20 de mayo de 2015



Ella no podía venir porque no tenía plata y yo terminé pagándole la entrada. Fue un día de verano húmedo, llovía. El museo queda en el medio del Victoria Park. Nos tomamos el tranvía 96, el que va por Smith, dobla en Gertude, pasando por Trippy Taco, y de nuevo en Swanston. Atravesamos el parque por el norte: esos árboles enormes, viejos, los lagos, el río y las ramas atacadas por los possums. La naturaleza de Australia no se parece a nada. El museo estuvo bien, arte aborigen, muchos animales embalsamados y una muestra entera sobre la locura: manicomios, medicamentos, patologías. La mezcla de contenidos es rara. Nos divertimos los tres porque Bárbara y Oliver se llevan bien. Yo estaba nerviosa porque no sabía si Oliver me había querido invitar a una cita o qué. Desde el museo fuimos para el CBD y comimos en OM, ese lugar indio por 3 dolares.
Después de escribirle a Bárbara desde el ciber, lo acompañé a Oli a comprar el nuevo par de sandalias. La mayoría de los negocios vendía esas sandalias de tiras finas que se atan por cualquier lado. Oliver necesita unas sandalias en serio para ir por esos caminos que a él le gustan, para andar en bici, correr, ser todo terreno como él.
Nos metimos en un negocio lleno de cajas apiladas. En el medio había unos banquitos para sentarse y probarse cosas, nos sentamos juntos. Cuando se nos acercó un tipo, Oliver se paró y le explicó lo que necesitaba, mostrándole los puntos fuertes de la sandalia. El tipo desapareció hacia el fondo del negocio y nos quedamos los dos sentados, callados. Una señora esperaba parada, meciendo un cochecito de bebé. La nena, acostada en su coche, me miraba hipnotizada mientras se chupaba una mano. Tenía un tercer ojo en medio de la frente.
Llegó el chico con cuatro cajas. Las fue abriendo frente a Oliver, le mostraba cada modelo y sus características.
-This, this, this.
Dijo y señaló en la primera un broche al costado, un elástico adaptable en la parte de los dedos y una suela anatómica. La segunda tenía menos cintas, pero una suela más gruesa. Y así, Oliver se fue probando cada par. Caminaba por el local, se sentía los dedos, daba saltitos. El tipo se fue a atender a otras personas porque se dio cuenta de que teníamos para rato. La señora se fue, empujando el carrito. El bebé me siguió con la mirada hasta que cruzaron la puerta.

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Finalmente Oliver descarta dos modelos. Las dos que siguen en carrera son parecidas en precio, pero muy distintas en aspecto. Se las ve cómodas, pero yo lo molesto a Oliver con que es el tipo de calzado que usan los padres. Al menos el mío. Él está muy serio, toma su decisión con mucha responsabilidad. Me miré la cara en el espejo que había cerca del piso. Tengo un diente más oscuro que el resto, me pregunto si será por fumar siempre en el mismo lugar.
-¿Qué te parece?
-Comprate las más caras.
Las sigue mirando, se pone un modelo en cada pie. Camina un poco más.
-Voy a llevar estas.
Le dice al empleado, agitando el par más caro. Dejamos la caja y todo, Oliver se llevó las sandalias nuevas puestas. Guardamos las viejas en la mochila verde porque no podemos encontrar donde tirarlas. Para él la despedida es triste, las viejas sandalias lo acompañaron por todo su viaje en Australia, subieron con él al monte Wellington cuando pedaleó hasta la punta. Hay una foto en su computadora. Es el, parado en la punta, con medias hasta las rodillas y sus sandalias, sosteniendo su bici alta en brazos. Hasta yo las había usado. Unos días después de nuestro primer beso, Oliver me invitó a pasear en bici con él. A mí me prestaron una en casa, y fuimos a andar alrededor del Yarra. Yo le dije que no andaba muy bien y el me ayudó, fuimos lento y me prestaba atención. En un momento hicimos una subida enorme y doblamos por una lomada. Yo no pude frenar y seguí de largo, lomada abajo. Perdí el control de la bicicleta, gritando. Y cuando llegué a un puentecito que cruzaba un arroyo, finalmente me caí. No sé cómo explicar lo que pasó. El corazón me latía fuertísimo. Llegó Oliver riéndose y me abrazó. Yo no atinaba a moverme, pero él con fuerza me alejó de la bici. No me había hecho nada, una frutilla en el muslo.
-¿Me das un beso ahí?
Y me lo dio. Mmua.
Cuando volvíamos para casa, nos cruzamos con Babs que iba para la fiesta de Nik. Era una fiesta en su habitación, en la que apenas entraban una cama y un escritorio, para celebrar sus siete meses en la casa. Había comprado juegos de mesa y vasos de colores. Pasaba la música de siempre: metal o Britney Spears. Nosotros decidimos perdérnosla y nos fuimos a tener nuestra primera noche juntos. Cuando un rato más tarde me desperté para ir a hacer pis, me puse las sandalias de Oliver. Porque estaban cerca y, sobre todo, porque me gusta ponerme las cosas de Oliver.

Entramos a un lugar a preguntar por las tablas, pero el tipo está muy ocupado vendiéndole algo a los que estaban antes y nos aburrimos. Hace mucho calor para estar lejos de un ventilador a esta hora. Nos vamos, si total vamos a estar un par de días en Munnar. Entramos en un puesto de vestidos. Hay uno blanco y largo que vi cuando llegamos en tuc tuc. Le pido al tipo que me lo baje y me lo compro sin probar, hace demasiado calor. Decidimos volver a la habitación a fumar y ver la primera de Borne. Yo creo que en el taller nos las habían dado de ejemplo para narrar suspenso, entonces me entusiasma verlas.
Estamos recorriendo el último tramo cuando dos nenas nos interceptan en el camino. Andan descalzas.
-Please, chocolate, home made chocolate, please.
Oliver me mira y yo por supuesto que digo que sí. En la cocina de la casa hay pilas y pilas de cajas de chocolate. La hermana mayor esta sentada en la mesa cortando verduras. Elegimos una caja grande y le ponemos de los que tienen nueces, los de café y los de chocolate amargo. Los pago yo.
En nuestra habitación me meto a bañar. Me baño dos o tres veces por día con agua helada. Las uñas las tengo siempre sucias igual y creo que en algunas partes del cuerpo se me está formando una capa de tierra que ya no sale así nomás.
Cuando salgo de la ducha, Oliver está sentado en la cama, masajeándose el hombro.
-¿Querés que te haga un masaje?
Dice que sí, le pido que se acueste en la cama. Me seco un poco, me pongo una bombacha rosa de las de Wallmart y me saco la toalla con la que me envolví el pelo. Todavía lo tengo un poco húmedo, me cubre los hombros hasta la cintura, por donde empiezan a caerme algunas gotas que me hacen cosquillas. Me siento encima de la espalda de Oliver y despacito le hago los masajes. Le encantan y me pregunta cómo aprendí a hacerlos tan bien. Yo digo que no sé, siempre hice buenos masajes, incluso a mí misma. Creo que toco a los demás donde me gustaría que me toquen.

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