Olga
terminó cediendo: los dos por 80. Nos dijo que podíamos llegar a la
pensión caminando. Anduvimos 15 minutos en silencio por las calles
de tierra de Munnar y llegamos a un lugar con una gran habitación,
como un living, lleno de colchonetas. No sé si a Oliver se le cruzó
por la cabeza quedarnos ahí, pero yo directamente lo descarté.
-Por
favor, por favor, tengo una idea.
Olga
nos llevó por un pasillo y nos presentó a un hombre que comía
mirando la tele. Se llamaba Balu y, según entendí, nos iba a llevar
a otra pensión por 110 los dos, en la que había aire acondicionado.
Oliver y yo subimos al tuc tuc callados, ya estabamos los dos de mal
humor. No entiendo bien todavía cuales son las cosas que le
molestan. Cada tanto algo le agarra y se pone serio, no me mira, pone
toda su atención en alguna cosa como contar monedas en la palma de
su mano.
El
conductor salió del centro de la ciudad y bajamos un poco por la
subida de antes. Dobló a la derecha y anduvimos por unos cinco
kilómetros. Frenó frente a una gran casa de madera en un pequeño
parque. Había un limonero enorme. Nos pidió que esperáramos en el
carro. Cuando desapareció entrando a la casa, le di un beso en la
boca a Oliver.
-Mai...
Puta
madre, odio el tono regañador.
-¿Qué
te pasa?, a veces no lo soporto.
-No
quiero incomodar a nadie.
Esos
modales no sé qué son, si ingleses o confusos, me empiezan a poner
los pelos de punta. A veces me pregunto si a Oliver no le vienen bien
todas estas represiones, si no escuda su propio pacatismo detrás de
ellas. El tipo volvió a aparecer, pero no frenó a decirnos nada.
Se subió a la moto y arrancó.
-¡Sin
lugar!¡No lugar!, nos gritó desde adelante.
A mí
me empezó a atacar la desesperación como una serpiente. Intento
frenarlos, pero estos impulsos son poderosos. Mantuve la mirada hacía
afuera como para no involucrarme. No hay calles ni veredas en Munnar,
los límites son imaginarios. Hay kioscos y verdulerías, los
carteles de Coca Cola están desteñidos por el sol y un poco
oxidados.
Bajamos
en un edificio que parecía a mitad construir. Balu bajo nuestras
mochilas y yo, sin energía ya para nada, lo dejé hacer. Sabía que
ya no había vuelta atrás, el centro estaba muy lejos para volver
caminando con las mochilas.
La
señora que nos mostraba la habitación no tenía ni un diente.
Nuestras mochilas ya estaban paradas del costado de adentro de la
puerta. Yo vi el aire acondicionado y no pensé más, me senté en
una silla en una esquina. Oliver seguía a la señora que ahora le
mostraba el baño, las toallas, la llave para la puerta. Él le
sonreía y la miraba con sus ojos hermosos y esos dientes que qué sé
yo qué tienen.
-Oli,
quiero comprar porro, le dije.
-Vamos.
Me
sorprendió que accediera tan fácil.me puse nerviosa, no sé. Nos
habían dicho que es muy fácil conseguir porro en la India, pero
siempre tengo un poco de nervios igual. Yo me cambié la remera y
volvimos a salir. Estaba pesado, es muy húmeda esta zona. A esta
altura, las nubes densas y grises parecen estar al alcance de
nuestras manos. Caminamos cuesta arriba hasta el centro. Un par de
tipos nos hablaron pero Oliver los alejó pronto. Yo iba un poco
atrás, agarrada de su mano y en silencio. Estaba cansada, estuve
cansada todo el día, sentía los ojos un poco hinchados como cuando
me da fiebre. Llegamos a las cuatro esquinas donde nos había dejado
el primer tuc tuc. Me dio mucha vergüenza ir a preguntar con Oliver,
siempre siento que sola soy más caradura, casi impune.
-Separémonos.
-¿Estás
segura?
-Nos
encontramos en quince en el poste.
Lo vi
alejarse, empezaba a caminar chueco porque la sandalia se le empezó
a descoser de nuevo. Con sus bermudas marrón clarito a veces parece
un turista alemán.
Hablé
con un par de tipos hasta que di con el indicado. Me dijo que lo
siguiera y me llevó hasta una cabina de teléfono, descolgó el tubo
y lo apretó contra mi oreja.
-Esperá.
Me
metí bien adentro de la cabina y me hice la que hablaba. No sabía
si sentirme absolutamente avergonzada o asustada, esto me viene
pasando en el viaje. Me imaginé que el tipo estaba trás mio
muriéndose de risa. Me di vuelta ya más tranquila y justo lo vi a
Oliver pasar, iba perdido, me pareció que ni estaba intentando
conseguir nada. Me vio y vino.
-¿Con
quién hablás?
-Ah,
nada, está todo arreglado. El tipo me lo trae acá y aproveché para
llamar a mi hermana pero no atiende.
Colgué
la falsa llamada.
-¿Juntamos
sesenta rupias?
Mientras
esperábamos, el gris del cielo se oscureció, las nubes eran como
volutas de humo. Nunca vi algo así. Me saqué la ojota y puse mi pie
encima del de Oliver, metí los dedos abajo de las cintitas de su
sandalia. Vino
el tipo con una bolsa verde, le dimos la plata y adiós.
Volvimos
a la pensión casi corriendo porque se largaba a llover. En el camino
cruzamos un carrito que vendía comidas y a Oliver se le ocurrió que
compráramos algunas cosas para cenar en la habitación. Yo no
reconocía nada, le dije que sí. Compramos unas bolas fritas
rellenas de papa y pollo y algo que tenía zapallo o alguna cosa
dulce. El señor nos envolvió todo con papel de diario y nos lo dio
hecho un paquetito.
En el
camino hicimos el siguiente plan: ducha, porro, cena y película.
Llegamos cuando caían las primeras gotas, cuesta abajo el camino se
hizo más corto. No nos acordábamos bien si nuestra habitación era
la 7 o la 8, yo me agaché para mirar por el agujerito de la puerta
7, Oliver largó una carcajada. Lo miré de golpe, riéndome, y perdí
el equilibrio. Me caí de culo al piso ya mojado por la lluvia. Los
dos estallamos de risa hasta que a mí me dolió la panza y a la vez
me empezó a doler la caída. Oliver se acercó a levantarme y recién
cuando me abrazó me di cuenta de que estaba tensa, me había
asustado.
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