3 de abril de 2015

Tomamos un tuctuc hasta la playa. Entramos los tres justos en el asiento de atrás. El interior era naranja brillante y estaba decorado con fotos de bebes haciendo cosas: tocando el saxo o sacando cuentas. Nuestras seis piernas estaban dispuestas como las teclas de un piano. Rachel tenía una pollera larga de jean, yo mis shorts negros y Oliver tenía puestos sus pantalones floreados. Son violetas, blancos y rosas, se los cosió una compañera de casa que tuvo en Auckland. En Kerala los hombres usan linguis, telas que se enroscan alrededor de la cadera y se usan como polleras. Oli dice que quiere comprarse uno.
-Acá, acá, nos decía el conductor cuando bajamos. Nos estaba marcando el límite de la playa para turistas. Nos aconsejaba no salir de ahí. Creo que fuimos muy temprano, el sol quemaba fuerte y yo sentí el calor atravesar el plástico de mis ojotas. Por suerte conseguimos una sombrilla, pero el entusiasmo del grupo bajó considerablemente. Mientras nos acomodamos, Rachel nos contó de su nuevo novio, llevan recién tres semanas juntos. Ella ya tenía planeado el viaje a la India desde antes, entonces tuvo que dejarlo en casa. Dijo que él había dejado de fumar por ella. A mí me pareció una pelotudés y se lo hice saber a Oliver cuanto antes. Alrededor nuestro, tres señoras con sombreros y mallas enterizas tomaban sol. Un mozo les trajo algo para tomar. Y luego, en la parte de la playa que teníamos prohibida, dos mujeres salieron del agua enteramente vestidas y se sentaron en una lona. Un grupo de chicos, no sé, la gente de la India parece no tener edad, jugaban a la pelota y se reían a los gritos. Todos tenían la piel oscura y no les molestaba el sol del mediodía.
Le pedí a Oliver que me acompañara al agua y no quiso. Entonces fuimos solas Rachel y yo. Me da miedo meterme al agua con extraños porque no sé si me voy a asustar y voy a tener que pedir ayuda. Además yo quería a Oliver ahí. Caminamos hasta lo hondo, el mar estaba calmo, sin olas. La última vez que me metí en el agua fue en el viaje a los Doce Apóstoles. El océano Antártico es azul profundo y con olas fuertes que llegan hasta la orilla. Me acuerdo que nos costó meternos, el agua nos expulsaba y volvíamos a intentarlo. Yo, sin fuerzas, quizás por mi feroz enamoramiento, caía una y otra vez a los pies de Oliver, que nunca fallaba en rescatarme. Me imagino que para los demás habrá sido tan obvio que estábamos enamorados. Siempre es lo mismo, la situación es clara para todos menos los que están adentro, sufriendo la ansiedad de no saber si el amor es correspondido. Cuando salimos, el grupo de chicos había terminado el partido y estaban sentados en línea, como un público. Nos miraron de arriba a abajo, nuestros cuerpos casi desnudos emergiendo del agua. Me sentí muy consciente de mi propia piel. Oliver, bajo la sombrilla, leía El nombre del viento, según él, el mejor libro de fantasía que hay. Yo qué sé.
Poco después nos fuimos a sentar en un restaurante cerca de la playa. Era más bien la entrada a una casa con algunas mesas y sillas de plástico. Lo único que había para comer era pescado y tuve que pedirlo. Por primera vez en mi vida comí pescado fresco, así, sobre mi plato, como vivo pero muerto. Y me gustó.

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