III
Elena:
Finalmente anclamos en Lisboa. Mi primer encuentro con Portugal tuvo mucho de lisérgico: entre el sueño, el hambre, los ansiolíticos y el huso horario, tardé un rato largo en volver a mí. Lo que sé: nadie me selló el pasaporte. Espero que no me traiga problemas para salir del país, pero no es este el momento para preocuparme por eso.
Llegué al frio y eso me puso instantáneamente contenta. Haciendo la cola, esperando el aerobús que me llevara para el centro, empecé a cambiar de opinión. Atrás mío, una pareja de cuarentones españoles discutían con simpatía. El resto no sé cómo sucedió, lo juro. Recuerdo que llegué, subí unas escaleras, me recibió una morocha sonriente, un chico lindo me sacó el bolso de las manos y cuando me levanté de la cama eran las 3 de la tarde.
Entonces sí pude echar una mirada al hostal que es un edificio del siglo dieciocho totalmente remodelado y lleno de chucherías. La chica sonriente es Tatiana y el lindo –que resulta no serlo tanto- es su sobrino, Pablo. En mi habitación hay otros bolsos, pero no hay persona a la vista. Las camas son cómodas y el tocó un rincón tipo ático sólo para mí. Todo en la habitación es blanco. El edificio tiene seis pisos y mi habitación queda en el sexto. Sufrí por esto hasta que salí a conocer las famosas calles de Lisboa. Nada, absolutamente nada, sigue una línea recta, nada es chato, ni llano, ni fácil, ni obvio. Y así: todo es fantástico. Deseo que mi tristeza pase pronto o que se pinte tanto de viaje que parezca desaparecer. Algo que me incomoda me hace muy pesado pensar en el trabajo. El asomo del tema por los vértices de mi mente me cierra los pulmones y me impide respirar.
Me metí por las calles de Alfama, uno de los barrios más viejos de la ciudad, fundado por árabes. Calles de adoquines, techos de colores, plantas por todos lados, ropa secándose en los balcones, pasillos oscuros con salidas inesperadas, lamparitas, lamparones, gente barriendo la vereda, viejas sacudiendo las alfombras en la ventana. Rápido se me fue la cabeza hacia el recuerdo de otros viajes de recorridos diferentes y me vino, por primera vez, esa emoción de lo nuevo. Me metí en un bar a comer algo y me encontré con los viejos manjares europeos a precios populares: jugo de naranja, sándwich de pan con semillas tostado, queso brie y jamón crudo. Es un cuarto rojo oscuro, pequeño y lleno de sombras. Las mesas son redondas y no me imagino que puedan sostener más de un almuerzo. En el bar suena fado instrumental y me voy hundiendo en mi somnolencia con los ojos, la panza y los oídos. Me debato entre si el mozo es lindo o si yo siempre estoy tratando de enamorarme de cualquiera. Y así me va. Termino mi almuerzo bajo una luz suave que entra por la ventana; afuera se ven algunos árboles pelados.
Recorro los rincones del barrio hasta el cansancio, ¿por qué siempre me tropiezo con los pisos adoquinados? Termino volviendo a la cama con vistas a mi segunda siesta del día.
Me despierto con una conversación. Son dos voces de mujer. Una de las voces es suave e insegura: dice que es de Alemania, que está por ir a un bar a escuchar fado, que si la otra quiere acompañarla. La otra es más fuerte e intrusiva: está muy cansada, no gracias. Creo que me vuelvo a dormir. Cuando me despierto definitivamente, la voz intrusiva está hablando sola: teléfono. La veo: una chica rodeada de ropa, colgando ropa por cada rincón accesible de la habitación. Habla en inglés, fuerte y claro. Se está invitando a la casa de alguien, parece que el otro no quiere, ella insiste, baja la voz, la suaviza, empuja con femineidad, el otro accede, quedan, siguen hablando. Me hace una señal de perdón por haberme levantado -me imagino cómo me estará viendo, con los pelos parados y los ojos hinchados-, le sacudo la cabeza, no pasa nada. Ella tapa el auricular y me suspira en inglés: ya me voy a presentar apropiadamente. Estoy mareada. Tengo sueño.
Corta el teléfono, se me acerca, me extiende la mano para saludarme y sigue colgando ropas por la pieza. En menos de tres minutos y sin haberla pedido, conozco toda la historia de Hayley. Es judía, de Londres, vino a Portugal a vivir con su novio portugués, que resultó ser un tipo terrible, se separaron, ella tiene un trabajo de maestra acá, estudia portugués y ahora vive en un hostal, el mío. Acaba de lavar su ropa en el baño para ahorrar y necesita colgarla de las camas para que se seque y no tener que pagar centrifugado.
Me pregunta qué voy a hacer y como no soy rápida para inventar, me invita a lo de su amigo Ben a comer. Me insiste, quiero quedarme a trabajar. Accedo. Ben nos espera y yo me termino de cambiar antes que Hayley. Salimos al punto de encuentro y ella se pierde; durante cuarenta minutos, nos paseamos sin rumbo por la ciudad.
Finalmente anclamos en Lisboa. Mi primer encuentro con Portugal tuvo mucho de lisérgico: entre el sueño, el hambre, los ansiolíticos y el huso horario, tardé un rato largo en volver a mí. Lo que sé: nadie me selló el pasaporte. Espero que no me traiga problemas para salir del país, pero no es este el momento para preocuparme por eso.
Llegué al frio y eso me puso instantáneamente contenta. Haciendo la cola, esperando el aerobús que me llevara para el centro, empecé a cambiar de opinión. Atrás mío, una pareja de cuarentones españoles discutían con simpatía. El resto no sé cómo sucedió, lo juro. Recuerdo que llegué, subí unas escaleras, me recibió una morocha sonriente, un chico lindo me sacó el bolso de las manos y cuando me levanté de la cama eran las 3 de la tarde.
Entonces sí pude echar una mirada al hostal que es un edificio del siglo dieciocho totalmente remodelado y lleno de chucherías. La chica sonriente es Tatiana y el lindo –que resulta no serlo tanto- es su sobrino, Pablo. En mi habitación hay otros bolsos, pero no hay persona a la vista. Las camas son cómodas y el tocó un rincón tipo ático sólo para mí. Todo en la habitación es blanco. El edificio tiene seis pisos y mi habitación queda en el sexto. Sufrí por esto hasta que salí a conocer las famosas calles de Lisboa. Nada, absolutamente nada, sigue una línea recta, nada es chato, ni llano, ni fácil, ni obvio. Y así: todo es fantástico. Deseo que mi tristeza pase pronto o que se pinte tanto de viaje que parezca desaparecer. Algo que me incomoda me hace muy pesado pensar en el trabajo. El asomo del tema por los vértices de mi mente me cierra los pulmones y me impide respirar.
Me metí por las calles de Alfama, uno de los barrios más viejos de la ciudad, fundado por árabes. Calles de adoquines, techos de colores, plantas por todos lados, ropa secándose en los balcones, pasillos oscuros con salidas inesperadas, lamparitas, lamparones, gente barriendo la vereda, viejas sacudiendo las alfombras en la ventana. Rápido se me fue la cabeza hacia el recuerdo de otros viajes de recorridos diferentes y me vino, por primera vez, esa emoción de lo nuevo. Me metí en un bar a comer algo y me encontré con los viejos manjares europeos a precios populares: jugo de naranja, sándwich de pan con semillas tostado, queso brie y jamón crudo. Es un cuarto rojo oscuro, pequeño y lleno de sombras. Las mesas son redondas y no me imagino que puedan sostener más de un almuerzo. En el bar suena fado instrumental y me voy hundiendo en mi somnolencia con los ojos, la panza y los oídos. Me debato entre si el mozo es lindo o si yo siempre estoy tratando de enamorarme de cualquiera. Y así me va. Termino mi almuerzo bajo una luz suave que entra por la ventana; afuera se ven algunos árboles pelados.
Recorro los rincones del barrio hasta el cansancio, ¿por qué siempre me tropiezo con los pisos adoquinados? Termino volviendo a la cama con vistas a mi segunda siesta del día.
Me despierto con una conversación. Son dos voces de mujer. Una de las voces es suave e insegura: dice que es de Alemania, que está por ir a un bar a escuchar fado, que si la otra quiere acompañarla. La otra es más fuerte e intrusiva: está muy cansada, no gracias. Creo que me vuelvo a dormir. Cuando me despierto definitivamente, la voz intrusiva está hablando sola: teléfono. La veo: una chica rodeada de ropa, colgando ropa por cada rincón accesible de la habitación. Habla en inglés, fuerte y claro. Se está invitando a la casa de alguien, parece que el otro no quiere, ella insiste, baja la voz, la suaviza, empuja con femineidad, el otro accede, quedan, siguen hablando. Me hace una señal de perdón por haberme levantado -me imagino cómo me estará viendo, con los pelos parados y los ojos hinchados-, le sacudo la cabeza, no pasa nada. Ella tapa el auricular y me suspira en inglés: ya me voy a presentar apropiadamente. Estoy mareada. Tengo sueño.
Corta el teléfono, se me acerca, me extiende la mano para saludarme y sigue colgando ropas por la pieza. En menos de tres minutos y sin haberla pedido, conozco toda la historia de Hayley. Es judía, de Londres, vino a Portugal a vivir con su novio portugués, que resultó ser un tipo terrible, se separaron, ella tiene un trabajo de maestra acá, estudia portugués y ahora vive en un hostal, el mío. Acaba de lavar su ropa en el baño para ahorrar y necesita colgarla de las camas para que se seque y no tener que pagar centrifugado.
Me pregunta qué voy a hacer y como no soy rápida para inventar, me invita a lo de su amigo Ben a comer. Me insiste, quiero quedarme a trabajar. Accedo. Ben nos espera y yo me termino de cambiar antes que Hayley. Salimos al punto de encuentro y ella se pierde; durante cuarenta minutos, nos paseamos sin rumbo por la ciudad.
Finalmente, frente al elevador que
hace las veces de mirador, nos encontramos con un francés alto y con facha de
sucio. 
No volví a trabajar.
No volví a trabajar.
IV
Con el dinero sucede
lo mismo que con el papel higiénico
Upton Sinclair 
Elena:
Quiero contarte la historia del francés. Me dejó una
impresión. Ben era Benjamin y se apareció bajando por la calle con tanto abrigo
que su figura no parecía humana. Ultimamos detalles de la cena: que no hay
dónde comprar para cocinar, que vamos para Alfama, un lugar de comida de São
Tomé, la inglesa entra a los gritos y un negro se nos ríe desde atrás de la
barra. El lugar no es más grande que una habitación y entran, mágicamente,
cuatro mesas con sus sillas. El negro nos trae la carta, Hayley la mira, no la
entiende, sigue hablando a los gritos. Ben está tranquilo sentado al lado mío.
Empieza a hablar de la paz, de la meditación. Pierdo rápido el interés.
Tardamos en pedir, la inglesa y el negro se enriendan en reclamos y malos
entendidos. Al negro no podía importarle menos y se sonreía y afirmaba con la
cabeza para satisfacer a Hayley.
Pedimos: unas empanadas de pescado fritas y picantes, una feijoada a la portuguesa y una jarra de vino blanco. Una delicia. Comimos hablando sobre el ex de Heyley. Yo observo al francés: tenía en la muñeca una pulsera hecha con una cuchara, no sé si usaba tintura o si se le aclaraba el pelo con el sol. Es bonito, pero francés. Vino a Portugal a estudiar portugués porque quiere viajar al Amazonas. Y le sostiene a una la espalda para caminar, y le sirve vino, le pregunta cosas, le regala chocolates y todo lo demás. Me pregunto si es la falta de amores lo que me tiene sin escribir palabra.
Pedimos: unas empanadas de pescado fritas y picantes, una feijoada a la portuguesa y una jarra de vino blanco. Una delicia. Comimos hablando sobre el ex de Heyley. Yo observo al francés: tenía en la muñeca una pulsera hecha con una cuchara, no sé si usaba tintura o si se le aclaraba el pelo con el sol. Es bonito, pero francés. Vino a Portugal a estudiar portugués porque quiere viajar al Amazonas. Y le sostiene a una la espalda para caminar, y le sirve vino, le pregunta cosas, le regala chocolates y todo lo demás. Me pregunto si es la falta de amores lo que me tiene sin escribir palabra.
Terminamos de comer y nos vamos a lo de Ben. Un
departamento hermoso como sólo estas ciudades viejas saben tener. Enorme. Vive
acá con Pedro, un portugués esplendido, María, su hijo y otro tipo más cuyo
nombre no recuerdo. Yo viví en lugares así.
Nos sentamos, tomamos vino, fumamos mezcla de tabaco que me hace abandonar mi absitencia. Hayley saca un billete de libra y nos reímos del dibujo de la reina que debajo promete: I promise to pay the bearer on demand the sum of. Yo saco dos pesos y Pedro se emociona, los guarda en su cuaderno. Le doy otro billete a Ben y uno a Hayley. Hayley abandona al suyo sobre la mesa. Hayley dice que el chocolate es de origen inglés, yo sostengo que es mexicano. Me dan la razón, pero pronto pierdo credibilidad cuando discuto con Pedro que Portugal no debe ser ni dos veces más grande que la provincia de Buenos Aires. Además creo que lo ofendí. Durante un largo tiempo en la casa no pude sacarme a ---- de la cabeza. Algo cuando fui al baño me la trajo de regreso. Una toalla roja con moños de lazo rosa en las puntas; las bombachas de ---- son las que llevan un moñito al centro, lisas y grandes de algodón. Y en la sala me pregunto por qué ella no podría nunca vivir en una casa tan hermosa, ni compartir su vivienda con un niño, ni andar con extraños por las calles de Lisboa.
Nos vamos temprano porque Hayley trabaja a las 7. Nos perdemos a la vuelta, no entiendo mucho a esta mujer. En el hostal encuentro despiertas a dos yaquis que comparten la habitación con nosotras. Me cuentan que mañana van a Belem y decido unirme a su plan. Si sigo escapando, nunca volveré a trabajar.
Nos sentamos, tomamos vino, fumamos mezcla de tabaco que me hace abandonar mi absitencia. Hayley saca un billete de libra y nos reímos del dibujo de la reina que debajo promete: I promise to pay the bearer on demand the sum of. Yo saco dos pesos y Pedro se emociona, los guarda en su cuaderno. Le doy otro billete a Ben y uno a Hayley. Hayley abandona al suyo sobre la mesa. Hayley dice que el chocolate es de origen inglés, yo sostengo que es mexicano. Me dan la razón, pero pronto pierdo credibilidad cuando discuto con Pedro que Portugal no debe ser ni dos veces más grande que la provincia de Buenos Aires. Además creo que lo ofendí. Durante un largo tiempo en la casa no pude sacarme a ---- de la cabeza. Algo cuando fui al baño me la trajo de regreso. Una toalla roja con moños de lazo rosa en las puntas; las bombachas de ---- son las que llevan un moñito al centro, lisas y grandes de algodón. Y en la sala me pregunto por qué ella no podría nunca vivir en una casa tan hermosa, ni compartir su vivienda con un niño, ni andar con extraños por las calles de Lisboa.
Nos vamos temprano porque Hayley trabaja a las 7. Nos perdemos a la vuelta, no entiendo mucho a esta mujer. En el hostal encuentro despiertas a dos yaquis que comparten la habitación con nosotras. Me cuentan que mañana van a Belem y decido unirme a su plan. Si sigo escapando, nunca volveré a trabajar.
Me voy a la cama porque sé que mañana no me va a
levantar un huracán y no quiero atrasar a nadie. Con los ojos cerrados pienso
que ---- debe tener una abuela como Hayley. 
Te mando muchos besos.
Te mando muchos besos.
V
Para ser justa, debo decir que mi abuela valía por
tres familiares: podríamos decir un enfermo terminal, un desequilibrado mental
y un niño berrinchoso. Con los años fue corriendo su límite hasta que fue
imposible adivinar hasta donde llegaría. Ella vivía en una casa detrás de la
nuestra, sobre el mismo terreno; todo aquello había pertenecido a su familia
durante años. Mis abuelos había vivido una juventud aristocrática durante el
esplendor de aquella vivienda: allí recibían a las visitas más ilustres con las
cuales conectaban gracias al puesto de alto rango en la policía federal que
ocupaba entonces mi abuelo. Cuando mis padres se casaron, mi abuelo ya estaba
enfermo, entonces decidieron prestarles la casa grande y mudarse ellos a la
casa del fondo bajo la condición de que mis padres –y la descendencia que
tuvieran- se encargaran de los cuidados médicos de los entonces no tan
ancianos. Siempre supuse que mis padres aceptaron aquel trato con la esperanza
de tener muchos hijos a quienes relegar aquella tarea y de que los viejos
murieran relativamente pronto. Ninguna de aquellas cosas sucedió. Mi abuelo
murió pronto, sí, pero mi abuela viviría todos los años que le quedaban más los
que había vivido mi abuelo.
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