De la iglesia la madre siempre volvía con nuevas ideas para la casa.
Alguna renovación en la decoración, en la ubicación de los elementos o,
incluso, en la rutina de la familia. Así, había decidido archivar todas las
copas de cristal de la abuela, que ocupaban el mueble del living, y, en su
lugar, construir un pequeño altar a la virgen desatanudos, luego de que el cura
del barrio diera una misa en su honor. Cuando el mismo cura, dos semanas
después, pidió por la salud del Papa, Beatriz vendió todas las copas de su
familia y mandó el dinero en un sobre al Vaticano. Y cuando, indignado, el
mismo cura habló del peligro del pecado entre los adolescentes, ella descosió
los ruedos de todas las polleras de sus hijas y nunca más se vio una rodilla
desnuda entrar o salir de aquella casa. Hasta que un día llegó con una idea
casi tan avasallante como la de Jesús: había que conseguir una empleada doméstica.
Todas las señoras de la iglesia tenían una y aseguraban que era la mismísima
salvación.
Dedicó varias horas del día siguiente a recorrer la casa, esquina por
esquina, en busca de espacios para ser limpiados, tomando nota de cada una de
las tareas y del detalle con el que debían ser realizadas. Examinó las
habitaciones que conocía hacía años, que habían sido envases para su vida, para
cada uno de sus recuerdos que ya se iban turbando en su cabeza. Con diligencia,
se deshizo de sus sentimientos y cada ambiente tomó el sentido del trabajo: acá
pasaría media hora, este piso ha de fregarlo agachada. La idea de tener una
empleada le dio a su vida un empujonazo de adrenalina. Comenzó a fantasear con
las tareas que le indicaría, practicaba en su recorrido el tono que emplearía
para explicarle las cosas
-Mirá, Marcela, estos pisos son de pino plastificado, no pueden
limpiarse con cualquier producto, los haría pelota
-¡Marcela! Este piso vale más que tu vida
Alguien más estaría a disposición de la casa y el orden sería para ellas
lo que los panes a Jesús. Suspiraba frente a
la imagen posible del altar reluciente, de las polleras planchadas con
almidón y las cortinas, fieles guardianas de su cristiana intimidad, reluciendo
de tan blancas, como la paloma del espíritu santo. Más y más creía que había tenido una
fantástica idea y ¡la gente del barrio! Ahora sí tendrían algo de qué hablar:
Beatriz y su servicio, Beatriz y su casa reluciente ¡Gracias al señor!
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