20 de octubre de 2011

premoniciones

La vio, así, casi como una premonición: una foto apoyada sobre un hogar encendido en invierno. Ella, sonriente, rubia quizás, con tetas de plástico, sentada con las piernas cruzadas en un sillón rojo. Sobre su falda, una nena de 3 o 4 años con pelo enrulado. Él, a su lado, con cara de cansado, los ojos entrecerrados. Parado, casi al costado del sillón, un varón sonriente de 8 mirando directamente a la cámara.
Tenía la cabeza de él sobre el pecho; lo abrazó, le acarició la frente con amor. Sentía, quería, hacer un mundo aparte. Podía. Suavecito se levantó de la cama para prepararle un té; lo sabía con dolor de panza.
Con calma y silencio prendió la hornalla y cerró los ojos. Volvió la foto, casi como una premonición. Se despertó con el chirrido del agua que ya hervía. Eligió un sobre de té: el más lindo, para él. Agregó azúcar al agua. Una cucharada, dos cucharadas, no quiso preguntarle cuántas, el sonido de su voz podría molestarlo y destruir el sueño, la foto, la premonición.
Deseó haber tenido certezas respecto a la cantidad de azúcar. Sintió la culpa de no conocerlo lo suficiente; quizás podría preguntarle, pero el sueño, la foto, las dudas.
Camino lento por el living, llevando la taza entre las manos para mantenerla caliente. Se la acercó a la cara y lo despertó con tono suave. No dijo nada, se sentó al borde de la cama para sentirlo ser cuidado, quererlo todavía más.
-Sacale el saquito, lo escuchó decir.
Lo miró.
-Me gusta que me sirvan.
Tembló la tierra. Explotaron los vidrios de la casa. Cayeron las tazas de la repisa al suelo, aturdiendo todo. El gato se prendió fuego, las puertas empezaron a girar esquizofrénicas. Los almohadones de plumas estallaron al unísono, el volcán erupcionó, las canillas de agua caliente se abrieron de par en par. En la calle se dispararon todas las alarmas de los autos. Ladraron los perros de terrazas lejanas. 
Ella se vio. Vieja, cansada, sola. Metida en un delantal, cocinando un guiso, una pendeja de 3 o 4 años colgada de un brazo, llorando con la cara sucia de tierra y moco. A su lado, sobre un sillón, él, gordo, pelado y en calzones, tomando un vaso de whisky con la mirada posada sobre un televisor que pasa un partido de box. Parado, al costado del sillón, un mocoso de 8 años pateando al perro que no para de ladrar. Sobre sus cabezas, regenteando el comedor, un hombre extraño, desnudo y huesudo clavado sobre una cruz de madera. 

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