11 de abril de 2015



5

El pantalón floreado de Oliver combina con el piso de la terraza. Nos pedimos dos jugos de naranja y jugamos un rato al ajedrez. Él se toma su tiempo para pensar cada movimiento de sus piezas, eso es algo que yo simplemente no puedo hacer. Lo miré mientras se llevaba la mano a la cara, se acariciaba los pequeños parches de barba que tiene por la cara. Abrí la boca, Oliver. Amo sus dientes, sus colmillos que sobresalen por fuera de la fila de incisivos, la manchita blanca en su paleta izquierda. En vez de redonda, la forma de su boca es un poco cuadrada. Sus ojos estaban fijos en el tablero y yo me preguntaba en qué pensaba realmente ¿En Catie?
Fueron novios por siete años. Según Oliver, a ella no le gustaba mucho estar con gente. Se quedaban en su casa, fumando porro y viendo películas. Fantasía o acción, a ella le gustaban las mismas. También acampar y estar al aire libre. Un día, no sé cómo, no pude preguntarle, ella empezó a hablar de Dios. Le siguieron los pasos lógicos: la comunión, ir a misa. Con el tiempo dejó el porro y un día hasta le pidió a Oliver que la acompañara ¿Me estás hablando en serio? Cuando decidieron irse a Australia, ya no dormían en la misma cama. Me pregunto si se daban besos o si se tocaban las manos. Las manos de Oliver, con sus uñas siempre sucias, siempre un poco más largas de lo que me gustan a mí. Cortas, al ras.
Unos meses después de llegar, Catie armó su bolso y se volvió a Brighton. Le dejó una carta a Oliver cuyo contenido desconozco. Después vinieron los italianos, las manzanas, cinco meses viajando en bicicleta por Tasmania y subir el monte Wellington. Wellington se llama tu bici, Oliver, la que tenías en Melbourne. Yo la use para atravesar las regaderas la noche del beso, del baile y de la comida procesada.
-Jaque mate.

La única pensando en otra cosa era yo.

No hay comentarios: