Habían llegado a Buenos Aires finalmente y se
quedaban los quince días en la casa de la abuela Celia.
A Lucía le tomó más de media hora recorrerla entera.
Cuando estaba arriba, en la habitación principal, le dio la sensación de que
nunca más encontraría a su familia en aquel laberinto. Terminó de recorrer los baños y los pasillos
con una ansiedad nerviosa que la abandonó recién cuando pudo escuchar las voces
en la cocina. La abuela le mostraba a Anita la alacena grande como una
habitación, llena de comida, gaseosas y golosinas. En la casa de la abuela se
respetaban las cuatro comidas diarias. Había dos heladeras y el congelador de
uno estaba lleno de helados. A Lucia le gustaban especialmente los de agua.
Además de las hamacas y la calesita en uno de los
jardines y la pileta en el otro, los canastos de juguetes rebalsaban de
disfraces y juegos de mesa. Las chicas
esto las atrajo en un principio, pero luego, la inmensidad de la casa y el lujo
ostentoso de los elementos que reunía las absorbió por completo, obligándolas a
abandonar los juguetes de la abuela para siempre. Ya no quería usar tutú azul o
trajes de princesa, querían explorar el mundo de los cristales de las arañas
que colgaban de los techos y sus mágicos poderes, querían recorrer de punta
aquella mansión y sacar a la luz todos sus secretos. Empezaron por los lugares
que más despertaban su curiosidad: las habitaciones de las empleadas, todas con
sus baños de porcelana elegante. Revisaron las carteras de Elsa, fumaron de
mentira sus cigarrillos, se pusieron sus guantes de cuero. Encontraron, en una
mesita de luz, el tejido a crochet de Edith. Tejía sin parar y le regalaba
todos sus trabajos a la abuela: la casa tenia manteles, cubrecamas y hasta
apoya vasos hechos a crochet por Edith. Las hermanas pasearon por los pasillos
y escaleras de servicio, usaron todas las máquinas y pesas del gimnasio, se probaron
todos los vestidos y usaron todos los pintalabios de la abuela y hasta se
dieron un baño en cada una de las bañaderas. En el lavadero, último rincón de
la casa, armaron su centro de experimentos. En un rincón escondieron cristales
sueltos, algunos jabones y galletitas que fueron robando de la cocina. Cuando
la abuela descubrió el rejunte, les prohibió a las dos ir al rincón de las
nenas buenas por una semana
-¿Y la caja de Pandora?
-¡Tampoco!
La casa de la abuela Celia, donde hasta entonces
todo había sido posible, perdió un poco de su encanto.
Si bien había esperado este viaje con ansias, a Lucía
Buenos Aires la hacía sentir mal. El calor la mantenía en un estado constante
de molestia y angustia. Cuando salían de la casa de la abuela, no podía esperar
para volver porque todas las actividades se le volvían engorrosas y pasaban
mucho más tiempo en el auto de lo que estaba acostumbrada. Las siestas de Lucia
se fueron volviendo más y más largas. Anita sufría por un mal de ansiedad
insoportable: no podía quedarse un minuto quieta y acaparaba toda la atención
de los padres. Lucia se encontraba muchas veces aburrida en aquella soledad,
sabía que su hermana no necesitaba tanta atención para sí misma, sino que
disfrutaba mucho de quitarle atención a ella y hacerla sentir que podía sacarle
cualquier cosa. Había una sensación de revancha en todo lo que hacía.
Lucía dormía sus siestas especialmente en los viajes
largos en auto y en los finales de las visitas a los tíos. Un sueño profundo
la vencía y se acostumbró a dormirse
escuchando a la gente hablar, ir y venir y reproducir, en su imaginación, el
detalle de los eventos más pequeños. La tía preparaba el mate, el agua hervía, la
mamá se levantaba para ir al baño. Todos
los sonidos se mezclaban en su sueño profundo. En alguna de esas siestas, Lucía
soñó con los enanos verdes del garaje de la abuela Celia.
Lucía no podía entender que dos personas que eran
sus abuelas pudieran ser tan distintas. La casa de la abuela Aurelia era vieja
y quedaba en San Martín. Para ir al baño había que usar un balde porque el
sistema del inodoro no funcionaba. Las paredes de afuera de la casa eran de mil
piedritas plateadas que brillaban cuando les daba el sol. Tenía un solo piso y,
en vez de jardín, un patio de azulejos con una escalera angulosa que llevaba a
una terraza donde daba el sol todo el día. Algunas veces, la abuela Aurelia
tenía un perro en la terraza, nunca era el mismo. Ella los encontraba en la
calle y se encargaba de encontrarle un hogar. La mamá decía que como la abuela
era Testigo de Jehová conocía a mucha gente que podía llegar a querer adoptar
un perrito. Por las tardes tomaban jugo
y miraban, en un televisor pequeño y de imagen borrosa, el chavo del ocho. A
veces se metían con Anita en un balde de metal en el patio y a abuela lo
llenaba de agua con la manguera.
Toda la familia de la madre llevaba un gesto de
tristeza en el rostro, así se estuvieran divirtiendo. A Lucía verlos a la cara
la ponía triste también.
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