Nuestro avión hizo escala en Kuala
Lumpur. Ahí también me esperaban con una silla de ruedas. Compramos
cosas en la farmacia y Oliver me vendó el pie. El viaje en avión
había hecho que a él le doliera más el hombro. Hacía como siempre
su ejercicio, movía el brazo como un nadador en el aire, con la mano
tensa. Dice que así le duele menos. Pero no se lo dijo ningún
doctor ni nada, Oliver no cree en los doctores. Esa vez que se rompió
el hombro y lo operaron, le preguntó a un médico qué podía comer
para ayudar a curarse mejor. El médico le dijo que daba igual. Y desde entonces, bueno, para Oliver no hay caso. La alimentación es
muy importante para él. Es imposible que tome un analgésico, así
que toda la fe está puesta en sus autodiseñados ejercicios del
hombro.
Llegamos a la India a las cuatro de la
mañana. El aeropuerto de Kochi es chico y húmedo. Tom nos había
dicho que tomáramos un taxi a la ciudad, Oliver había hecho reservas
en el Honolulu homestay. El taxista hizo gestos de no conocerlo, pero
igual arrancó el auto. Subió a la autopista y yo simplemente tuve
que cerrar los ojos para no ver cómo terminaba mi vida. Las normas
de transito son inexistentes en la India, reinan el caos y la suerte.
Oliver viajaba adelante, entonces no pude verle la cara a ver si
también estaba asustado o si iba todo bien. Ninguno tenía idea de
la dirección que debíamos tomar. El viaje fue largo.
Bajamos de la autopista y entramos al
pueblo de calles de tierra. En la cerrada noche, algunos hombres
trabajaban sobre un pozo de agua. Entre cinco activaban un taladro
ruidoso. El taxista los iluminó con las luces delanteras del auto y
bajó a hablarles. Oliver no miró para atrás. En el auto flotaban
la humedad y el polvo que había entrado de la calle. Vi las caras de
los trabajadores, oscuras, alumbradas con luz pálida, vi al taxista
gesticular. Todos me miraban. Me miraban a mí.
Oliver no se movió del asiento.
Dimos un par de vueltas más con el
auto, eran las once de la noche, pero el pueblo parecía muerto.
Rodamos calle abajo levantando una enorme polvareda amarilla al
pasar. La Honolulu homestay tenía un farol grande en la entrada,
Sudan nos atendió en camisón, con un cuaderno grueso bajo el
hombro. Oliver le dio la mano, después yo. Me desentendí, estaba
muy cansada.
Nuestra habitación es chica. Entra el
colchón de dos plazas y sobra un pequeño pasillo. El baño está
bien, aunque me da la impresión de que hay cucarachas. Lo primero
que hice al entrar fue poner el aire acondicionado en 21 grados.
Me bañé yo y después él. Me sentí
bien de tener la habitación sola para cambiarme tranquila. Pero
pronto me agarró la ansiedad. Todavia no pasó nada con Oliver. No
quiero pensar mucho en eso. Hay una parte de mí que piensa que esto
es una locura y otra que me hace sentir frívola por pensar en eso.
Oliver fue el primero en acusarme de frivolidad. Él es sentimental.
Salió de la ducha y se acostó en el
colchón. Yo estaba leyendo, pero le dije que apagara la luz, que ya
estaba. Apagó, entonces. Tiró de la sábana para su lado de la
cama. Lo sentí buscar algo con las manos sobre la mesita de luz. No
lo encontraba en la oscuridad. Estuvo un buen rato, hasta que escuché
el piip. Había apagado el aire.
No hay comentarios:
Publicar un comentario