VII
Mientras
tanto, él pensaba que al día siguiente llamaría a Marcelo, ya era
hora de saber. Le había pedido que se tomara dos semanas y recién
habían pasado cinco días; no podía seguir. Por las noches, cuando
ella caía rendida del sueño, con la piel limpia y el pelo recogido
en una pequeña trenza rubia, él dudaba en su lado de la cama, no
encontrando una posición cómoda para descansar, sintiendo que sus
ojos no se le podían cerrar del todo que nunca podría irse a
dormir.
Era
hora de llamar a Marcelo y de acabar con todo este asunto pendiente y
comenzar la nueva vida de veras. Ya verían en Buenos Aires, no sólo
lograría joderlo a Pierro, sino que lo haría desde el exilio, doble
inteligencia. No había manera de que lo agarraran y, a la vez, se
haría famoso entre los suyos.
Se
levantó a la mañana siguiente con el ánimo mejorado y dispuesto a
actuar. Salió de la casa lento y silencioso mientras ella todavía
dormía. La miró: tenía la cara aplastada contra la almohada y la
boca abierta. Respiraba haciendo un ruido fuerte.
César
se vistió con una camisa rayada y pantalones largos. Besò a su
mujer en la mejilla antes de salir de la habitaciòn y desayunò un
cafè negro en la cocina.
Cuando
cruzaba el umbral del edificio donde vivìa, se detuvo un segundo y
prendio un cigarrillo. Irìa caminando hasta el locutorio de la
peatonal y llamarìa desde allà. Luego tomarìa algùn tren,
necesitaba un largo rato para pensar.
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