La casa estaba pintada de blanco y el tiempo parecía tener con ella un trato más benevolente que con las demás. La fachada conservaba un estado impecable y, si bien nunca nadie había visto ni una sombra entrar o salir por la puerta, los vidrios no ostentaban ni una mancha y el jardín delantero se mantenía prolijo y perenne.
A ninguno
de los vecinos le gustaba caminar por el frente de la casa. Rara vez alguno se
animaba a caminar la cuadra entera sin cruzar de vereda dado el momento. Algo,
intangible, parecía flotar en el aire alrededor de la casa, sobre los jardines.
Los pastos se inclinaban hacia un lado u otro, según el paso de los espectros.
Nadie quería topárselos de frente ni tener que preguntarse demasiado qué es lo
que sucedía ahí. Intentaban no hablar del tema en público, manifestando una
exagerada indiferencia hacia la casa vacía con la que habían convivido
generaciones y generaciones de vecinos con miedo.
Un tarde de
febrero, Beatriz mandó a Lidia al almacén de la esquina a comprar barras de
azufre.
Eran pocas
las veces en que su madre la dejaba salir de casa porque sí y sola. En esas
ocasiones, cuando cerraba la puerta de casa y se encontraba a si misma del otro
lado d la muralla, Lidia era invadida por un sentimiento de libertad y anarquía
que le daba palpitaciones. Iba pateando las flores secas del otoño, al frente
de cada casa, las raíces un árbol distinto y centenario destrozaban las
baldosas. La vereda de aquella cuadra era de los árboles más que de los vecinos
y recorrerla era una tarea de equilibrio. Lidia, que carecía de la ligera gracia
de la infancia, caminaba con dificultad por entre los escombros de la vereda y
no era poco habitual verla apoyarse sobre los árboles o las rejas para ayudarse
a andar.
Para entrar
al almacén, había que atravesar una cortina de tiras de plástico de colores a
la que Lidia le tenía fobia. Temía quedarse enredada entre esos tentáculos, no
poder salir de esa maraña y que alguna tira de plástico se envolviera alrededor
de su cuello y la ahorcara. La curiosidad por entrar al almacén siempre era más
fuerte y Lidia eventualmente cruzaba la entrada con dificultad. El almacén era
oscuro y olía a queso viejo. Pasearse por sus pasillos era como visitar un
templo sin tiempo: las góndolas altas llenas de viejas y sabias latas y botellas
la saludaban al pasar. Lidia sospechaba que esos rincones guardaban largas y
siniestras historias.
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