27 de enero de 2012

XXIV

... se vuole diventare un buon critico deve raffinare i suoi gusti, deve coltivarsi, deve imparare a conoscere i vini, i cibi, il mondo. E poi aggiunse: e la letteratura. 
A. Tabucchi,  Sostiene Pereyra





Querida x:
A veces la sensación que tengo es la de querer viajar para siempre. No tanto por lo positivo, sino por lo negativo, es decir, lo que se deja de vivir: el drama cotidiano, los problemas que se vuelven absolutos –cuestiones de vida o muerte-, la repetición, la duda, la agotadora cercanía a todo.
Me acuerdo de que la última vez que estuve mucho tiempo fuera de casa, debí volver presa del simple deseo de tener una planta. Algo que cuidar todos los días y que todos los días sea lo mismo, con la misma forma, quizás un poco más grande o verde que ayer.
Anoche volví al hostal con las compras para preparar mi comida: iba a hacerme una sopa y después un pollo con papas, batatas, zanahoria, cebolla y cuanto encontré en el minialmacen de la vuelta. Era temprano todavía: me elegí un libro de la biblioteca porque no quiero leer los que compré, no me gustan. Hay una antología de cuentos portugueses traducidos al inglés. Me acuesto un rato a leer en la cama, tapada y con la estufa. Esto es lo que me encanta del frio.
Escucho que llegan nuevos huéspedes: un grupo de chicas ¿alemanas?
Cociné, tomé sopa, ví una pelo, leí y tipo una y media de la mañana escuché llegar a las alemanas. Primero unos pasos de taco alto fuertísimos sobre el piso de cerámica, después las risas agudas y un olor a alcohol que llego desde el pasillo a mi cama. Hablan boludeces y fuerte, se ponen a llamar a un tal Tom y a histeriquearle por teléfono. Por momentos las escucho, a sus voces y sus palabras de ese idioma tan plástico y horrible y sus tonos de voz agudos y las boludeces que dicen me empiezan a enojar. Después me doy cuenta de que yo borracha debo ser bastante parecida a ellas. Me abstengo de juzgar.
Duermo y sueño con una amiga que me pide ayuda. Ben me mandó un mail invitándome a cenar en Lisboa (…).
Me despido del dueño del hostal de Evora y me voy. El tipo me había querido convencer de que hiciera una excursión a un lugar que pintaba lindo, pero yo ya estoy cansada y no quiero moverme más: hoy vuelvo a Lisboa y luego Barcelona.
Realizo el trayecto a la perfección. Cuando salgo de la boca del subte encuentro, escrito con azulejos, en una pared de la calle, una frase que dice: ja estou melhor, obrigada. Le saco una foto.
Dejo mis cosas en el hostal y salgo a recorrer, de nuevo, Lisboa. Quiero volver a encontrar el bar donde comí aquel primer plato con brie.
No recuerdo si te conté por qué Portugal. Estaba cursando Literatura Italiana y me tocó leer a Antonio Tabucchi, un italiano absolutamente obsesionado con Portugal, un lugar que hasta entonces no me había despertado la más mínima intriga. Fue terminar de leer  sus libros y no dejar de pensar, desde entonces, en conocer el Alentejo, en pasear por la morería, en escuchar fado por las calles o tomar café en La Bahiana, o pasearme por jardines y cementerios portugueses en busca de escritores fugitivos, mentirosos y con muchos nombres.
Ahora entiendo todo: Lisboa es así. Es el misterio más grande: una ciudad capital silenciosa, lenta, por momentos vacía; un millón de callejones inconexos y laberínticos que harían que el mismísimo Funes no entrara la puerta de su casa; paredes escritas por mensajes a medias, otros mensajes de amor esperando respuestas, declaraciones pasionales; pasillos que conducen a altares callejeros de religiones irreconocibles, eventos interrumpidos: una guirnalda roja que cuelga de una ventana, papá Noel trepando por la pared de un edificio, millones de macetas con plantas en las veredas y los calzones recién lavados secándose al sol al alcance de cualquier peatón. Lisboa es inabordable y a la vez privada, amable y atrapante. Me doy cuenta de que me encanta, de verdad. Entiendo la admiración e incluso la ficción se me ha vuelto más verdadera.
Después, ceno con Ben. Y así sigue la historia.
Hasta mañana.


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