11 de marzo de 2015




Nuestro avión hizo escala en Kuala Lumpur. Ahí también me esperaban con una silla de ruedas. Compramos cosas en la farmacia y Oliver me vendó el pie. El viaje en avión había hecho que a él le doliera más el hombro. Hacía como siempre su ejercicio, movía el brazo como un nadador en el aire, con la mano tensa. Dice que así le duele menos. Pero no se lo dijo ningún doctor ni nada, Oliver no cree en los doctores. Esa vez que se rompió el hombro y lo operaron, le preguntó a un médico qué podía comer para ayudar a curarse mejor. El médico le dijo que daba igual. Y desde entonces, bueno, para Oliver no hay caso. La alimentación es muy importante para él. Es imposible que tome un analgésico, así que toda la fe está puesta en sus autodiseñados ejercicios del hombro.


Llegamos a la India a las cuatro de la mañana. El aeropuerto de Kochi es chico y húmedo. Tom nos había dicho que tomáramos un taxi a la ciudad, Oliver había hecho reservas en el Honolulu homestay. El taxista hizo gestos de no conocerlo, pero igual arrancó el auto. Subió a la autopista y yo simplemente tuve que cerrar los ojos para no ver cómo terminaba mi vida. Las normas de transito son inexistentes en la India, reinan el caos y la suerte. Oliver viajaba adelante, entonces no pude verle la cara a ver si también estaba asustado o si iba todo bien. Ninguno tenía idea de la dirección que debíamos tomar. El viaje fue largo.
Bajamos de la autopista y entramos al pueblo de calles de tierra. En la cerrada noche, algunos hombres trabajaban sobre un pozo de agua. Entre cinco activaban un taladro ruidoso. El taxista los iluminó con las luces delanteras del auto y bajó a hablarles. Oliver no miró para atrás. En el auto flotaban la humedad y el polvo que había entrado de la calle. Vi las caras de los trabajadores, oscuras, alumbradas con luz pálida, vi al taxista gesticular. Todos me miraban. Me miraban a mí.
Oliver no se movió del asiento.
Dimos un par de vueltas más con el auto, eran las once de la noche, pero el pueblo parecía muerto. Rodamos calle abajo levantando una enorme polvareda amarilla al pasar. La Honolulu homestay tenía un farol grande en la entrada, Sudan nos atendió en camisón, con un cuaderno grueso bajo el hombro. Oliver le dio la mano, después yo. Me desentendí, estaba muy cansada.
Nuestra habitación es chica. Entra el colchón de dos plazas y sobra un pequeño pasillo. El baño está bien, aunque me da la impresión de que hay cucarachas. Lo primero que hice al entrar fue poner el aire acondicionado en 21 grados.
Me bañé yo y después él. Me sentí bien de tener la habitación sola para cambiarme tranquila. Pero pronto me agarró la ansiedad. Todavia no pasó nada con Oliver. No quiero pensar mucho en eso. Hay una parte de mí que piensa que esto es una locura y otra que me hace sentir frívola por pensar en eso. Oliver fue el primero en acusarme de frivolidad. Él es sentimental.

Salió de la ducha y se acostó en el colchón. Yo estaba leyendo, pero le dije que apagara la luz, que ya estaba. Apagó, entonces. Tiró de la sábana para su lado de la cama. Lo sentí buscar algo con las manos sobre la mesita de luz. No lo encontraba en la oscuridad. Estuvo un buen rato, hasta que escuché el piip. Había apagado el aire.

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