para nico
En la heladera había una docena de huevos, pero Lucía necesitaba sólo cinco. Se acercaba la Pascua y en la escuela los chicos iban a hacer sus propios huevos de chocolate vaciando los huevos de gallina. Sacó la huevera entera y se sentó a la mesa; ya sabía a quién iría cada uno de sus cinco. Uno a la abuela Celia, uno a cada uno de sus padres, uno a Anita y el último para Guido.
Eligió los huevos con cuidado y cuando llegó al quinto se detuvo. Sosteniéndolo entre el pulgar y el índice, lo examino por delante y por detrás. Su atención estaba sobre una mancha marrón que cubría la cáscara y sostenía tres plumas pequeñas. Lucía lo supo de inmediato: allí dentro crecía un pollito. Por suerte era domingo y pudo dedicarle a su empresa todo su tiempo. Salió al frente y juntó ramas, hojas y tierra, robó del placar una toalla sucia que la madre usaba para teñirse el pelo, encontró un recipiente redondo y firme. En tres horas había terminado el lugar donde crecería su pollito a salvo de todo peligro. Volvió a considerarlo y entendió que su amigo no estaría a salvo de su familia y menos aún de Palmiro a menos que encontrara un lugar propicio para poner el nido y, además, cubriera el espacio de advertencias contra cualquier amenaza.
Encontró un estante alto en el living, donde el perro no llegaría, le puso una lámpara cerca para que le diera calor y cubrió el mueble de carteles preventivos. Peligro, cuidado con el pollito, no tocar.
El experimento de los huevos en la escuela había sido un éxito. No se le había roto ni una cáscara y ahora sólo quedaba llevarlos a casa, enfriarlos durante un día en la heladera y pintarlos al día siguiente en la clase de arte. Los guardó con cuidado en un estante vacío de la puerta de la heladera y se fue a ver cómo crecía el pollito. Todo estaba bajo control; acomodó un par de hojitas sobre el nido, limpió el polvo que se le juntaba alrededor y, sosteniendo el huevo con los dedos, buscó la parte que no tuviera manchas y lo beso con la boca entera
-Te quiero
A la mañana siguiente, cuando Lucía encontró la huevera vacía, el llanto la dejó sin nada de energía. El chocolate había sido víctima de los atracones nocturnos del padre y no había quedado ni un solo huevo. Lucía corrió hasta el nido convencida de que incluso su pollito había sido víctima del ataque. Estaba a salvo, pero esto no basto para aplacar la ira de Lucia que, desconsolada, proclamo que no iría esa mañana a la escuela, que le daba vergüenza llegar sin los huevitos. Agarró una lupa y un cuchillo y se preparó para partir lombrices por la mitad para después mandarlas al hospital de bichos.
La madre concedió, tras una larga pelea con el padre en la cocina, que las chicas se quedaran en casa. Mientras, ellas desayunaban yogurt de frutillas. Durante la discusión, se escuchó al padre -La concha de tu hermana, ¡Lucía! -Mi hermana no tiene concha Y la risa estúpida de los padres, que nunca tenían razón. Anita termino el yogurt y se fue a la cama de nuevo, nunca se había sacado el pijama.
Los padres se fueron a abrir la zapatería, que volvía a cerrar a las seis. La habían llamado L.A. por sus hijas y la atendían de lunes a sábado. Lucia seguía en el fondo con las lombrices y Anita ya había salido de la cama para lavarles y cortarles el pelo a las Barbies en la pileta del baño. Cristina, mientras, limpiaba la cocina
-Hasta luego, señora
A las cuatro de la tarde, como era habitual, fue a la habitación de servicio a cambiarse, armo su bolso y se fue. Un rato más tarde, Lucia entro a la casa y encontró la cocina vacía y todo más ordenado de lo habitual. Dijo el nombre de Cristina y no tuvo respuesta, recorrió la casa buscándola.
-Anita, agarrá tus cosas
Arrastró una silla de la cocina hasta la repisa donde crecía su pollito, apago la lámpara que lo mantenía caliente, lo saco de nido con la mano entera y se lo guardo en el bolsillo del yoggin. Armaron una mochila con una frazada y dos bananas y salieron al patio delantero, cerrando la puerta de entrada de manera que no podrían volver a entrar. Sentadas sobre el pasto, Lucía envolvió en sus brazos a Anita y empezó a mecerla hacia los costados. Un rato largo se mantuvieron así hasta que Lucia rompió el silencio y, a ritmo de su propio movimiento, empezó a improvisar una larga canción sobre el abandono de los padres y cómo serían sus vidas a partir de ahora, huérfanas y solas en el mundo. Anita rompió en llanto y, hacia el final, Lucía también. Volvieron al silencio; Ana fue cayendo lentamente dormida y Lucía la siguió meciendo, recordando aquella vez que los papás se habían ido a trabajar a un bar que solían tener y se habían olvidado de darle su beso de las buenas noches. Ella, desde su cama, los había escuchado irse y no se había animado a bajar hasta que ya fue demasiado tarde. Hugo Chamorro se había quedado a cuidarlos y estaba sentado en el sillón mirando la tele. Cuando Lucía se acercó llorando desconsoladamente, Hugo la abrazó, la sentó al lado suyo y, mirándola fijo, le dijo
-¿Conoces la historia del matambre?
Esa vez, la historia de Huguito había logrado tranquilizarla, pero ahora no había ningún adulto a quien acudir y ella debía cuidar de su hermana. Los papás llegaron a las seis y cuarto, cargados de bolsas y cajas de zapatos -¡Parecemos gitanos! Repetía la mamá cada tarde en la cocina. Encontraron a las dos hijas tiradas en el pasto largo, cubiertas por una frazada de su habitación, profundamente dormidas. Estaban agarradas de la mano y Lucía apoyaba su cabeza sobre la mochila. Anita tenía la boca abierta y roncaba gravemente. Tuvieron que dejar todas las cajas para llevarlas, la madre levantó a la más chiquita y el padre a Lucía. Acostaron a cada una en su cama y volvieron a buscar el resto de las cosas.
Presas de un sueño de terror, las chicas no se levantaron hasta la mañana del día siguiente cuando tenían que ir a la escuela. Como siempre, tomaron el yogurt de desayuno y ni se habló del tema del día anterior. La mamá les anunció que la prima Roxana, hermana de Guido, se casaba la semana que viene y había pedido que ellas llevaran los anillos al altar. Lucía de inmediato se obsesionó con su vestido blanco y gordo como de reina. Desde el principio supo que ese día las harían dormir la siesta. Ambas dijeron que sí de inmediato. El papá las buscó por la puerta a la salida de la escuela y llevó a Lucía hasta la zapatería. El y Anita seguían camino a lo de Cifuentes a arreglarse una caries. Lucía bajó del auto corriendo, entro a la zapatería y no encontró a su mamás detrás del mostrados, siguió corriendo hasta atravesar la cortina de tiras de plástico del depósito donde, sin advertencia, chocó contra el cuerpo de Palmiro, pasando por encima de él y cayendo al piso de lleno. Lucía empezó a llorar mirando al techo, la madre vino corriendo y la quiso levantar; con la cabeza sobre su hombro, Lucía lloró durante un buen rato dando alaridos llenos de angustia. La madre debió volver al mostrador y ella se recostó a dormir en el fondo del depósito, entre cajas de zapatos que olían a cuero nuevo. Soñó que la cara se le inflaba como un globo hasta casi explotar. Cuando despertó, tenía el cuello inflamado.
En la guardia habían dicho que Lucía tenía paperas, que había que tenerla aislada en alguna habitación y que saliera poco y reposara mucho. Las paperas eran la peor enfermedad posible para una chica como Lucía, que odiaba el dolor.
Pasaron semanas sin que la enfermedad amainara y ella ya no aguantaba el encierro y el aburrimiento. Pasaba casi todas sus tardes con Cristina, mientras su hermana iba a la escuela y los padres atendían la zapatería. Lucía, desde el sillón o desde su cama, observaba a Cristina ir y venir con los guardapolvos del colegio recién lavados, con los platos que quedaban sobre la mesa después del desayuno, con un balde lleno de agua y lavandina. Usaba guantes rosas y andaba descalza. Con el frío que hacía, a Lucía no la dejaban nunca andar descalza como a ella le gustaba
-Pareces una india, decía la madre, siempre andando descalza
El día del casamiento de Roxana, Lucía todavía contagiaba. Anita y los papás habían podido ir y ella se había puesto el vestido blanco y le quedaba hermoso, decían todos. Lucía observaba la escena desde la cama, donde tenía que descansar siempre con su pijama, con un pañuelo al cuello que ya era como una tirita de tela, y todos los rulos despeinados, porque no se podía estar todo el día en la cama y mantener el pelo ordenado. La mamá y el papá tenían olor a perfume. Cuando cruzaron la puerta de entrada, un silencio triste cubrió la casa. Se escuchó el eco de los tacos de la madre hasta que desapareció y entonces nada.
Lucía estaba en la cama y veía a Cristina pasar por la puerta a cada rato.
-¿Estás bien Lucía?, le preguntó una vez que se acercó a la puerta. Lucía la miró con la cabeza apoyada en la almohada, sin responder. Cristina se fue acercando lentamente hasta sentarse al costado de la cama, acercó su cara a la de Lucía y le tocó la frente con la palma de la mano. Lucía sacó los brazos de debajo de las sábanas y la agarró por el cuello de la camisa
-¿¡Por qué?! ¿Por qué?, y lloraba con su cara que se iba poniendo roja e inflada como un globo. La movía a Cristina de adelante para atrás. Lucía gritaba y lloraba con más y más fuerza. Cristina la agarró con fuerza de las manos y la tiró para atrás sin soltarla. Sobre el regazo de Lucía vio el líquido viscoso de la clara del huevo y una yema reventada que empezaba a colarse por las arrugas de las sábanas. La cascara aplastada estaba hecha pedacitos por todos lados.
-Lucía, ¿qué despelote es este?, le preguntó en tono no amigable. Lucía, más herida aún frente a esta indiferencia, se encogió de hombros y siguió llorando. Cristina la tomó del brazo y la sacó de la cama de un tirón. Mientras cambiaba las sábanas, mascullando quejas, Lucía la observaba desde la cama de Anita. Cristina, que no era ni mamá ni papá ni nada, claro que no podía entender lo que le pasaba ni qué despelote era ese. Lucía, que no había podido celebrar ni pascua, ni el casamiento ni en nacimiento del pollito que había cuidado, caminó silenciosa hasta la puerta de calle y salió. Iban a ver, ahora ella iba a abandonar a todos los demás.
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