II
Es la casa un palomar
y la cama un jazminero.
Las puertas de par en par
y en el fondo el mundo entero.
Cantar, M.
Hernández 
Querida Elena:
Muchas
veces me encuentro con la idea de que el olfato es el sentido más poderoso: un
olor familiar es capaz de trasportarnos a cualquier lado, a cualquier momento.
Me pasa con la casa de mi tía; cada tanto lo encuentro en una
cocina, en un pasillo, en un café ¿Es un perfume? ¿Es el olor de la cocina
donde se mezcla manteca con azúcar? No tengo idea, pero cuando me encuentra
–eso, ni siquiera puede ser buscado-  tengo de nuevo ocho y uso orejeras
para protegerme del frio.
Lo
mismo me pasa con el olor de los aeropuertos. Ese olor seco y concreto y a la
vez tan premonitorio. Fue el olor a aeropuerto lo que me hizo caer, finalmente,
en la cuenta del viaje.
Debí
preocuparme por los posibles días lluviosos en Portugal o por saber qué días
serán gratis los museos. La guía dice que los domingos son muy tranquilos hasta
en la ciudad.
Ya
es la hora, junto valor y comienzo a pasar las postas. La gente me sonríe.
Busco
mi asiento: la fila de 4 del medio, pasillo. Al lado mío 3 hermanas. Las
envidio un poco, están juntas. Pronto me apago, caigo rendida. Son 15 horas de
vuelo y siento que no me alcanza el tiempo en el avión. Las hermanas charlan y
se ríen, yo les comento algo sobre los horarios de la comida. Todas están de
acuerdo. Miro constantemente el reloj que llevo en la muñeca. Voy al baño y
alguien vomitó. Pienso en lo horrible que debe haber sido viajar en avión
cuando todavía se permitía fumar. Vomito, olor a avión, perfumes, pollo, pasta.
Releí lo que había escrito la noche anterior. Pienso que el personaje puede ser
interesante, puede tener problemas con la madre. Creo que tendría bastante
material con las historias de mi familia y las de algunos amigos.  Después de un rato de lectura me dormí y soñé
con -----, creo que tengo que hacerla atractiva, aunque es importante que no
sea necesariamente linda. Escribí:
Entrar a la
adultez consistió, para nosotros, en un duro proceso de demolición de aquellas
verdades impuestas. Mi abuelo no había sido el autor del Martín Fierro, nunca
había caído un meteorito en el jardín de nuestra casa y el vagabundo que
paseaba por el barrio mascullando groserías no era el viejo de la bolsa. Lo más
difícil ha sido tener que comprender que para llegar a Mar de Ajo desde la
capital de Buenos Aires no hace falta tomar un barco. Cuando yo tenía seis
años, mis padres nos llevaron de vacaciones a Punta del Este. Como yo me
encontraba becada en la escuela privada, era importante que nadie supiera que
mi familia podía acceder a vacaciones tan caras, entonces decidieron hacernos
creer que nos encontrábamos en Mar de Ajo, en la costa argentina, y no en
Uruguay. Aun al día de hoy no comprendo cómo fue que nunca recordaron aclarar
esta buscada confusión, ahorrándome la terrible humillación de que fui víctima
al entrar en la escuela secundaria y confundir los mares, los ríos y las
ciudades.
Pero, como todo, la etapa de la escuela secundaria habría de pasar sin pena ni gloria. Claro que, también como todo, había dejado sus marcas en mí; aquel ambiente hostil terminó de dar forma a mi afán de pasar desapercibida. Si me había hecho algún amigo o intentando compartir alguna inquietud o interés con algún profesor, fue a los comienzos, cuando aún conservaba algo de aquella intención de aplacar mi naturaleza misántropa. Se multiplicaron los años y el malestar, el desacomodamiento; finalmente la obra se vio terminada: la vida, como un artista, había dado perfecta forma a mi desaliento social. A los quince años realicé mi último intento por entablar una amistad, luego desistí.
La entrada a la adultez tuvo la facilidad del abandono; sin expectativas sociales, me sumí en un mundo regido y habitado solamente por mí y por aquellos seres a los que mi vida se encontraba inevitablemente ligada: mis padres y mi abuela paterna. El resto de mi familia era inexistente o se encontraba ya del otro lado. Claro que con lo que éramos ya tenía suficiente.
Pero, como todo, la etapa de la escuela secundaria habría de pasar sin pena ni gloria. Claro que, también como todo, había dejado sus marcas en mí; aquel ambiente hostil terminó de dar forma a mi afán de pasar desapercibida. Si me había hecho algún amigo o intentando compartir alguna inquietud o interés con algún profesor, fue a los comienzos, cuando aún conservaba algo de aquella intención de aplacar mi naturaleza misántropa. Se multiplicaron los años y el malestar, el desacomodamiento; finalmente la obra se vio terminada: la vida, como un artista, había dado perfecta forma a mi desaliento social. A los quince años realicé mi último intento por entablar una amistad, luego desistí.
La entrada a la adultez tuvo la facilidad del abandono; sin expectativas sociales, me sumí en un mundo regido y habitado solamente por mí y por aquellos seres a los que mi vida se encontraba inevitablemente ligada: mis padres y mi abuela paterna. El resto de mi familia era inexistente o se encontraba ya del otro lado. Claro que con lo que éramos ya tenía suficiente.
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