5 de agosto de 2012



Helena y Pedro se habían casado bajo circunstancias extraordinarias. Pedro era amigo de la familia y se había enamorado de Helena cuando ella era una niña aun. Había ido a todos sus cumpleaños y festejos, había seguido su vida con la exactitud de la obsesión. El padre de ella había detectado cierta extrañeza desde temprano y fue generándose entre él y Pedro una suerte de pacto inquebrable que implicaba un futuro y certero casamiento.
Helena nada sospechaba de los finos hilos con que otros habían tejido su vida y adoraba a Pedro como una criatura venera a sus mayores. La mañana en que cumplía los 18 años, su padre entró a su habitación sin golpear la puerta, encendió la luz y dijo, con la voz seca de la mañana:
-Te casarás con Pedro
Apagó la luz, cerró la puerta y abandonó a la niña que se ahogaba en el profundo mar de sus pensamientos. Sonrió y nadie pudo verla ¿quién sería el misterioso hombre con el que compartiría, por primera vez, su cama?
Poco sabía acerca de lo que le esperaba. Jamás pensó que su padre hablaba del viejo Pedro, aquel hombre a quien los años le habían jugado una mala pasada y ya no podía levantarse de la silla sin esfuerzo. 

A pocos meses del anuncio, la joven y el viejo se casaron. A la fiesta asistieron amigos del padre y viejos compañeros de trabajo de Pedro. Los invitados de la niña fueron pocos: la mayoría de sus amigas habían comenzado sus estudios en universidades en otras ciudades o habían cruzado fronteras en busca de una suerte mejor. 
Tras una comida pesada, los novios bailaron el vals. Helena se sonrojó al verse expuesta ante tantos extraños; cuando la orquesta tocaba el último acorde, se excusó y se dirigió hacia el baño. Se encerró, se apoyó contra la puerta y rompió en llanto. Caían las lágrimas sin esfuerzo y una masa viscosa de mocos colgaba de su delicada nariz. El corazón le latía fuerte y por un momento, la idea cruzó su mente: voy a morir, debo morir.

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