día de nuestras vidas, sino antes. De todas maneras, yo valoraba mucho a los desayunos gracias a aquellos breves cinco minutos.

No fue nada difícil cambiar de preferencia, con Héctor en casa ya nada podía compararse con las cenas. El hombre era un caballero y poseía modales para la mesa como no habíamos visto antes. Jamás comenzaba sin antes haber estirado con sus delgados, largos y elegantes dedos la servilleta blanca sobre su regazo, llevaba los alimentos a su boca, masticaba y tragaba con una meticulosa lentitud que lo hacía parecer tan majestuoso como un trono rojo incrustado con finos diamantes y piedras preciosas. Se sentaba con la espalda derecha y llevaba siempre los cabellos hacia atrás. Durante aquella época yo procuraba tomar nota mental de cada gesto de Héctor para luego repasar mis apuntes antes de entrar en el mundo de los sueños, acostada en mi cama. Repasaba por necesidad de aprender aquellos modales, de tener acceso a aquel mundo de emoción en la sutileza; entonces al día siguiente repetía los modales aprendidos la noche anterior. La enseñanza no terminaría nunca, cada día encontraba algún nuevo detalle fríamente calculado en el comportamiento de Héctor y proseguía a incorporarlo. Estaba bien que así fuera, aquellas sonn cosas importantes que solo la experiencia o la práctica metódica pueden brindarle a una persona.

Cenábamos y en la mesa se trataban temas interesantes, Héctor hablaba la mayoría del tiempo. Y nosotras estábamos a gusto con que así fuera, sospecho que para mamá el escucharlo hablar era casi tan fascinante como para mí. Una noche nos contó la historia de su hijo.

1 comentario:

aaah, adiviná, turrita! dijo...

¡dale, la puta madre! ¡apurá! me la dejás siempre picando