1 de agosto de 2012


Me quedé dormido y soñé con una habitación, recuerdo que la conocía por alguna razón, quizás era la embajada. Yo me encontraba sentado en una silla de mimbre y me habían cortado todas las extremidades. Yo ahora era un torso con una cabeza y mi altura llegaba hasta mi ombligo, desde donde crecía un gigante muñón que se apoyaba en el mimbre y cada tanto me tambaleaba por su superficie redonda e inestable.  Podía ver mis extremidades colgando de sogas que descendían desde el techo: mi brazo izquierdo, la mano aun con vida, bailando en el aire, parecía saludarme. Yo quería saludarla pero no encontraba el gesto adecuado dentro de mis nuevos límites. Rompí en llanto y casi muero atragantado por mis propias lágrimas que no podía secar. La fuerza de la tos me llevó a tambalearme tanto que caí de frente contra el frio piso de mármol. Lloraba entonces tranquilo, porque mis lágrimas caían perpendiculares a mi rostro.

Una vez que había logrado calmar mi angustia, elevaba la cabeza y la veía a ella, mi mujer, vestida de gala, señalando una a una tres puertas.
-Vas a tener que elegir alguna, decía, siempre hay que elegir
Y caminaba sobre el mármol blanco con sus tacos, haciéndolos chirriar al deslizarlos. 

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