27 de enero de 2012

XXIII

Querida:
Dije en el hostal que prefería dormir en las camas que están sobre el piso (tienen un nombre y es tatami, para futuras referencias). Me cambian a la habitación de las tatamis, la comparto con un italiano que parece alemán y una oriental que no se parece a Yuyu.
Miro alguna peli, me preparo una cena que incluye mi porción obligada de queso brie y me acuesto a dormir habiendo logrado evitar al viejo.
Estoy emocionada porque al día siguiente me voy a Evora, mi primera ciudad en la zona del Alentejo. Decidí ir en micro porque es más barato y tiene más horarios.
Llego a la terminal justo a tiempo para dar una vuelta y subirme al micro. Necesito un libro nuevo y encuentro, cerca, una feria del libro. No sé si lo mencioné: las librerías de Portugal sólo venden porquerías. Busqué y busqué y aún no encontré algo que valiera la pena; lo más cercano a bueno  son compilaciones de fragmentos Pessoa, pero ni siquiera ofrecen un libro entero.
Cerca de la puerta de la “feria” hay un hombre sentado frente a un escritorio que despliega un montón de ejemplares del mismo libro. Supongo que es el autor.
Tras dar un par de vueltas y sin encontrar nada, me acerco a la vendedora y le pido algún libro de autor portugués. Me ofrece tres cosas que no me gustan y elijo uno, mientras miro de reojo al autor y sus libros ¿debería haber comprado el de él? Me ataca la culpa, me acerco y agarro uno: también llevo este. El autor lo firma en la primera hoja: Daniela, linda por simple. Yo tengo mis dudas. Me cobran 14 euros por los dos libros, me arrepiento al instante. Subo al micro, los saco de la bolsa y el del autor se llama Abejas asesinas: un libro cuya gracia consiste en que absolutamente todas las palabras del relato empiezan con a. De ninguna manera voy a leer esto.
El pasado existe y me asusto cuando me doy cuenta de que está demasiado cerca. Me pasa en el micro. Después me quedo dormida.
Llegamos a Evora dos horas después. Intuitivamente me pongo a caminar y encuentro la muralla que rodea la ciudad. Todo tiene un ritmo y el difícil encontrarlo, sentirlo. Cuando no se deben encontrar las cosas, no se encuentran. Será distracción o todavía inmadurez. Durante un buen rato no encuentro el lugar que estoy buscando y cuando lo hago, paso diez minutos esperando a que respondan al timbre. No hay nadie. Encuentro un cartel de hostal por ahí, toco timbre y entro. Subo las escaleras y encuentro a un hombre de unos cincuenta años parado detrás de un mostrador. No hay música.
Me muestra el hostal entero, entra en lujo de detalles: manera correcta de meter la llave por la ranura, espacios fumadores y no fumadores, zonas de más y menos frío, funcionamiento de la electricidad en la cocina. Soy, de nuevo, la única huésped. Al hombre le encanta charlar y yo estoy cansada. Dejo mis cosas y me voy a pasear para evitar la conversación.
La verdad es que estoy emocionada por ver algo de lo que me hablaron mucho: la capilla de los huesos. Me contaron que es una capilla construída, enteramente, con huesos. Calaveras y todo. Y que, colgando del frente, hay dos momias: una de un hombre y una de un bebé. Me dijeron, también, que la capilla fue construída como recordatorio de la futilidad de la vida, o algo así. Yo creo que no hacía falta tanto.
El lugar es escalofríante. Sobre la entrada, tallado, el mensaje: Nos ossos que aquí estamos pelos vosos esperamos. La atmosfera de la habitación es tenebrosa e inspira entre humor y enfurecimiento. Bastante asco, también.
Duré diez minutos adentro y salí para nunca más volver. Fui al parque a caminar un poco y me sorprendió, una vez más, la variedad de arboles, la pureza del aire, el silencio absoluto. Me siento en un puestito que hay por ahí y me como un tostado y una coca. Trazo mi plan maestro: voy a aprovechar la noche de hostal para mi sola (estos hostales chicos son atendidos por sus dueños, que vuelven a sus casas a dormir, dejando a los huéspedes por la noche), me voy a cocinar una rica cena y voy a leer el libro que me compré, el que no tiene todas palabras con a. Termino la coca y me voy en busca del templo romano, supuestamente construido en honor a Diana, la diosa de muchas cosas, entre ellas quizás del amor.
Lo encuentro como lo esperaba: inadvertido, camuflado con falta modestia en medio de la ciudad. Algo así como la magia y el pasado que espera a la vuelta de todo.
Corro al hostal, me invade el sueño y quiero llegar a sacar la foto del atardecer desde la terraza del edificio.
Unos besos. 

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