29 de noviembre de 2013


 
Ya se terminaba segundo grado y Lucía, Anita y sus papás iban a ir a Buenos Aires a pasar el verano. Lucía vivía el fin de cada día con emoción, pensando que se acercaba más y más el día. No tenía recuerdos de los años que había pasado ahí, pero cierto evento atraía su atención de manera fundamental. La prima Elizabeth, hija de la tía Mari, había estado guardando todo este tiempo su colección de muñecas. El reencuentro con aquel mundo sólo suyo llenaba su cabeza de fantasías de juegos infinitos y cortes de pelo. Por otro lado, el primo Leandro, también hijo de la tía Mari, iba a estar dando vueltas y Lucía no podía aguantarlo más. Leandro tenía su edad pero se portaba como si tuviera 4 años y fuera muy malo. Los papás le explicaban a Lucía que Leo tenía un leve retraso, pero esto no la hacía quererlo más o que no le molestara que la tocara todo el tiempo con sus manos pegajosas, que le hablara con ese aliento a humedad o que siempre estuviera parado detrás de ella haciéndole pregunta
-¿Te pusiste bombacha?
Una de las últimas tarde de clase, Lucía había salido del colegio y esperaba con la mamá a que el padre las pasara a buscar por la zapatería. Mientras la mamá atendía clientas, Lucía caminaba con el cuerpo pegado a la vidriera. El vidrio estaba caliente por el sol y a Lucía le gustaba apoyar su brazo frio contra el calor y arrastrarse de punta a punta. La cabeza miraba hacia afuera, donde su reflejo le devolvía la charla. Hablaban en voz baja, casi balbuceando sonidos que no eran palabras. La campana de la puerta no dejaba de sonar. De la calle entraba un soplo de frio que después se distribuía por el ambiente. Las señoras entraban y salían
-Te digo la verdad, ahora que los veo de cerca no sé bien qué decir
-Hay cosas de mí que no sabes y que son difíciles de explicar, dijo por teléfono una susurrando sin lograr no ser oída, mientras sostenía un zapato de felpa rojo y lo examinaba como si fuera un bicho. De repente lo soltó en la repisa y se fue. Mientras la señora cerraba la puerta, haciendo sonar la campanita, el zapato caía al suelo. Lucía se distrajo de su juego y miró a la mujer alejarse de la zapatería, gesticulando con la mano del zapato.
La mamá cerró la puerta con llave y abrió la caja.
-¿Cuántos zapatos vendiste hoy, mamá?
-Ninguno, respondió mientras contaba billetes de a 100. Los miraba fijo y la lengua le colgaba un poco por fuera de la boca.
-¿Puedo ir a lo de la tía Marta a tomar la merienda?
-Sí, andá
Lucía salió a la calle y empezó a caminar las cuatro cuadras que la separaban de a casa de la tía Marta. Ningún zapato, pensó, mamá no vendió ni un zapato. Y se dio vuelta a mirar a las mujeres que pasaban por la vidriera de la zapatería y ni se paraban a ver. Las resintió. Ni un zapato.
En lo de la tía Marta estaba Roxana mirando la tele en la cocina. La casa siempre tenía un olor dulce y riquísimo, como el de los jazmines pero otro. Hicieron tostadas y las comieron con dulce de leche. Con hambre y sin pan, después decidieron mezclar el pan de manteca con azúcar y lo comieron mientras miraban el show de la tarde. La tía Marta no llegó nunca, estaba trabajando en la librería, dijo Roxana. A Lucía le pareció que Roxana se estaba poniendo redonda pero la mamá le decía que eso pasaba también cuando uno come tanta manteca o dulce de leche.
Muy pronto llegó Guido que venía de futbol y se fue a bañar y cambiar. Entonces Lucía ya no estuvo de la misma manera en la cocina con Roxana, sino todo el tiempo esperando que Guido volviera a aparecer.
Vino al rato y dijo que iba a comprar unas hojas para la carpeta y si Lucía lo quería acompañar. Saludaron a Roxana y bajaron juntos las escaleras. Atravesando la puerta de calle y dormido como un tronco estaba el viejo Nahuel, que era parecido a Palmiro, aunque a Lucía le daba un poco más de miedo. Guido se acercó a despertar al perro y Lucía lo quiso abrazar y pedirle que la alzara en brazos. Se contuvo porque sabía que Guido no estaba para estas cosas y ella no quería que pensara que era una pesada miedosa. No fuera cosa que después no quisiera juntarse más con ella y entonces perdería a su tesoro más preciado y a su mejor amigo en este mundo.
Cuando salieron a la calle, Guido hizo un ruido con la garganta, miró para el costado y escupió lejos y con fuerza al piso.
-¿Está bien escupir?
-Sí, no tiene nada de malo
-¿Yo puedo escupir?
-En las mujeres me parece que no está tan bien
Lucía pensó a las mujeres de la zapatería. Se preguntó si ellas escupirían, debía estar atenta con este tema de ahora en adelante. Ella no sabía bien si iba a empezar a escupir o no.
Cuando llegaron a la librería, Guido saludó al librero y le pidió una resma de hojas. Dos pesos le dijo el vendedor que salían y Guido pidió que se lo fiaran, que andaba sin plata. Lucía vio cómo el hombre detrás del mostrador abría un viejo cuadernito que tenía escondido, buscaba entre las páginas hasta encontrar una encabezada por el nombre de Guido seguido por una lista inmensa de números. 2 pesos, anotó al final, cerró el cuaderno y se despidieron.
Al día siguiente, Lucía se despertó con un diente suelto dentro de la boca. Su propia saliva tenía sabor a metal. La clase de danza clásica era temprano y los papás no le dieron tiempo para escribir su carta a los ratones. Más tarde, dijeron, y Lucía decidió que no iría a la clase de danza porque aquello no era más que una injusticia.
Las clases eran en un salón en un edificio que pertenecía a los padres. En el edificio también había confiterías, negocios de ropa y salones de actos. Vivían allí, también, dos amigos de Lucía con quienes solía pasar las tardes en que sus papás trabajaban en la oficina del edificio.
Los padres despidieron a Lucía y Anita que, paradas sobre la alfombra marrón del salón, vestidas con sus tutus azules, parecían dos viejas muñecas de porcelana. Cuando desaparecieron de su vista, Lucía agarró a Anita fuerte de la mano y la llevó por los pasillos del edificio hasta la casa de Pipi y Norberto.
Los cuatro amigos encontraron en uno de los salones de edificio un show de modas. Una pasarela grande e iluminada se extendía de pared a pared. Detrás de una cortina, muchísimas mujeres altas y atareadas iban de acá para allá. Norberto fue el de la idea y los demás estuvieron de acuerdo. Fueron los cuatro hasta la librería donde el día anterior Guido y Lucía habían comprado las hojas y compraron una cajita de chinches.
En silencio, mientras las mujeres altas seguían de acá para allá detrás de la cortina, los cuatro amigos llenaron la pasarela de chinches, siempre mirando hacia arriba. Para cuando habían terminado su obra, ya era la hora del final de la clase de danza y pronto vendrían los papás a buscarlas. Ninguno de los amigos pudo disfrutar la concreción del gran plan.
Lucía llegó a su casa, se puso el pijama y se encerró en la habitación de los padres. Tenía una hoja de anotador y una birome azul. Se sentó en el medio de la cama, apoyando la espalda contra la pared; debajo de la hoja tenía un libro que la mamá guardaba por entonces en la mesita de luz, leyó el título “El amanecer de los brujos”.
Queridos ratones: Yo sé que mis papás dicen que tienen, pero yo sé lo que está pasando. Te pido que por favor me mandes 10000…
Y llenó la hoja, del derecho y el revés, de cuantos ceros pudo anotar. Cuando terminó, le dolía la mano y el libro de la mamá estaba cubierto de marcas por la presión de la birome.
Lucía puso la carta debajo de su almohada y se recostó sobre la cama armada. Por la ventana entraba el sol y se podía ver la copa de un sauce moviéndose de acá para allá. Lucía pensó que ahora la madre no tendría que estar todo el día encerrada para no vender ni un zapato y que podrían irse por ahí de paseo, que ella tampoco tendría que ir a esas clases de danza con el tutu que le picaba por todos lados y al fin podrían irse al campo y le compararía al primo Guido todas las resmas de hojas del mundo.
La mamá entró en la habitación de súbito. Estaba histérica

-¡Ponete los zapatos, vamos!¡Vamos Lucía!
Anita ya estaba en su asiento, envuelta en una manta. El papá tenía el auto en marcha y en el medio de la calle. Les tocaba bocina mientras Lucía y la mamá corrían desde la casa. La mamá, con su mano sobre la espalda de Lucía, la empujaba para que fuera más rápido.
-¡Vamos! ¡Vamos!
Cuando llegaron, las llamas ardían por encima del techo de la zapatería. La vidriera estaba destruida y sólo se veían por debajo del techo cuatro vigas carbonizadas que sostenían a duras penas la estructura. El humo negro tapaba el cielo de la cuadra entera y olía a plástico y cuero quemado. La gente empezó a agruparse alrededor del incendio, tranquila porque no había nada que hacer.
Lucía, incrédula, no puedo evitar sentir la angustia de la catástrofe. Un nudo enorme en la garganta le impedía hablar. Sostenía a su mamá de la mano, la apretó fuerte. La madre, entonces, la miró y la alzó en brazos. Lucía apoyó su cabeza sobre su hombro y cerró los ojos llenos de lágrimas. Sabía que su gran plan no había hecho más que atraer a la desgracia y que ahora sí que no quedaba ni un zapato para vender.

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