23 de junio de 2015

Subimos todos por un puentecito que elevan sobre el muelle. Oliver y yo nos sentamos al borde para ver el río. El barco arranca, se sacude y explota el ruido del motor sobre el agua.
-No me imagino que con este ruido muchos animales se queden cerca.

Yo no me animo a hablar durante gran parte del paseo, tengo miedo de que no aparezcan por mi culpa. Oliver finalmente propone que vayamos para adelante, cerca del vidrio. Entonces noto a la familia de chinos que estaba sentada al lado nuestro. La pareja es joven, no tienen más de 35 años. El hombre quizás 37. los dos sacan fotos con sus teléfonos a través del vidrio. El hijo es un adolescente con mucho sobrepeso, está encorvado sobre su teléfono jugando a algo. Los tres tienen el pelo lacio, grueso y negro. Oliver se pone cerca del conductor, que pronto nos empieza a hablar. Sonríe y tiene pocos dientes, nos habla en inglés, hace el bailecito de cabeza. Oliver le habla, tiene el sol en la cara, se acaricia el hombro de nuevo. Le debe doler por la humedad, como dice él. Nuestro nuevo amigo dice que se llama Robert y me pregunta si quiero probar manejar el barco. Me parece sospechoso, ya que ni le pedí ni me interesa manejar nada, pero accedo. El timón está pegajoso en las partes donde Robert tenía sus manos. Lo giro un poco para agarrarlo de otro lado y el barco se vuelve a sacudir, lo busco a Robert con la mirada, pero sus ojos están perdidos en los de Oliver, tiene un admirador más. Le cuenta que tiene 17 años, para mí parece de 50. Nació en un pueblo a 50 kilómetros del parque, en la montaña. Pero vive acá. Literalmente acá, duerme en el banco del barco. Vuelve a su pueblo algunos fines de semana. Vio tigres tres veces, y elefantes muchas, casi todos los meses. Me saca del timón, otro barco se acerca avanzando en dirección contraria. La buena onda se corta de repente y los dos nos giramos para el lado del agua, a ver qué pasa por ahí, quizás hoy justo es ese día del mes. Pero por un rato largo, nada. Alguna cigüeña, algún monito colgando por ahí. Vamos en silencio, el paseo es lindo igual. Sobre la costa aparece un edificio enorme, con torres como un palacio.
-Es un hotel- Robert nos vuelve a hablar- Ahí se quedó el presidente.
Yo sé muy bien lo que piensa Oliver de este tipo de cosas así que ni abro la boca. No entiende que alguien se vaya a quedar en un hostel pudiendo dormir a la intemperie. A mi las cucarachas me aterran, los mosquitos me pican siempre y tengo la piel sensible; la naturaleza me genera admiración pero no me entusiasma tanto. Oliver es el fan número uno, cumple a rajatabla su política de impacto cero, sacrifica oler bien, desinfectar, lavar la ropa por la madre naturaleza. Lo admiro y me molesta mucho a la vez. Ridículo y lógico. Antes de viajar, una tarde, yo estaba en su habitación y vi, sobre la mesa, un desodorante. No le podía sacar los ojos de encima pero tampoco le podía preguntar. Quería decirle tantas cosas, nunca puedo hablar abiertamente sobre estas cosas, sobre todo si son respecto al otro. Él fue al baño y cuando volvió, se acercó a la mesa y lo agarró
-¿Viste el desodorante que me compré?- ¿Cómo se había dado cuenta? Yo sé disimular- es orgánico.
Lo trajo a la cama y me lo mostró. Sentí que se me sacaban 70 kilos de encima, Oliver tenía un desodorante. De alguna manera mágica, misteriosa y milagrosa, le había llegado alguna pista de que ya no daba oler tan mal.

El barco gira de repente y choca con la punta contra una pared de cemento sobre la costa. Uno de los chinos grita desde el fondo, giro la cabeza y veo a la gente del barco que se empieza a amontonar contra los bordes: algo nada en el agua. 

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