3 de julio de 2011

Algunas noches él dormía en el sillón del living de casa. Una de aquellas noches parece que me levanté estando dormida porque al día siguiente oí a mamá hablando por teléfono con la secretaria de su médico –el mismo que le había puesto el diu-, pidiéndole de manera desesperada un turno para mí:

-En el medio de la noche entró a mi habitación, no respondía a mis preguntas y se movía lento, ¡como hipnotizada! Se acostó en el lado vacío de la cama, se cubrió con la frazada y volvió a dormir. ¡hoy me levanté y ya no estaba!


Luego continuó contando una historia en la que yo parecía poseída y afirmando que, de hecho, ella pensaba que yo lo estaba, como había visto en ciertos documentales basados en historias reales.
Escuchar aquel relato que hablaba sobre mí, pero con el cual yo no podía identificarme en absoluto, me hizo sentir, por primera vez en mi vida, dividida y confundida respecto a quién era yo verdaderamente. ¿Era acaso aquella persona que salía a caminar a oscuras por la casa, a hacer sólo la sombra sabe qué cosas? ¿O era esta, la pensante?
Mamá no pudo conseguirme turno urgente con aquel doctor; la secretaria se negaba a hacer de un “exorcismo” un procedimiento de emergencia. Se enojó tanto que le juró a aquella mujer que nunca volvería a ser paciente de su jefe gracias a ella. Así fue que mi madre adquirió el hábito de auto diagnosticarse cada vez que algo no andaba bien y comenzaron a circular por la mesada de la cocina y el botiquín del baño todo tipo de tabletas de pastillas o botellitas con jarabes rosas, ocres, frasquitos con pelotitas de azúcar, jeringas, cremas y ungüentos. El aire de la casa se convirtió en un vaho intenso y húmedo con olor a pasillo de hospital mentolado que se impregnaba a la ropa, a la piel y hasta al alma. Cuando mamá dormía, yo aprovechaba para abrir de par en par las ventanas de la cocina, el living y mi habitación y dejar correr al aire libre por los pasillos, agujeros y recovecos de la casa llevándose consigo el vaho para liberarlo fuera donde, mezclado con muchísimo aire, pasaría inadvertido.
Un día volví de mi paseo por el parque y me encontré con que todas las puertas habían sido marcadas, en su parte superior, con una huella roja de dedo pulgar. No pregunté a mamá qué había sucedido. Imaginé que había visitado la casa alguna espiritista. Desde entonces y sin siquiera brindar falsos pretextos, mamá comenzó a exigirme que realizara el lavado de todas las telas de la casa, incluyendo la mantelería, en baldes de agua hirviendo.

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