Y la niña mintió con que no había más y que Carlos le había regalado las
lentejas. Para probarlo, le devolvió a su madre la plata que le había dado para
las compras. Beatriz terminó por creerle, pero, por las dudas, le quitó la lata
de lentejas y la guardó en la alacena de la cocina. Luego volvió al libro que
reposaba sobre la mesa. Lidia se quedó para en la entrada de la cocina sin
pensar.
El tiempo se detuvo por un momento. El sol de la ventana se volvió
eterno y los pensamientos de las dos mujeres se unieron en una masa amorfa que
disparaba en todos los sentidos contra las paredes de la cocina. La habitación,
el libro sobre la mesa, los estantes tranquilos eran ahora el mundo y no había
nada por fuera de eso. Y el silencio aunaba y cubría la casa con una seda
delicada.
El sutil equilibro del universo explotó con la fuerte carcajada de la
lata de lentejas que, desde la alacena, señalaba a Lidia y se burlaba de su existencia.
La niña llenó la cocina de furia y viento y, como un rayo, subió las escaleras
hasta su habitación. Su madre, mientras tanto, no se había enterado de tantos
cambios trascendentales y se hundía cada vez más en el universo de las páginas
que habitaba hace días.
En su habitación, casi vacía, Lidia se encontró con la soledad de siempre. Buenos
días, le suspiraba por las mañanas, cuando abría los ojos por primera vez como
un recién nacido. Y buenas noches por la noche, cuando Lidia se sumía contra su
voluntad en el mundo de los sueños. La aterrorizaba el pensar que
hubieran dos vidas, ¿cómo era posible? ¿Dónde era que estaba cuando soñaba y
quién era esa persona que ella veía ser, noche tras noche, en mundos
imposibles? Los sueños la obligaban a despertarse con sentimientos de angustia que
no la abandonaban durante el día. Muchas veces soñaba con su padre o su abuela,
con caídas o animales que se devoraban las sábanas de su cama.
Caminó hacia la ventana y corrió la cortina blanca que
la cubría. Imponente se alzaba la misteriosa casa que nunca había visto a nadie
vivir. Lidia volvió a sobresaltarse pero no cerró la cortina. Se mantuvo de pie
frente a la imagen de sus pesadillas. Fue entonces decidió que, como Zulma
escribía sus diarios, ella escribiría sus sueños por el resto de su vida.
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