Busco
mi asiento: la fila de 4 del medio, pasillo. Al lado mío 3 hermanas. Las
envidio un poco, están juntas. Pronto surge el efecto de los ansiolíticos.
Aunque intente mantenerme despierta, tengo la cara blanda y el cuello se me
tuerce: la frente me pesa toneladas. Caigo en un profundo pozo de sueños que
son como recuerdos. Recuerdos de la infancia de algún personaje viejo, de mis
primeras novelas.
Nadie conocería nunca la sensación de ardor sobre los
dedos de las niñas que intentaban sacar el pan tostado de encima de la estufa,
que de tanto ser utilizada como cocina estaba llena de migas e islas de dulce
de leche, o los días en camisón puertas adentro, los largos minutos que llevaba
calentar el auto de mañana y descongelar los vidrios, parte por parte, con
pequeños trapitos. Nunca nadie comprendería lo que había quedado atrás, ni
aquella imagen del chico rubio rezando en la iglesia para que el avión a Buenos
Aires nunca despegara.
La vida en la ciudad terminó con los rituales del frio
y confinó a la familia a una casa en un barrio residencial donde había veredas
y asfalto en la calle. Las chias viajaron primeras con su abuela.
La primera vez que la mayor escuchó
la Marcha Turca de Mozart viajaba en un taxi rumbo al aeropuerto a buscar a sus
padres. Al taxista le gustaba y subió el volumen. Ella observaba la ciudad a
través de la ventana derecha y la abuela a través de la izquierda. Nadie
hablaba.
Los padres llegaron repletos de bolsos y a ella le
parecieron dos desconocidos. La panza de la madre había crecido todavía más,
ella entendía que algún día explotaría y su madre tendría que morir. Odiaba lo
que le estaba pasando.
Sin saberlo, sus pensamientos
infantiles se hundían en pozos negros como el fondo del océano, donde abundan
los misterios y los monstruos que saben andar a oscuras sin llamar la atención
de nadie.
Ese mismo día conocieron la nueva
casa. Una alfombra gris y crispada cubría los pisos de la entrada y el comedor.
Las chicas nunca habían visto una casa alfombrada ni una puerta cerrada con
llave. Los
amigos nuevos aun no tenían nombre ni rostro. 
Durante el verano, la mayor debió
tomar clases particulares: pronto se presentaba a un examen para entrar al colegio
de los curas y no tenía todavía la preparación suficiente. Había aprendido a
mirarse la cara en los charcos de agua y había visto, también, cómo el reflejo
de la luz en el líquido formaba colores viscosos que no se podían distinguir.
Nada sabía de Dios y sus historias o de idiomas o de cómo vestirse cuando hacía
calor.
La profesora se llamaba Cora y su casa tenía olor a persona
resfriada.
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