Cuando se dio cuenta de que si le convidaba a todos
los que le pedían, las galletitas n le duraban para toda la tarde, Lucía
decidió dejar de compartir comida con sus compañeros
-Amarreta, le dijo una tarde Mariana y se dio media
vuelta, llevándose detrás de ella a un grupo de otras cinco compañeras del
curso. Lucía se largó a llorar y cuando Miss Mary salió al patio, la vio
sentada en una esquina y la hizo ir a su oficina. Una vez que le Lucía le había
contado todo, mandó a llamar a Mariana y a las otras cinco para obligarlas a
pedir disculpas. Nunca había sentido tanta incomodidad como cuando tuvo que
pararse frente a Miss Mary, Mariana y las otras compañeras y recibir las
disculpas forzadas de cada una de las chicas.
Cuando Victoria le pidió los lápices, Lucía no dudó
en prestárselos para evitar repetir aquella escena. En silencio sacó, uno a
uno, los lápices de colores de su
cartuchera y los puso sobre la mesa de Victoria. Los veía rodar banco abajo y
llegar a las pequeñas manos de Victoria. Primero el verde, el amarillo, el
rojo. El azul no, el azul me lo voy a quedar.
Sonó el timbre y Lucía se agachó para sacar su
paquete de galletitas del bolsillo de la mochila. Cuando levantó la vista, vio
a Victoria parada frente al tacho de basura.
-¿¡Qué haces?!, fue corriendo hasta el tacho y la
vio sacándole punta a su lápiz amarillo. Se lo arrebató de las manos, fue hasta
su banco, agarró el resto de los lápices y salió al patio.
Sentada en la esquina del cantero seco, Lucía cerró
los ojos y apoyó la cabeza contra la pared. Su pequeña silueta se recortaba
sobre un fondo blanco. Tenía las manos abiertas en su falda y, entre los dedos,
todos sus lápices de colores. Repitió en su cabeza la imagen de Ariel agachado
sobre el pasto con la cara al cielo, el pelo rubio, lacio y brillante
desparramándose con el viento.
-Yo voy a hacer que no te vayas
Pero una hora y media después, Lucía se subió al avión
y viajó hasta Buenos Aires. Llevaba la dirección de todos sus amigos y la
promesa de que se escribirían, de que nada terminaba entonces.
Cuando llegó a su casa, la mamá había puesto la
merienda en la mesa. Había tostadas, dulce de leche y el yogurt de frutillas de
siempre. Lucía pasó de largo la cocina y fue hasta la habitación. Aprovechando que
Guido y Anita tomaban la leche, se encerró poniendo una silla contra la puerta.
Se sentó en su cama y abrió el cajón de su mesita de luz. Como un arqueólogo con
los restos frágiles de un fósil, Lucía fue sacando una a una las cartas de sus
amigos y extendiéndolas sobre la cama.
Abrió un sobre con su nombre escrito en tinta negra:
Ushuaia 9-1-95
Querida Lucía: Primero que nada quiero decirte que
te quiero mucho y a pesar de que en febrero te voy a ver, te voy a extrañar
mucho, sobre todo porque ahora no tengo nadie a quién cantarle.
Cuando este leyendo esta carta quizás estés llorando
de tristeza por haberte ido, o estés llorando de emoción porque te escribí o
simplemente sientas odio, yo sólo puedo decirte algo que me enseñó una amiga
Dobló el papel y lo guardó de nuevo en el sobre. Se sacó
los zapatos y después todo el uniforme del San Mateo, se vistió con su piyama y
se metió en las sábanas. Con los ojos cerrados volvía a existir el abrazo de
Ariel, la tía y la nieve amontonándose sobre la ventana. En algún lugar estaba
sucediendo todo eso, Lucía no podía imaginar que las cosas sólo dejaran de ser.
Los golpes en la puerta cortaron el hilo de su
pensamiento
-Lucía, ¡está la leche!
Salió de la cama
secándose las lágrimas de los ojos, corrió la silla de la puerta y salió. Sintió
en el pecho la angustia de volver de los viajes de su cabeza al mundo de la
merienda y la tarea del San Mateo. Abajo, el papá le sacaba punta a los lápices
sobre la mesa con una navaja. Chac, chac, se escuchaba el ruido del filo contra
la madera, los hilitos finos de lápiz volando hacia la mesa.la navaja filosa
iba y venía
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