2 de diciembre de 2013

los testigos de jehová


Habían llegado a buenos aires finalmente y se quedaban los quince días en la casa de la abuela Celia. En la casa había una alacena grande como una habitación, llena de comida, chocolates y golosinas. Había dos heladeras y el congelador de uno estaba lleno de helados. A Lucia le gustaban especialmente los de agua. La casa era enorme y escondía mil secretos que mantenían a las chicas entretenidas todo el día. Había una cocinera y varias empleadas, una tejía a crochet todo el día. Le regalaba todos sus trabajos a mi abuela: la casa tenia manteles, cubrecamas y hasta apoya vasos hechos a crochet por Edith.

Si bien había esperado este viaje con ansias, a Lucia Buenos Aires la hacía sentir mal. El calor la mantenía en un estado constante de molestia y angustia. Cuando salían de la casa de la abuela, no podía esperar para volver porque todas las actividades se le volvían engorrosas y pasaban mucho más tiempo en el auto de lo que estaba acostumbrada. Las siestas de Lucia se fueron volviendo más y más largas. Anita sufría por un mal de ansiedad insoportable: no podía quedarse un minuto quieta y acaparaba toda la atención de los padres. Lucia se encontraba muchas veces aburrida en aquella soledad, sabía que su hermana no necesitaba tanta atención para sí misma, sino que disfrutaba mucho de quitarle atención a ella y hacerla sentir que podía sacarle cualquier cosa. Había una sensación de revancha en todo lo que hacía.

Lucía dormía sus siestas especialmente en los viajes largos en auto y en los finales de las visitas a los tíos. Un sueño profundo la  vencía y le encantaba dormirse escuchando a la gente hablar, ir y venir y reproducir, en su imaginación, el detalle de los eventos más pequeños. La tía preparaba el mate, el agua hervía, la mamá se levantaba para  ir al baño. Todos los sonidos se mezclaban en su sueño profundo. En alguna de esas siestas, Lucía soñó con los enanos verdes del garaje de la abuela.

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