3 de septiembre de 2013


De la iglesia la madre siempre volvía con nuevas ideas para la casa. Alguna renovación en la decoración, en la ubicación de los elementos o, incluso, en la rutina de la familia. Así, había decidido archivar todas las copas de cristal de la abuela, que ocupaban el mueble del living, y, en su lugar, construir un pequeño altar a la virgen desatanudos, luego de que el cura del barrio diera una misa en su honor. Cuando el mismo cura, dos semanas después, pidió por la salud del Papa, Beatriz vendió todas las copas de su familia y mandó el dinero en un sobre al Vaticano. Y cuando, indignado, el mismo cura habló del peligro del pecado entre los adolescentes, ella descosió los ruedos de todas las polleras de sus hijas y nunca más se vio una rodilla desnuda entrar o salir de aquella casa. Hasta que un día llegó con una idea casi tan avasallante como la de Jesús: había que conseguir una empleada doméstica. Todas las señoras de la iglesia tenían una y aseguraban que era la mismísima salvación.

Dedicó varias horas del día siguiente a recorrer la casa, esquina por esquina, en busca de espacios para ser limpiados, tomando nota de cada una de las tareas y del detalle con el que debían ser realizadas. Examinó las habitaciones que conocía hacía años, que habían sido envases para su vida, para cada uno de sus recuerdos que ya se iban turbando en su cabeza. Con diligencia, se deshizo de sus sentimientos y cada ambiente tomó el sentido del trabajo: acá pasaría media hora, este piso ha de fregarlo agachada. La idea de tener una empleada le dio a su vida un empujonazo de adrenalina. Comenzó a fantasear con las tareas que le indicaría, practicaba en su recorrido el tono que emplearía para explicarle las cosas

-Mirá, Marcela, estos pisos son de pino plastificado, no pueden limpiarse con cualquier producto, los haría pelota

-¡Marcela! Este piso vale más que tu vida

Alguien más estaría a disposición de la casa y el orden sería para ellas lo que los panes a Jesús. Suspiraba frente a  la imagen posible del altar reluciente, de las polleras planchadas con almidón y las cortinas, fieles guardianas de su cristiana intimidad, reluciendo de tan blancas, como la paloma del espíritu santo.  Más y más creía que había tenido una fantástica idea y ¡la gente del barrio! Ahora sí tendrían algo de qué hablar: Beatriz y su servicio, Beatriz y su casa reluciente ¡Gracias al señor!

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