Cuando empezó la primaria, Lucía fue a la escuela 3.
La directora era su tía Agustina, pero casi no se veían en las horas de clase.
Para ir a la escuela tenía que usar un guardapolvo blanco sobre la ropa. Para
ella, había uno de varón que era el tableado y uno de mujer que era el que
tenía bolados en el cuello. Lucía tenía de los dos, y cuando le tocaba ir con
el tableado sentía una oculta y resentida vergüenza de ser peor que los demás.
El primer día de clase, el padre la filmó formando
fila. Tenía el guardapolvo de nena y la mochila colgada a la espalda. El pelo
corto y recto justo por encima del hombro y un flequillo. Le agarraba la mano a
Silvina. El lunar en la cara de Silvina brillaba negro oscuro como nunca. Apareció
de repente frente a todos los alumnos la tía Agustina, saludó y dijo unas
palabras gritando. Después todos se pusieron a cantar el himno y Lucía escuchó
con atención porque ya le habían hablado de esta canción y no quería ser como
era una tía que ella había escuchado decir a la tía Agustina que era una
ignorante y no sabía bien la letra. Sorprendida frente a la longitud del himno,
Lucía se preocupó; hacia las últimas estrofas, su semblante había cambiado. Ya
no sonreía y apretaba la mano de Silvia con miedo.
Delante de Silvina en la fila de primer grado estaba
Paola. Las hacían formarse de menos a más alta. Cuando le preguntaban a Lucía
con quién se iba a casar de grande, ella respondía siempre:
-Con Paola
Paola pasaba los fines de semana en casa de su
abuela, donde, según luego contaba ella los lunes a la mañana, había una jirafa
cuyo cuerpo estaba en el jardín de atrás, pero que su cabeza estaba adentro de
la casa, atravesando una ventana del segundo piso, permitiendo que Paola y su
hermanita se tiraran por su cuello como
en un tobogán, en vez de tener que bajar por las escaleras. Cuando las llamaban
a comer o cuando era hora de irse, por ejemplo.
Lucía pasaba los fines de semana con sus primos, los
hijos de la tía Agustina. Ella era la más grande del grupito y la que más ganas
de inventar juegos tenía siempre. En una época se habían divertido atando a
Cocó, el conejo de peluche de Anita, a una soga y tirándolo por un agujero en
la escalera para asustar a las visitas. Nunca habían logrado asustar a nadie y
la mayoría de las veces había fallado el nudo de la soga al cuello del conejo.
Ahora a Lucía le interesaban más los experimentos que otra cosa. Los fines de
semana agarraban algunas bolsas de consorcio del lavadero y se ponían en
marcha. Cada domingo se empezaba algo nuevo o se revisaba el que se había
dejado en reposo la semana anterior. El domingo antes del primer día de clases,
se juntaron los papás a jugar a las cartas en lo de Lucía y los chicos
decidieron que el último experimento ya habría de estar listo. El sábado
anterior, bajo órdenes de Lucía, cada uno había hecho caca, por turnos, en la
misma bolsa de residuos. Al resultado lo
habían mezclado con baba de Palmiro y pasta de dientes. Habían cerrado la bolsa
con dos nudos y la habían dejado reposando debajo de la cama de los padres, que
era el punto elegido para los experimentos.
A estas cosas sólo podía jugarse con los primos,
eran los únicos siempre dispuestos a obedecer y a respetar el secreto del
grupo. Con las amigas era distinto, cuando venían las amigas a casa, jugaban a
hacer recetas como mezclar chocolatada con agua, y comerlas a cucharadas.
Cuando Lucía cocinaba chocolate con Silvina, no paraba de mirarle el lunar y
pensaba que casi parecía una mancha de chocolate en su cara.
Iban más o menos igual cantidad de veces a su casa
Paola y Silvina. A veces venían juntas, pero a la mamá de Lucía no le gustaban
las visitas y Lucía se ponía incómoda y le daban ganas de llorar. Los papás
aceptaban que las visitaran amigas, sobre todo en invierno cuando nevaba y no
había mucho para hacer. Pero, por ejemplo, si los papás llegaban tarde a
buscarla, el primer tema de conversación tras cerrar la puerta era sobre cuán
desubicada es la gente con el tiempo de uno y, si Lucía preguntaba si la amiga
se podía quedar a dormir, el padre decía directamente que no y la madre no se
guardaba los comentarios acerca de cuan pesada era la vida.
Por esto es,
también, que Lucía prefería jugar con los primos el fin de semana. No había
horarios ni que pedir permiso para nada, los padres estaban distraídos con los
tíos y Lucía y su clan se sentían más libres para jugar a sus anchas. Ella
igual recordaba, cada tanto, el lunas de Silvina y la jirafa de la abuela de
Paola, pequeños tesoros que guardaba de sus amigas a la distancia.
El experimento con la caca de todos había sido un
fracaso rotundo y había terminado en una gran discusión con los padres, que lo
habían descubierto por culpa del olor que empezó a largar la bolsa (a pesar de
los dos nudos que le había hecho Lucía) a partir del cuarto día debajo de la
cama.
Tuvieron que cambiar de juego de nuevo. Casi
naturalmente, empezaron a preparar obras de teatro. La novedad de la primaria
eran los actos donde los chicos actuaban, montaban escenografías e, incluso,
cantaban. Lucía, que tenía un amor nato por la actuación, recolectó por la casa
todo lo que les podía servir: viejos disfraces del jardín, alhajas que la mamá
le dejaba tomar prestadas y hasta un rouge marrón casi seco al que le quedaba
una puntita.
Iba guardando todo en unos cajones de mimbre que
había en la habitación que compartía con Anita. El rouge había decidido
guardarlo en otro lado; Anita era muy descuidada todavía como para compartirlo
con ella. Pensaban en montar un espectáculo en el living, cobrar unos pesos de
entrada y, con las ganancias, comprar más disfraces y pinturas.
El primer fin de semana de teatro se pasó volando y
no llegaron a armar nada para los padres. Ni Lucía ni los primos se
impacientaron.
Como ya era invierno, cuando Lucía llegaba a casa de
la escuela, casi todo lo que había hecho se le olvidaba, se acordaba sólo de la
maestra de lengua que los retaba por meterse el dedo en la nariz para sacarse
los mocos congelados que dolían:
-Se les van a abrir los agujeros por donde respiran
y ¡ojo!
En esa época nunca tenía tarea, entonces subía a su
habitación, se ponía el pijama y bajaba a merendar. Después agarraba el
costurero del lavadero, se encerraba en la habitación de los papás con la tele
encendida y, sentada en medio de la cama enorme, cosía prendas. Algunas veces
cosas para ella misma y otras para sus muñecas.
No extrañaba los juegos del fin de semana, sabía que
volverían y había un tiempo para estar sola y otro para los primos y otro para
las amigas de la escuela. Este era su momento de estar sola. Aunque algunas
veces, cuando pasado un rato de estar cosiendo se metía en la cama a dormir la siesta,
llegaba otro primo que no era del grupo. Guido era sobrino de su papá y, aunque
los conocía a Pipi y a Fede, no tenía nada que ver con ellos. Con Guido, Lucía
charlaba cosas serias de su vida y paseaban juntos por horas; no eran los
mismos juegos del grupito y ni siquiera de las amigas de la escuela. Guido era
sólo de Lucía y viceversa.
Entonces, durante esas tardes, la mayoría de las
veces no venía, pero alguna sí. Entonces se sentaba en el borde de la cama, o
sobre el piso, con los brazos y la cabeza apoyados sobre el borde de la cama, y
charlaba durante un rato largo con Lucía. Muchas veces miraban películas ahí
nomas, en la tele gigante.
El viernes a la tarde, ya terminadas las clases,
Lucía llegó a casa, se encerró en la habitación de los padres sin merendar, se
sacó toda la ropa y se metió en la cama. Durmió una siesta de tres horas y tuvo
un sueño en el que unos gusanos enormes, más altos que ella, la perseguían por
un edificio sin paredes. Lo interrumpió Guido, le hacía cosquillas en la planta
del pie. Lucía pasó unos segundo en el limbo entre el sueño y la vigilia y,
cuando esta llegó, lo primero que le vino a la mente fue su desnudez. Tuvo
miedo de que Guido le dijera de ver una película, entonces ¿cómo saldría de la
cama sin decirle nada antes?
-¿Y cómo te fue hoy en la escuela?
-Bien, me volvieron a retar por lo de los cien
pesos…
El la miró fijo sin decir nada. Tenía un lunar
negro, como el de Silvina, pero al costado de ojo.
-¡Guidooo!, lo llamaban de abajo. Salió rápido sin
decir nada.
Lucía cerró los ojos para volverse a dormir. Sabía
que Guido no la iba a volver a despertar. Cuando volvió al limbo entre el sueño
y la vigilia, se le ocurrió una idea clave.
El sábado Lucía se levantó en su cama y supo dónde
encontrar la filmadora de su papá. La última vez que a había visto era cuando
el papá la filmó el primero día de clase. Cuando volvieron a casa, lo vio
cuando la guardaba en el placar del pasillo del living.
Los primos llegaron con novedades. A Fede lo habían
expulsado de la escuela por una semana; los tíos estaban furiosos. Fede entró a
la casa callado y cabizbajo. Recién cuando se encerraron todos los chicos en la
habitación logró soltarse. Entonces andaba y reía como si nada. Lucía ya tenía
todo preparado: los disfraces, la cámara, la escenografía. Había puesto los
sillones en fila y colgado unas sábanas de fondo. Esperaba que todos tuvieran
objeciones a la nueva idea, pero sabía que podría con ellas.
-Fede, vos ponete el tutú azul. Pipi, vos acá, Anita
¡Anita!
Y pronto estaban todos informados de sus papeles y
sus líneas. Fede era el primero y tenía que aparecer con el tutú azul bailando
entre los sillones. Era una toma difícil porque Fede se negaba a bailar y más
bien saltaba o caminaba entre los sillones y esto para Lucía no iba bien con la
idea. Entonces se le ocurrió poner música. Encendió el reproductor de cds y
apretó play; estaba puesto un disco de Queen.
Entonces Lucía se sacó las sandalias y se subió a
los sillones ella también.
-¡Mirá Fede! ¡Mirá!
Y bailaba, giraba sobre su eje, moviéndose sobre los
almohadones, rodaba por sobre los respaldos y pegaba saltos de sillón a sillón.
Estiraba los brazos y los usaba para equilibrarse cuando, cada dos por tres,
los pies se le hundían en lo mullido del sillón.
Fede la miraba sentado sobre un respaldo contra la
pared. Lucía lo agarró del brazo:
-¡Anita! Subí el volumen
Y entonces sí se pusieron a bailar todos, y Fede,
como una mariposa, levantó vuelo entre los sillones y los respaldos y los
volados de su tutú revotaban con sus saltos, y los brazos, tan gráciles como
los de Lucía, iban de acá para allá. Lucía corrió agitada a levantar la cámara:
-¡Dale, dalee!
Y Fede seguía, preso del frenesí, y Pipi y Anita lo
acompañaban desde los costados, moviendo las cabezas y los pies, dando vueltas
en el rincón. Todos reían sin aliento.
Lo que siguió sucedió sin advertencia y Lucía pudo
filmarlo todo. El tío Seco abrió la puerta, apagó la música de un sopapo al
reproductor y bajó a Fede del sillón tirándole de la oreja con una mano que
parecía más grande y fuerte que la cabeza del primo. Cuando iban a cruzar la
puerta, el tío lo empujó hacia adelante y le pegó una patada en el culo con el
pie entero y una zapatilla gigantesca. Se lo escuchó gritar recién cuando
llegaron a la escalera. Lucía apagó la cámara y se encerró en su habitación a
llorar. Pronto los tíos habían levantado campamento y se habían ido a casa,
enojadísimos. Anita estaba abajo mirando la tele y Lucía seguía en la
habitación, angustiada ante el fracaso de su idea y la ira de su tío; nunca
nadie le había inspirado tanto miedo.
Entonces entró la mamá a la habitación y la encontró
sentada en el piso. Lucía le preguntó por qué se había enojado tanto el tío
Seco y la mamá le explicó. Que hay cosas que son de nenas y cosas que son de
nenes, que las cosas no se mezclan, que hay un mundo de las hijas y las mamás,
uno de los hijos y los papás y que están las amigas y los novios. Por momentos
parecía irse por las ramas y hablar de cosas que ella sola entendía, no era
porque Lucía fuera chica. Le costó seguirle el hilo a su madre, pensó entonces
un rato en Paola, después en el lunar de Silvina. Pero no dijo nada, su madre
seguía hablando. Decidió que a partir de entonces, cuando le preguntaran con
quién se casaría, diría siempre que con Guido.

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