9 de enero de 2012

III


Querida x:
Finalmente anclamos en Lisboa, todos sanos y salvos. Mi primer encuentro con Portugal tuvo mucho de lisérgico: entre el sueño, el hambre, los ansiolíticos y la descolocación horaria, tardé un rato largo en volver a mí. Lo que sé: nadie me selló el pasaporte. Espero que no me traiga problemas para salir del país, pero no es este el momento para preocuparme por eso.
Llegué al frio y eso me puso instantáneamente contenta. Haciendo la cola, esperando el aerobús que me llevara para el centro, empecé a cambiar de opinión. Atrás mío, una pareja de cuarentones españoles discutían con simpatía. El resto no sé cómo sucedió, te juro. Me acuerdo que llegué, subí unas escaleras, me recibió una morocha sonriente, un chico lindo me sacó el bolso de las manos y cuando me levanté de la cama eran las 3 de la tarde.
Entonces sí pude echar una mirada al hostal que es hermoso, un edificio del siglo dieciocho totalmente remodelado y lleno de chucherías por donde mires. La chica sonriente es Tatiana y el lindo es su sobrino, Pablo. En mi habitación hay otros bolsos, pero no hay persona a la vista. Las camas son cómodas y el lindo me dio un rinconcito tipo ático solo para mí. Todo en la habitación es blanco, lindo para descansar. Por supuesto que el edificio tiene seis pisos y a mí me tocó el en sexto, así que cada ida a la cama es una tortura. Bueno, esto es lo que pensaba hasta que salí a conocer las famosas calles de Lisboa. Nada, absolutamente nada, sigue una línea recta, nada es chato, ni llano, ni fácil, ni obvio. Y así: todo es fantástico.
Salí distraída buscando un primer encuentro ameno. Me metí por las calles de Alfama, uno de los barrios más viejos de la ciudad, fundado por árabes. Como todo lo árabe, tiene una arquitectura y una gracia única: calles de adoquines, techos de colores, plantas por todos lados, ropa secándose en los balcones, pasillos oscuros con salidas inesperadas, lamparitas, lamparones, gente barriendo la vereda, viejas sacudiendo las alfombras en la ventana. Rápido se me fue la cabeza hacia el recuerdo de otros viajes de recorridos diferentes y me vino, por primera vez, esa emoción de lo nuevo. Me metí en un barcito a comer algo y me reencontré con los viejos manjares europeos a precios populares: jugo de naranja, sanguche de pan con semillas tostado, queso brie y jamón crudo por un total de tres eu. Queso brie: nos volvemos a encontrar y cada vez es un placer. De fondo suena fado instrumental y me voy quedando con los ojos, la panza y los oídos bien agradecidos.
Recorro los rincones del barrio hasta el cansancio y termino volviendo a la cama a encarar mi segunda siesta del día.
Me despierto con una conversación. Son dos voces de mujer. Una de las voces es suave e insegura: dice que es de Alemania, que está por ir a un bar a escuchar fado, que si la otra quiere acompañarla. La otra es más fuerte e intrusiva: está muy cansada, no gracias. Creo que me vuelvo a dormir. Cuando me despierto definitivamente, la voz intrusiva está hablando sola: teléfono. La veo: una chica rodeada de ropa, colgando ropa por cada rincón accesible de la habitación. Habla en inglés, fuerte y claro. Se está invitando a la casa de alguien, parece que el otro no quiere, ella insiste, baja la voz, la suaviza, empuja con femineidad, el otro accede, quedan, siguen hablando. Me hace una señal de perdón por haberme levantado -me imagino cómo me estará viendo, con los pelos parados y los ojos hinchados-, le sacudo la cabeza, no pasa nada. Ella tapa el auricular y me suspira en inglés: ya me voy a presentar apropiadamente. A mí no me puede importar menos nada de lo que me está diciendo. Estoy mareada. Tengo sueño.
Corta el teléfono, se me acerca, me extiende la mano para saludarme y sigue colgando ropas por la pieza. En menos de tres minutos y sin haberla pedido, conozco toda la historia de Hayley. Es judía, de Londres, vino a Portugal a vivir con su novio portugués, resultó ser que él era mal tipo (se ve que Hayley vio pocas comedias románticas), se separaron, ella tiene un trabajo de maestra acá, estudia portugués y ahora vive en un hostal, el mío. Acaba de lavar su ropa en el baño para ahorrar y necesita colgarla de las camas para que se seque y no tener que pagar centrifugado.
Me pregunta que qué voy a hacer y como no soy rápida para inventar, me invita a lo de su amigo Ben a comer. Me insiste, accedo. Ben nos espera y yo me termino de arreglar antes que Hayley. Salimos al punto de encuentro y ella se pierde. Es un personaje. Finalmente, en frente al elevador -una especie de ascensor de la onda de la torre Eiffel (lo diseñó uno de los alumnos de Eiffel) que hace las veces de mirador- nos encontramos con el bonito francés.
Y el resto quedará para la próxima.
Abrazo!

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