10 de mayo de 2015

Olga terminó cediendo: los dos por 80. Nos dijo que podíamos llegar a la pensión caminando. Anduvimos 15 minutos en silencio por las calles de tierra de Munnar y llegamos a un lugar con una gran habitación, como un living, lleno de colchonetas. No sé si a Oliver se le cruzó por la cabeza quedarnos ahí, pero yo directamente lo descarté.
-Por favor, por favor, tengo una idea.
Olga nos llevó por un pasillo y nos presentó a un hombre que comía mirando la tele. Se llamaba Balu y, según entendí, nos iba a llevar a otra pensión por 110 los dos, en la que había aire acondicionado. Oliver y yo subimos al tuc tuc callados, ya estabamos los dos de mal humor. No entiendo bien todavía cuales son las cosas que le molestan. Cada tanto algo le agarra y se pone serio, no me mira, pone toda su atención en alguna cosa como contar monedas en la palma de su mano.
El conductor salió del centro de la ciudad y bajamos un poco por la subida de antes. Dobló a la derecha y anduvimos por unos cinco kilómetros. Frenó frente a una gran casa de madera en un pequeño parque. Había un limonero enorme. Nos pidió que esperáramos en el carro. Cuando desapareció entrando a la casa, le di un beso en la boca a Oliver.
-Mai...
Puta madre, odio el tono regañador.
-¿Qué te pasa?, a veces no lo soporto.
-No quiero incomodar a nadie.
Esos modales no sé qué son, si ingleses o confusos, me empiezan a poner los pelos de punta. A veces me pregunto si a Oliver no le vienen bien todas estas represiones, si no escuda su propio pacatismo detrás de ellas. El tipo volvió a aparecer, pero no frenó a decirnos nada. Se subió a la moto y arrancó.
-¡Sin lugar!¡No lugar!, nos gritó desde adelante.
A mí me empezó a atacar la desesperación como una serpiente. Intento frenarlos, pero estos impulsos son poderosos. Mantuve la mirada hacía afuera como para no involucrarme. No hay calles ni veredas en Munnar, los límites son imaginarios. Hay kioscos y verdulerías, los carteles de Coca Cola están desteñidos por el sol y un poco oxidados.
Bajamos en un edificio que parecía a mitad construir. Balu bajo nuestras mochilas y yo, sin energía ya para nada, lo dejé hacer. Sabía que ya no había vuelta atrás, el centro estaba muy lejos para volver caminando con las mochilas.
La señora que nos mostraba la habitación no tenía ni un diente. Nuestras mochilas ya estaban paradas del costado de adentro de la puerta. Yo vi el aire acondicionado y no pensé más, me senté en una silla en una esquina. Oliver seguía a la señora que ahora le mostraba el baño, las toallas, la llave para la puerta. Él le sonreía y la miraba con sus ojos hermosos y esos dientes que qué sé yo qué tienen.  

-Oli, quiero comprar porro, le dije.
-Vamos.
Me sorprendió que accediera tan fácil.me puse nerviosa, no sé. Nos habían dicho que es muy fácil conseguir porro en la India, pero siempre tengo un poco de nervios igual. Yo me cambié la remera y volvimos a salir. Estaba pesado, es muy húmeda esta zona. A esta altura, las nubes densas y grises parecen estar al alcance de nuestras manos. Caminamos cuesta arriba hasta el centro. Un par de tipos nos hablaron pero Oliver los alejó pronto. Yo iba un poco atrás, agarrada de su mano y en silencio. Estaba cansada, estuve cansada todo el día, sentía los ojos un poco hinchados como cuando me da fiebre. Llegamos a las cuatro esquinas donde nos había dejado el primer tuc tuc. Me dio mucha vergüenza ir a preguntar con Oliver, siempre siento que sola soy más caradura, casi impune.
-Separémonos.
-¿Estás segura?
-Nos encontramos en quince en el poste.
Lo vi alejarse, empezaba a caminar chueco porque la sandalia se le empezó a descoser de nuevo. Con sus bermudas marrón clarito a veces parece un turista alemán.
Hablé con un par de tipos hasta que di con el indicado. Me dijo que lo siguiera y me llevó hasta una cabina de teléfono, descolgó el tubo y lo apretó contra mi oreja.
-Esperá.
Me metí bien adentro de la cabina y me hice la que hablaba. No sabía si sentirme absolutamente avergonzada o asustada, esto me viene pasando en el viaje. Me imaginé que el tipo estaba trás mio muriéndose de risa. Me di vuelta ya más tranquila y justo lo vi a Oliver pasar, iba perdido, me pareció que ni estaba intentando conseguir nada. Me vio y vino.
-¿Con quién hablás?
-Ah, nada, está todo arreglado. El tipo me lo trae acá y aproveché para llamar a mi hermana pero no atiende.
Colgué la falsa llamada.
-¿Juntamos sesenta rupias?

Mientras esperábamos, el gris del cielo se oscureció, las nubes eran como volutas de humo. Nunca vi algo así. Me saqué la ojota y puse mi pie encima del de Oliver, metí los dedos abajo de las cintitas de su sandalia.  Vino el tipo con una bolsa verde, le dimos la plata y adiós.
Volvimos a la pensión casi corriendo porque se largaba a llover. En el camino cruzamos un carrito que vendía comidas y a Oliver se le ocurrió que compráramos algunas cosas para cenar en la habitación. Yo no reconocía nada, le dije que sí. Compramos unas bolas fritas rellenas de papa y pollo y algo que tenía zapallo o alguna cosa dulce. El señor nos envolvió todo con papel de diario y nos lo dio hecho un paquetito.
En el camino hicimos el siguiente plan: ducha, porro, cena y película. Llegamos cuando caían las primeras gotas, cuesta abajo el camino se hizo más corto. No nos acordábamos bien si nuestra habitación era la 7 o la 8, yo me agaché para mirar por el agujerito de la puerta 7, Oliver largó una carcajada. Lo miré de golpe, riéndome, y perdí el equilibrio. Me caí de culo al piso ya mojado por la lluvia. Los dos estallamos de risa hasta que a mí me dolió la panza y a la vez me empezó a doler la caída. Oliver se acercó a levantarme y recién cuando me abrazó me di cuenta de que estaba tensa, me había asustado.

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