7 de enero de 2014


Cuando se dio cuenta de que si le convidaba a todos los que le pedían, las galletitas n le duraban para toda la tarde, Lucía decidió dejar de compartir comida con sus compañeros

-Amarreta, le dijo una tarde Mariana y se dio media vuelta, llevándose detrás de ella a un grupo de otras cinco compañeras del curso. Lucía se largó a llorar y cuando Miss Mary salió al patio, la vio sentada en una esquina y la hizo ir a su oficina. Una vez que le Lucía le había contado todo, mandó a llamar a Mariana y a las otras cinco para obligarlas a pedir disculpas. Nunca había sentido tanta incomodidad como cuando tuvo que pararse frente a Miss Mary, Mariana y las otras compañeras y recibir las disculpas forzadas de cada una de las chicas.

Cuando Victoria le pidió los lápices, Lucía no dudó en prestárselos para evitar repetir aquella escena. En silencio sacó, uno a uno,  los lápices de colores de su cartuchera y los puso sobre la mesa de Victoria. Los veía rodar banco abajo y llegar a las pequeñas manos de Victoria. Primero el verde, el amarillo, el rojo. El azul no, el azul me lo voy a quedar.

Sonó el timbre y Lucía se agachó para sacar su paquete de galletitas del bolsillo de la mochila. Cuando levantó la vista, vio a Victoria parada frente al tacho de basura.

-¿¡Qué haces?!, fue corriendo hasta el tacho y la vio sacándole punta a su lápiz amarillo. Se lo arrebató de las manos, fue hasta su banco, agarró el resto de los lápices y salió al patio.

Sentada en la esquina del cantero seco, Lucía cerró los ojos y apoyó la cabeza contra la pared. Su pequeña silueta se recortaba sobre un fondo blanco. Tenía las manos abiertas en su falda y, entre los dedos, todos sus lápices de colores. Repitió en su cabeza la imagen de Ariel agachado sobre el pasto con la cara al cielo, el pelo rubio, lacio y brillante desparramándose con el viento.

-Yo voy a hacer que no te vayas

Pero una hora y media después, Lucía se subió al avión y viajó hasta Buenos Aires. Llevaba la dirección de todos sus amigos y la promesa de que se escribirían, de que nada terminaba entonces.

Cuando llegó a su casa, la mamá había puesto la merienda en la mesa. Había tostadas, dulce de leche y el yogurt de frutillas de siempre. Lucía pasó de largo la cocina y fue hasta la habitación. Aprovechando que Guido y Anita tomaban la leche, se encerró poniendo una silla contra la puerta. Se sentó en su cama y abrió el cajón de su mesita de luz. Como un arqueólogo con los restos frágiles de un fósil, Lucía fue sacando una a una las cartas de sus amigos y extendiéndolas sobre la cama.

Abrió un sobre con su nombre escrito en tinta negra:

Ushuaia 9-1-95

Querida Lucía: Primero que nada quiero decirte que te quiero mucho y a pesar de que en febrero te voy a ver, te voy a extrañar mucho, sobre todo porque ahora no tengo nadie a quién cantarle.

Cuando este leyendo esta carta quizás estés llorando de tristeza por haberte ido, o estés llorando de emoción porque te escribí o simplemente sientas odio, yo sólo puedo decirte algo que me enseñó una amiga

Dobló el papel y lo guardó de nuevo en el sobre. Se sacó los zapatos y después todo el uniforme del San Mateo, se vistió con su piyama y se metió en las sábanas. Con los ojos cerrados volvía a existir el abrazo de Ariel, la tía y la nieve amontonándose sobre la ventana. En algún lugar estaba sucediendo todo eso, Lucía no podía imaginar que las cosas sólo dejaran de ser.

Los golpes en la puerta cortaron el hilo de su pensamiento

-Lucía, ¡está la leche!
Salió de la cama secándose las lágrimas de los ojos, corrió la silla de la puerta y salió. Sintió en el pecho la angustia de volver de los viajes de su cabeza al mundo de la merienda y la tarea del San Mateo. Abajo, el papá le sacaba punta a los lápices sobre la mesa con una navaja. Chac, chac, se escuchaba el ruido del filo contra la madera, los hilitos finos de lápiz volando hacia la mesa.la navaja filosa iba y venía

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