Habían llegado a buenos aires finalmente y se
quedaban los quince días en la casa de la abuela Celia. En la casa había una
alacena grande como una habitación, llena de comida, chocolates y golosinas.
Había dos heladeras y el congelador de uno estaba lleno de helados. A Lucia le
gustaban especialmente los de agua. La casa era enorme y escondía mil secretos que
mantenían a las chicas entretenidas todo el día. Había una cocinera y varias
empleadas, una tejía a crochet todo el día. Le regalaba todos sus trabajos a mi
abuela: la casa tenia manteles, cubrecamas y hasta apoya vasos hechos a crochet
por Edith.
Si bien había esperado este viaje con ansias,
a Lucia Buenos Aires la hacía sentir mal. El calor la mantenía en un estado
constante de molestia y angustia. Cuando salían de la casa de la abuela, no
podía esperar para volver porque todas las actividades se le volvían engorrosas
y pasaban mucho más tiempo en el auto de lo que estaba acostumbrada. Las
siestas de Lucia se fueron volviendo más y más largas. Anita sufría por un mal
de ansiedad insoportable: no podía quedarse un minuto quieta y acaparaba toda
la atención de los padres. Lucia se encontraba muchas veces aburrida en aquella
soledad, sabía que su hermana no necesitaba tanta atención para sí misma, sino
que disfrutaba mucho de quitarle atención a ella y hacerla sentir que podía
sacarle cualquier cosa. Había una sensación de revancha en todo lo que hacía.
Lucía dormía sus siestas especialmente en los
viajes largos en auto y en los finales de las visitas a los tíos. Un sueño
profundo la vencía y le encantaba
dormirse escuchando a la gente hablar, ir y venir y reproducir, en su
imaginación, el detalle de los eventos más pequeños. La tía preparaba el mate,
el agua hervía, la mamá se levantaba para
ir al baño. Todos los sonidos se mezclaban en su sueño profundo. En alguna
de esas siestas, Lucía soñó con los enanos verdes del garaje de la abuela.
No hay comentarios:
Publicar un comentario