30 de abril de 2012

La casa*


*fruto de un juego literario

Cornaloso, maveiciente y antradecido. Así solían describirlo sus amigos, aunque mucho más no podía ser dicho sobre él, así que así es como solían describirlo prácticamente todos los que lo conocían. El no parecía estar enterado y si lo estaba, sabía disimularlo muy bien.
Aquellas palabras nunca habían sido utilizadas para caracterizar a nadie y había sido él, simplemente él, quien se había hecho merecedor de semejante acontecimiento.
Digo, no es que fuera tan grave, no era del todo asombroso, aquel era un tipo especial y bastante merecidos tenía esos epítetos. Claro que todo va a estar bien, ya no vive por acá y cuando se fue nuestro vínculo permanecía intacto. Tantos años de convivencia valen más que algunas palabras dichas a espaldas del otro.
Ahora en su casa vive un tipo famoso. Un tal Polino. Las viejas del barrio lo esperan en la vereda, algunas sentadas en reposeras que traen de los patios de sus casas, algunas pintándose las uñas y otras caminando por ahí con los pies calzados de medias y chancletas. Este tal Polino no aparece nunca; llega la noche y las viejas, tranquilas, levantan campamento para ir volviendo a sus casas a preparar la cena.
Este vecino famoso de mierda me hace extrañarlo. No es que él no tuviera sus hábitos molestos. Lo que más me irritaba de aquel tipo era su gusto por las fotos grupales, ¡¿qué necesidad, qué anhelo, el de querer siempre formar parte de algo mayor a uno!? En cada asado, cada reunión de consorcio, cada cumpleaños y cada acto del colegio, frenaba cualquier actividad que se desarrollada con naturalidad para forzar a los concurrentes a amontonarse para salir en la foto grupal. Luego, por supuesto, las revelaba y enviaba una copia a cada vecino. Todas las casas del barrio tenían colgando en su cocina fotos llenas de caras desconocidas, entre las cuales apenas podía empezar a reconocerse uno.
Justo ayer observaba una de mis fotos y, como en un juego, encontré de pronto un rostro familiar pero olvidado. Era mi tía Ofelia. No recuerdo su presencia en la reunión de la foto. Estoy perdiendo la memoria.
O a lo mejor, mi memoria ha evolucionado y comienza a elegir qué vale la pena recordar. Mi tía valdría la pena ser recordada si hubiera llegado a la reunión ladrando como un perro o en paracaídas o montada a algún objeto que nadie conoce.
¿Acaso ustedes están contentos con lo que recuerdan? Creo que para todos, claro está, sería conveniente tener control sobre nuestros recortes ¿para qué recordar el olor de una casa o el abrazo de un muerto?
Yo quisiera no recordarlo a él, a él y a las palabras para definirlo y a las lágrimas que le colgaban de los ojos el día en que dejó el barrio.
Eran las lágrimas y luego su nuca repleta de pelo negro y lacio y sus pasos hacia el auto, el ruido del encendido del motor y la música que comenzó a sonar como de golpe y se escapaba por entre los vidrios del auto: chu churu churu chup churu chu. Pasé los cinco días siguientes tarareando esa canción. 

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