18 de noviembre de 2013

la clase de piano


Lucía nunca había tenido abuelos. Es decir: habían existido alguna vez unos hombres que fueron padres de su madre y de su padre, pero no sucedería que existieran al mismo tiempo en el mismo mundo ellos y su descendiente. Y durante muchos años vivió con esa parte amputada, sin sentir casi su ausencia. Ni sus padres ni las abuelas hablaban de aquellos hombres y Lucía, que era distraída con lo que no le interesaba, no daba cuenta del concepto de abuelo. Iba a las casas de sus amigos y veía a los viejitos buenos con bastón. Siempre actuaba como si entendiera lo que pasaba alrededor.
La abuela Celia, la mamá de su papá, no tenía ni una foto del abuelo Oscar. Cuando los primos más grandes le preguntaban a Celia por las actividades y los gustos del abuelo, ella respondía:
-¿Ese? Pintaba cuadros
Y, frente a la insistencia de los primos por recuperar algo más de sus antepasados, Celia llevó un día al almuerzo de los domingos un bastidor enorme forrado en papel madera. Los primos rompieron el papel y encontraron una pintura de un paisaje hecho con trazos gruesos y una paleta de colores infantiles. La colgaron en el despacho de la abuela, nadie quería quedársela en su casa. No era sólo que la idea de ver esa imagen todos los días era aterradora sino que ninguno de los hijos de Oscar quería tenerlo tan presente. Gracias a él y sus diferencias con Celia, los dos hijos varones habían terminado el colegio en Liceos militares y la hija había estado internada de pupila en una escuela en Buenos Aires. La abuela vivía en Ushuaia, el abuelo en Capital Federal; sus hijos, por todos lados. Además, le había robado mucha plata a la abuela y la había engañado con su mejor amiga. Estas y otras pocas cosas eran las que sabían Lucía y sus primos acerca de Oscar. La longevidad de Celia la había convertido en la autoridad de la historia familiar.
Lucía había luchado con insistencia por que el cuadro, que a ella le encantaba, se quedara en su casa. El papá dijo que no recalcitrantemente y como si ese pedido le molestara más que cualquier otro.
Lucía sabía que a su padre le gustaba decir que no, especialmente a ella. Su libertad y su deseo estaban siempre subyugados a ese capricho.
-Ojalá fuera hija del tío Jorge

El otro abuelo, el papá de su mamá, se había llamado Eusebio. De este sí que Lucía no había escuchado palabra en su vida. Es que él y la abuela Aurelia se habían llevado muy mal, se peleaban todo el tiempo y él, 40 años mayor que ella, había muerto justo el año en que Lucía nació. Sólo que él murió en el Chaco y ella nació en el sur.
El abuelo Eusebio había nacido en San Sebastian, en el País Vasco o Euskalerria, como lo hubiera dicho él. Hijo de una bruja y un molinero, había tenido ocho hermanos varones. Al momento de la guerra civil española, tres de sus hermanos y él se unieron a las tropas de los rojos mientras otro se unió a la falange, sólo para terminar siendo un héroe de guerra con hospitales y calles que llevaron su nombre.
Eusebio y sus tres hermanos se encontraron heridos y agotados en El Puerto de Santa María, al sur de España y decidieron dejar el país. Tres veces se subieron ilegalmente a un barco que zarpaba hacía Argentina y, en la tercera, sólo Eusebio lo había logrado. Llegado a la Argentina, había viajado al norte hasta llegar al Chaco, donde consiguió trabajo en un aserradero y dedicó sus días más felices a formar parte de una banda de bandidos rurales. Robaban trenes, carruajes, almacenes y bancos y repartían el dinero entre ellos y la gente del pueblo que los ayudaba a guardar el secreto. La policía lo había estado buscando desde un principio; cuando uno de sus hermanos, Alejandro, había logrado llegar a Buenos Aires a reencontrarse con él, no pudo ni registrarse en un hotel bajo el mismo apellido sin que aparecieran tres oficiales a interrogarlo. Por suerte, sabía menos que ellos acerca del paradero de su hermano e incluso fueron ellos quienes le brindaron información a él acerca de la posibilidad de que Eusebio estuviera en el Chaco. Cinco meses más tarde, cuando Alejandro encontró a Eusebio en el aserradero en medio del Bosque Impenetrable, le pregunto:
-¿Sabes quién soy?
-Pues no, pero te pareces mucho a mi padre

Y acompañó al último abrazo de los hermanos el ruido de los árboles meciéndose y el canto de los pájaros haciendo eco entre las hojas. Eusebio luego fue a la cárcel por muchos años y, cuando salió, se casó con Aurelia y tuvo doce hijos e hijas, una de las cuales fue la madre de Lucía.

Mientras todos creían haberse deshecho de ambos abuelos y sin que nadie lo supiera porque nadie la conocía bien, Lucía llevaba en sí misma la sensibilidad y la maldad de su abuelo paterno y el salvajismo de su abuelo materno. Tenía la mirada de uno y las manos largas y flacas del otro.

Fue por esas manos que los padres decidieron mandarla  a clases de piano. Vivían en Buenos Aires cuando Lucía tenía cinco años. En una casa en Olivos, con un jardín en el fondo donde siempre vivían los conejos. Lucía y Anita ya habían tenido como cinco, todos habían muerto quemados escondidos detrás de la parrilla.
Las clases de piano para los chicos de su edad se daban los lunes y jueves en la calle Dorrego 2114, a diez cuadras de lo de Lucía. El papá siempre la llevaba en el auto, la mamá no manejaba porque en Buenos Aires le daba un ataque de nervios terrible. A las dos horas la iban a buscar.
A Lucía no le gustaba el momento de llegar ni el de irse. Ambos eran momentos de aclimatamiento y ella disfrutaba más de los momentos intensos del medio, cuando ya estaba cómoda y metida de lleno en lo que hiciera. En la clase de piano, disfrutaba como nada la hora de practicar la canción de la semana, cuando podía empezar a tocar desenfrenada sin ser interrumpida para corregir errores. Entonces tenía la libertad de equivocarse de tecla con el dedo chiquito, de repetir dos veces la misma vuelta, de acelerar o bajar la velocidad y sentir realmente el ritmo de sus dedos largos y flacos hechos pura música.
El resto del tiempo de la clase se pasaba haciendo ejercicios de relajamiento, de ritmos y compases. Lucía prestaba mediana atención a estos momentos. Por lo general se distraía viendo las manos de sus compañeros. Como a ella siempre le decían todos que tenía tan hermosas manos, ay, Lucía, qué dedos más largos y flacos, y ella no sabía de dónde los había sacado, miraba a su alrededor a ver si los había copiado de alguno de sus compañeros. Los miraba marcando el ritmo, cocando el puño de una mano contra la palma de la otra, riendo y cantando. Los veía también cuando a los demás les tocaba interpretar la canción de la semana. Todos escuchaban a todos. Y Lucía miraba en las manos, los dedos, que se movían todos distintos; algunos llegaban hasta el final de las teclas blancas, escondiéndose detrás de las negras, otros tocaban con apenas el dígito la punta del teclado. Había dedos de todo tipo y algunas veces no coincidían con sus dueños: dedos gordos y cortos pertenecían a un chico alto y chupado. Algunos venían sucios y pegajosos desde la escuela y otros, incluso, tenían las cinco uñas de cada mano negras con mugre.

Lucía observaba sin juzgar, esperando su momento amado. Durante los últimos cuarenta minutos de la clase, la complicidad de la música se iba deshaciendo, el universo que los juntaba comenzaba a desaparecer y el hecho de estar ahí, en una casa ajena, cuando ya se iba haciendo de noche parecía una molestia al menos, o una intrusión. Cuando ya habían guardado los instrumentos y debían sentarse en ronda a esperar, Lucía rogaba que sus padres no llegaran últimos. Nadie quería ser el último en irse, las maestras empezaban a ponerse incómodas y, a pesar de sus esfuerzos por disimularlo, se les notaba. Una iba, prendía las hornallas, empezaba a picar cebollas o morrón, dependiendo de la cena, la otra encendía la radio y se sentaba en una silla cerca de Lucía a leer una revista. No es que ella quisiera ignorarla, es que a Lucía le daba tanta vergüenza que se hacía la dormida cuando sus papás tardaban en llegar. Si hubiese estado despierta, las dos maestras hubiesen estado, de seguro, charlando con ella hasta que llegara alguien.

Una tarde de lunes, el papá estaba haciendo un trámite en la capital que se demoró más de lo esperado. Desde un teléfono público había llamado a la mamá para avisarle que no llegaría a buscarla a Lucía, pero no pudo encontrarla nunca.
Mientras tanto, en el jardín, Lucía juntaba sus cosas para meter en su mochila, todos sus compañeros estaban en la clase y algunos recién terminaban de tocar. Era temprano aún. Los pocos que tenían las cosas ya guardadas, iban formando un cuarto de ronda en el medio de la sala. Las maestras cantaban canciones alusivas, incentivándolos a ordenar y a quedarse tranquilos. A Lucía le habían sobrado unas cuantas galletitas y compartía el paquete con dos de sus compañeras. Se sentaron una al lado de la otra en la ronda
-El otro fin de semana yo voy a patinar sobre hielo con mi hermana y mis primos
Una de las pocas pistas de patinaje sobre hielo que había en Buenos Aires quedaba a la vuelta de lo de su abuela Celia.
- ¿Podemos iiir? Preguntó una que no se animaba a ir a ningún lado sola. La otra, que estaba siendo auto invitada a la casa de Lucía por una tercera con la que casi no se conocía, miraba para el costado haciéndose la tonta. Lucía aseguró que sí, con miedo porque su papá respondería que no y porque su mamá odiaba las visitas y a cualquier persona ajena a la familia. Sabía que nunca irían y que, si fueran a ir, Lucía la pasaría terriblemente mal intentando alivianar la tensión entre sus padres y las chicas, ajenas a su familia y, por ende, molestas e intrusas.
Primero llegó el papá de la que se invitaba sola, entonces Lucía se quedó con la callada que no era tan divertida. Compartieron un par de galletitas más y las vinieron a buscar a ella también. Lucía se quedó aislada de la ronda, sin nadie a ninguno de sus lados. Pronto casi todos los chicos se habían ido y quedaban ella y Manuel, que estaba sentado en una esquina sin prestarle atención. Lucía entonces abrió su mochila, sacó su cuaderno pentagramado y su lápiz y empezó a dibujar. Le gustaba hacer la nota do, que era como un plato volador. La dibujaba sobre cada línea y flotando por debajo y por encima del pentagrama.
Recién en aquel momento, la madre llegó a atender el teléfono:
-No llego a la clase de piano, dijo rápido el padre

En la sala de música sonó el timbre y Lucía alzó la cabeza como para escuchar quién era. Rogaba que fuera su papá, Manuel seguía haciendo su vida en la esquina de la habitación. La pared del pasillo no le permitía ver directo hacia la puerta, pero sí podía oír a las personas saludarse y anunciarse. Siempre reconocía el saludo tímido de su papá hacia la maestra.
Escuchó la voz de un hombre grande, no era para ella. Escuchó que la maestra le decía que esperara un segundo y entró y se acercó a la otra:
-Dice que es el abuelo de Lucía, le dijo en voz baja
Lucía abrió grandes los ojos y para que nadie se diera cuenta, metió la cabeza entre las hojas de su cuaderno. Las líneas del pentagrama se veían enormes tan cerca de sus ojos y los dos dibujados con lápiz bailaban frente a su mirada.
El corazón le latía fuerte y respiraba con emoción. Pensaba en todo a la vez: ahí estaba su abuelo el pintor, ahora le mostraría sus dibujos y también sus dedos largos y flacos, le podría decir que a ella le gustan los colores de su cuadro y que nunca la habían querido llevar al Chaco porque era muy lejos y hacía mucho calor, pero en Buenos Aires también y ahí estaban igual. Quizás el abuelo tocaba el piano también y seguramente entendía por qué a Lucía simplemente no le gustaba tanto estar con todas las otras personas, sino sólo con algunas y, en especial, en los momentos de intensidad, no en los de antes ni en los de después. Finalmente: esto era el abuelo, esta era su voz, por primera vez sentía al miembro ausente.
Tras un rato de secretear, la maestra volvió a la puerta, Lucía la escuchó:
-Señor, disculpe, no podemos dejarla ir sin una autorización de los padres

El señor pegó unos gritos insultando a la maestra.
-Señor, retírese o voy a llamar a la policía
Recién entonces, Lucía dejó su cuaderno y su lápiz en el piso y corrió hasta la ventana de la sala. Alcanzó a ver al hombre de espaldas; era alto, encorvado y llevaba un traje negro, como un cuervo gigante. Se subió a un auto reluciente y cerró de la puerta de un portazo. Entonces bajó el vidrio apenas, no podía vérsele la cara por el polarizado, pero se lo escucho gritar algo que hizo a Lucía tirarse sobre su panza al piso y empezar a llorar con desconsuelo.
Seguía así cuando reconoció la voz de su madre desde la entrada.
-Lucía, te vienen a buscar

Manuel seguía en la esquina de la sala, en la suya.
-Chau, Manuel, le dijo sabiendo que no recibiría respuesta.
Cuando Lucía había atravesado el rayo de luz del pasillo y caminaba al encuentro con su madre, la maestra la frenó agarrándola por los hombros con ambas manos, como cariñosamente; le dio un beso en la frente y la dejó ir sin decir nada.

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