Me quedé
dormido y soñé con una habitación, recuerdo que la conocía por alguna razón,
quizás era la embajada. Yo me encontraba sentado en una silla de mimbre y me
habían cortado todas las extremidades. Yo ahora era un torso con una cabeza y
mi altura llegaba hasta mi ombligo, desde donde crecía un gigante muñón que se
apoyaba en el mimbre y cada tanto me tambaleaba por su superficie redonda e
inestable. Podía ver mis extremidades
colgando de sogas que descendían desde el techo: mi brazo izquierdo, la mano
aun con vida, bailando en el aire, parecía saludarme. Yo quería saludarla pero
no encontraba el gesto adecuado dentro de mis nuevos límites. Rompí en llanto y
casi muero atragantado por mis propias lágrimas que no podía secar. La fuerza
de la tos me llevó a tambalearme tanto que caí de frente contra el frio piso de
mármol. Lloraba entonces tranquilo, porque mis lágrimas caían perpendiculares a
mi rostro.
Una vez que
había logrado calmar mi angustia, elevaba la cabeza y la veía a ella, mi mujer,
vestida de gala, señalando una a una tres puertas.
-Vas a tener que elegir alguna, decía, siempre hay que elegir
Y caminaba
sobre el mármol blanco con sus tacos, haciéndolos chirriar al deslizarlos.
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