El había conseguido un trabajo como
camarero en un café que abría por la tarde. La vidriera exponía una gran
variedad de granos de café matizados por el tono amarillento del polvo que
habían juntado los vidrios con los años. Adentro siempre hacía calor –en verano
mucho más del soportable y los respaldos plásticos de las sillas se pegaban en
los muslos y los brazos de los viejos que iban a beber oporto a las siete. Olía
a café, a quemado y un tanto a azafrán. Le había ensañado una camarera,
Tatiana, a llevar la bandeja. Ella había tenido que entrar unas horas antes al
café para ponerlo al tanto de sus funciones. El tenía manos pequeñas y sus dedos
eran anchos en la base y más finos hacia las puntas. Le costaba hasta agarrarse
la mano con una mujer. Pasaron largas horas intentándolo hasta que él se cansó
de fallar y en uno de los momentos en que ella sostenía la bandeja por la punta
del costado mientras él la sostenía por el medio con la palma, bajó el brazo,
la apoyó sobre una mesa y uso ambos brazos para tomarla por la cintura y
susurrarle algo al oído. Tatiana, que era portuguesa y no le entendía nada,
sonrió y lo besó en la boca.
Así comenzó una amistad basada en la
conveniencia de una de las partes y la soledad de la otra. Tatiana ayudaba a
César y realizaba casi todo su trabajo; él sólo se encargaba de llevar las
facturas y cobrar el dinero, incluida la propina. Mientras tanto, se acostaban
en los recreos de almuerzo y en las noches en que Ofelia salía con sus amigas.
El no conocía a nadie más en la ciudad y todavía no había logrado localizar a
Gori.
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