3 de diciembre de 2013

los testigos de jehová

Piano Concerto No. 5 in E by Ludwig van Beethoven on Grooveshark

Habían llegado a Buenos Aires finalmente y se quedaban los quince días en la casa de la abuela Celia.
A Lucía le tomó más de media hora recorrerla entera. Cuando estaba arriba, en la habitación principal, le dio la sensación de que nunca más encontraría a su familia en aquel laberinto.  Terminó de recorrer los baños y los pasillos con una ansiedad nerviosa que la abandonó recién cuando pudo escuchar las voces en la cocina. La abuela le mostraba a Anita la alacena grande como una habitación, llena de comida, gaseosas y golosinas. En la casa de la abuela se respetaban las cuatro comidas diarias. Había dos heladeras y el congelador de uno estaba lleno de helados. A Lucia le gustaban especialmente los de agua.
Además de las hamacas y la calesita en uno de los jardines y la pileta en el otro, los canastos de juguetes rebalsaban de disfraces y juegos de mesa.  Las chicas esto las atrajo en un principio, pero luego, la inmensidad de la casa y el lujo ostentoso de los elementos que reunía las absorbió por completo, obligándolas a abandonar los juguetes de la abuela para siempre. Ya no quería usar tutú azul o trajes de princesa, querían explorar el mundo de los cristales de las arañas que colgaban de los techos y sus mágicos poderes, querían recorrer de punta aquella mansión y sacar a la luz todos sus secretos. Empezaron por los lugares que más despertaban su curiosidad: las habitaciones de las empleadas, todas con sus baños de porcelana elegante. Revisaron las carteras de Elsa, fumaron de mentira sus cigarrillos, se pusieron sus guantes de cuero. Encontraron, en una mesita de luz, el tejido a crochet de Edith. Tejía sin parar y le regalaba todos sus trabajos a la abuela: la casa tenia manteles, cubrecamas y hasta apoya vasos hechos a crochet por Edith. Las hermanas pasearon por los pasillos y escaleras de servicio, usaron todas las máquinas y pesas del gimnasio, se probaron todos los vestidos y usaron todos los pintalabios de la abuela y hasta se dieron un baño en cada una de las bañaderas. En el lavadero, último rincón de la casa, armaron su centro de experimentos. En un rincón escondieron cristales sueltos, algunos jabones y galletitas que fueron robando de la cocina. Cuando la abuela descubrió el rejunte, les prohibió a las dos ir al rincón de las nenas buenas por una semana
-¿Y la caja de Pandora?
-¡Tampoco!
La casa de la abuela Celia, donde hasta entonces todo había sido posible, perdió un poco de su encanto.
Si bien había esperado este viaje con ansias, a Lucía Buenos Aires la hacía sentir mal. El calor la mantenía en un estado constante de molestia y angustia. Cuando salían de la casa de la abuela, no podía esperar para volver porque todas las actividades se le volvían engorrosas y pasaban mucho más tiempo en el auto de lo que estaba acostumbrada. Las siestas de Lucia se fueron volviendo más y más largas. Anita sufría por un mal de ansiedad insoportable: no podía quedarse un minuto quieta y acaparaba toda la atención de los padres. Lucia se encontraba muchas veces aburrida en aquella soledad, sabía que su hermana no necesitaba tanta atención para sí misma, sino que disfrutaba mucho de quitarle atención a ella y hacerla sentir que podía sacarle cualquier cosa. Había una sensación de revancha en todo lo que hacía.
Lucía dormía sus siestas especialmente en los viajes largos en auto y en los finales de las visitas a los tíos. Un sueño profundo la  vencía y se acostumbró a dormirse escuchando a la gente hablar, ir y venir y reproducir, en su imaginación, el detalle de los eventos más pequeños. La tía preparaba el mate, el agua hervía, la mamá se levantaba para  ir al baño. Todos los sonidos se mezclaban en su sueño profundo. En alguna de esas siestas, Lucía soñó con los enanos verdes del garaje de la abuela Celia.
Lucía no podía entender que dos personas que eran sus abuelas pudieran ser tan distintas. La casa de la abuela Aurelia era vieja y quedaba en San Martín. Para ir al baño había que usar un balde porque el sistema del inodoro no funcionaba. Las paredes de afuera de la casa eran de mil piedritas plateadas que brillaban cuando les daba el sol. Tenía un solo piso y, en vez de jardín, un patio de azulejos con una escalera angulosa que llevaba a una terraza donde daba el sol todo el día. Algunas veces, la abuela Aurelia tenía un perro en la terraza, nunca era el mismo. Ella los encontraba en la calle y se encargaba de encontrarle un hogar. La mamá decía que como la abuela era Testigo de Jehová conocía a mucha gente que podía llegar a querer adoptar un perrito.  Por las tardes tomaban jugo y miraban, en un televisor pequeño y de imagen borrosa, el chavo del ocho. A veces se metían con Anita en un balde de metal en el patio y a abuela lo llenaba de agua con la manguera.
Toda la familia de la madre llevaba un gesto de tristeza en el rostro, así se estuvieran divirtiendo. A Lucía verlos a la cara la ponía triste también.

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