Cuando
llegamos a la pensión, Simbad estaba dándole de comer a Milo y Mun.
Los dos tenían la cabeza hundida en el plato de arroz con carne que
cada tarde les prepara su dueño. Simbad, parado entre los dos
platos, también tenía la mirada gacha. Oliver me dijo que cuando
hay más de un perro, hay que vigilarlos mientras comen, sino uno
siempre se roba la comida del otro. Quizás porque estaba muy cansada
por el día o porque el sol me había dado demasiado en la cabeza,
me quedé con la mirada pesada sobre la cara de Milo atacando a la
comida. Los colmillos, el hilo de baba y las orejas duras. Sentía
que mover la mirada hacia otra cosa era un esfuerzo demasiado grande.
Oliver apareció en la escena, tan tranquilo frente a la bestialidad
de los perros, tan controlado siempre. Cómo me gusta mirarlo de
lejos. Cómo me gusta Oliver, cuando anda por ahí parado o caminando
con su paso tranquilo, su cuerpo fuerte, esa manera de caminar y sus
gestos cuando habla, su boca cuadrada. Lo veo hablar y me encanta, la
forma cuadrada y sus parches de bigotes y cómo se lleva la mano a la
cara mientras empieza a mover el hombro en círculos. Siempre le
duele la espalda, pero no importa, a Oliver no le molesta el dolor.
Oliver es el más animal de todos y ni siquiera lo asustan los
perros, ni nada en lo hondo del mar, ni andar por la vida con olor a
chivo ¿Cómo llegamos hasta acá sin que pase nada? A veces me da
miedo de que todo haya sido un error.
La
noche del primer beso con Oliver, les dimos la bici a Babs y nos
fuimos juntos caminando hasta la casa. Íbamos de la mano, él andaba descalzo porque se le había roto una ojota. Con sus pies en el asfalto era irresistible. En Australia,
la luna brilla fuerte sobre un cielo diferente al que Oliver y yo
conocíamos antes de estar ahí. Hay algo del cielo que parece más
ancho, más vasto, magnificado como un gran ojo de pez. Las noches
son oscuras, el claro de la luna hace sombras. Atravesamos el
Victoria Park, el ruido de los animales en los árboles ¿Qué es
eso, Oliver? Eran los possums. Unos roedores salvajes de
Australia, medianos, asesinos de plantas. Los árboles
aparecían pelados. Por eso les ponen un anillo grande
de metal alrededor del tronco, para que los possums se resbalen y no
lleguen a la comida. Me explicó de todo. Durante los cinco
meses por Tasmania, Oliver se encontró muchas veces con possums. Una noche le abrieron el cierre de la carpa y de la mochila, porque podían
oler desde afuera un chocolate que llevaba. Tienen deditos largos, con uñas que les permiten controlar cosas como humanos.
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