21 de agosto de 2013

Los amigos de Lidia




La casa estaba pintada de blanco y el tiempo parecía tener con ella un trato más benevolente que con las demás. La fachada conservaba un estado impecable y, si bien nunca nadie había visto ni una sombra entrar o salir por la puerta, los vidrios no ostentaban ni una mancha y el jardín delantero se mantenía prolijo y perenne.

A ninguno de los vecinos le gustaba caminar por el frente de la casa. Rara vez alguno se animaba a caminar la cuadra entera sin cruzar de vereda dado el momento. Algo, intangible, parecía flotar en el aire alrededor de la casa, sobre los jardines. Los pastos se inclinaban hacia un lado u otro, según el paso de los espectros. Nadie quería topárselos de frente ni tener que preguntarse demasiado qué es lo que sucedía ahí. Intentaban no hablar del tema en público, manifestando una exagerada indiferencia hacia la casa vacía con la que habían convivido generaciones y generaciones de vecinos con miedo.

Un tarde de febrero, Beatriz mandó a Lidia al almacén de la esquina a comprar barras de azufre.

Eran pocas las veces en que su madre la dejaba salir de casa porque sí y sola. En esas ocasiones, cuando cerraba la puerta de casa y se encontraba a si misma del otro lado d la muralla, Lidia era invadida por un sentimiento de libertad y anarquía que le daba palpitaciones. Iba pateando las flores secas del otoño, al frente de cada casa, las raíces un árbol distinto y centenario destrozaban las baldosas. La vereda de aquella cuadra era de los árboles más que de los vecinos y recorrerla era una tarea de equilibrio. Lidia, que carecía de la ligera gracia de la infancia, caminaba con dificultad por entre los escombros de la vereda y no era poco habitual verla apoyarse sobre los árboles o las rejas para ayudarse a andar.

Para entrar al almacén, había que atravesar una cortina de tiras de plástico de colores a la que Lidia le tenía fobia. Temía quedarse enredada entre esos tentáculos, no poder salir de esa maraña y que alguna tira de plástico se envolviera alrededor de su cuello y la ahorcara. La curiosidad por entrar al almacén siempre era más fuerte y Lidia eventualmente cruzaba la entrada con dificultad. El almacén era oscuro y olía a queso viejo. Pasearse por sus pasillos era como visitar un templo sin tiempo: las góndolas altas llenas de viejas y sabias latas y botellas la saludaban al pasar. Lidia sospechaba que esos rincones guardaban largas y siniestras historias.

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