6 de agosto de 2013


Busco mi asiento: la fila de 4 del medio, pasillo. Al lado mío 3 hermanas. Las envidio un poco, están juntas. Pronto surge el efecto de los ansiolíticos. Aunque intente mantenerme despierta, tengo la cara blanda y el cuello se me tuerce: la frente me pesa toneladas. Caigo en un profundo pozo de sueños que son como recuerdos. Recuerdos de la infancia de algún personaje viejo, de mis primeras novelas.

Nadie conocería nunca la sensación de ardor sobre los dedos de las niñas que intentaban sacar el pan tostado de encima de la estufa, que de tanto ser utilizada como cocina estaba llena de migas e islas de dulce de leche, o los días en camisón puertas adentro, los largos minutos que llevaba calentar el auto de mañana y descongelar los vidrios, parte por parte, con pequeños trapitos. Nunca nadie comprendería lo que había quedado atrás, ni aquella imagen del chico rubio rezando en la iglesia para que el avión a Buenos Aires nunca despegara.

La vida en la ciudad terminó con los rituales del frio y confinó a la familia a una casa en un barrio residencial donde había veredas y asfalto en la calle. Las chias viajaron primeras con su abuela.

La primera vez que la mayor escuchó la Marcha Turca de Mozart viajaba en un taxi rumbo al aeropuerto a buscar a sus padres. Al taxista le gustaba y subió el volumen. Ella observaba la ciudad a través de la ventana derecha y la abuela a través de la izquierda. Nadie hablaba.

Los padres llegaron repletos de bolsos y a ella le parecieron dos desconocidos. La panza de la madre había crecido todavía más, ella entendía que algún día explotaría y su madre tendría que morir. Odiaba lo que le estaba pasando.

Sin saberlo, sus pensamientos infantiles se hundían en pozos negros como el fondo del océano, donde abundan los misterios y los monstruos que saben andar a oscuras sin llamar la atención de nadie.

 

Ese mismo día conocieron la nueva casa. Una alfombra gris y crispada cubría los pisos de la entrada y el comedor. Las chicas nunca habían visto una casa alfombrada ni una puerta cerrada con llave. Los amigos nuevos aun no tenían nombre ni rostro.

Durante el verano, la mayor debió tomar clases particulares: pronto se presentaba a un examen para entrar al colegio de los curas y no tenía todavía la preparación suficiente. Había aprendido a mirarse la cara en los charcos de agua y había visto, también, cómo el reflejo de la luz en el líquido formaba colores viscosos que no se podían distinguir. Nada sabía de Dios y sus historias o de idiomas o de cómo vestirse cuando hacía calor.

 

La profesora se llamaba Cora y su casa tenía olor a persona resfriada.

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