24 de julio de 2015

15

El bus sale a las dos de la tarde pero tenemos que dejar la habitación antes de las once para que no nos cobren. Armamos las mochilas todavía medio dormidos y dejamos la llave en la recepción. Oliver quiere almorzar en un lugar que vio ayer. Hacen la típica comida de Kerala, lo él que quería comer todos los días también en Munnar. Un plato grande con compartimentos, en el más grande hay arroz. Así, sin nada. Un vaso de metal, como esos de campamento, con agua rosa adentro. Llegamos a la conclusión de que el agua es insípida, pero es rosa. A mí me da mucha inquietud, pero a Oliver parece no molestarle. Además, te traen ese pan fino, que acá se llama nan, y se come con las manos. A él le encanta comer con las manos, a mí también, pero no acá y tampoco me gusta la comida. Para mí, tiene sabor a nada. Es barato y austero, sospecho que eso es lo que más le gusta a Oliver. Encontramos el lugar y elegimos una mesa de cuatro asientos así hay lugar para las mochilas. Dejo la mía y voy para el baño, no me aguanto. Desde afuera ya siento el olor, adentro abro una de las puertas y me encuentro con el agujero en el piso y las paredes alrededor cubiertas de mierda. Un par de moscas enormes vuelan hacia mi cara. Doy un paso atrás y casi me tropiezo. Yo acá no voy al baño.

Vuelvo y un chico está acomodando los platos en nuestra mesa.

-¿Y conocés a las novias de tus hermanos?
-El más chico sale con una japonesa, creo.
El mozo apoyó los platos llenos de comida. Oliver se va a terminar comiendo su comida y la mía. Muero por un plato de fideos con tuco, antes de venir había probado comida de Kerala una sola vez, en Melbourne. También había sido con él. En el Teatro Nacional la Orquesta de Syndey iba a tocar la banda de sonido de Planet Earth, mientras en unas mantallas gigantes proyectaban imágenes inéditas del documental. Yo había comprado entradas sorpresa para mí y para Oliver, a él le encantó el regalo. Esa tarde nos tomamos el tranvía 86, en Johnston y Smith street. Me encanta la ruta de 86, avanza por Smith, se ven todos los cafes, esas casas altas y de colores tan viejas. Dobla en Gertrude street y en la esquina está el cartel gigante de lentejuelas violetas: COSTUMIERS. Ahí se alquilan los mejores disfraces del mundo. La vidriera cambia cada dos días y la ambientas según los disfraces que muestran. Con Bárbara nos encantaba ir a ver qué había, creo que yo la arrastraba un poco pero me tenía paciencia. También íbamos mucho a Saver´s, era nuestro paraíso con miles de pasillos de percheros de ropa usada. Vestidos de casamiento, tapados de piel, anteojos, era un mundo de cosas irrepetibles. Yo siempre me quería probar los vestidos de fiesta y Barbara entraba al probador con quinientas cosas y pasaba mil horas probándose y mirándose al espejo. La indecisión es una cosa que me exhaspera, pero eran esos los momentos en que yo le tenía paciencia a ella. La miraba y le contestaba a sus preguntas, aunque me hiciera las mismas una y otra vez. Nos íbamos cargadas de chucherías de vuelta para casa.

Cuando llegamos al teatro con Oliver, sacamos las entradas y fuimos al restaurante Keralés que encontramos a la vuelta. Era lindo para comer de noche y tenía un menú de 10 dólares; estuvimos un rato largo en silencio.
Las proyecciones eran en su mayoría de osos polares trepando por el hielo o la nieve. Cuando volvíamos caminando para casa, Oliver seguía en silencio, faltaba una semana para que nos vinieramos a la India y a mí me daba miedo preguntarle.

-¿Te pasa algo?

-Tengo miedo -. Y se sentó en el cordón de Johnston street, cerca de una de las cortadas. Esperaba que yo le preguntara algo, pero yo ya estaba cansada. Me empezaban a dar vergüenza sus ataques de cobardía y la manera tan infantil en que se escondía atrás de su relación con Kat y las ideas de su religión. Toda la historia, de principio a fin, me empezaba a enfermar. Tantas idas y vueltas para ir de la mano como dos chicos de la primaria, para esa relación de besos sin lengua y camas separadas. Lo ví sentado en el cordón, con su buzo azul de siempre, las uñas sucias, y me pareció tan tonto, tan inseguro, que por un segundo supe que nunca iba a funcionar. Me lo iba a comer crudo. Pero ese tipo de certezas son las que uno ignora rápido y prefiere olvidar ¿Cómo avanzaría la vida sin errores?

-Oliver, no vayamos a la India.

Esa noche volvimos a casa y estaban de visita Frannie y Leo. Habían traído MDMA. Cuando ví un grupo de gente, inmediatamente me separé de Oliver y le pedí a Mannar si podíamos compartir sus cervezas. Me incluí en la fiesta, él también pero se fue para el fondo con Callum y Lee.Yo nunca había tomado MD pero Bárbara me lo había recomendado. Esperamos hasta las once y nos tomamos una pildorita cada uno. Little Claire se había tomado el trabajo de separar todo el polvo en quince partes iguales que metió en unas cápsulas de Ibuprofeno que antes había vaciado. Seguimos tomando cerveza y escuchando música, algunos recién iban llegando del trabajo. Oliver apareció un poco más tarde con otra ropa, me dijo que se la había prestado Ciaran para salir, a mí me hubiese dado un poco de vergüenza por él si no hubiese estado ya bajo los efectos del MD. Él también había tomado con los chicos. Bárbara, Adam, él y yo bailábamos en el medio del living, las luces apagadas salvo por una o dos laptops que estaban abiertas por ahí. Cuando vino Ashley a proponer que fuéramos a Night Cat, salí corriendo a buscar mis cosas, me moría de ganas de bailar toda la noche, se me escapaba el alma del cuerpo por todos lados. Caminamos hasta Nightcat por las calles de Collingwood, tan amplias, industriales, grises y llenas de mística. Estaba tocando la banda de siempre, sobre un escenaio en el medio del lugar. Era una banda poderosa, con trompetas, saxo, batería, guitarra, contrabajo y una chica que cantaba. A mí me encantaba el lugar y era gratis, no sé por qué algunos, como Tom, no querían ir nunca. Solo me acuerdo que entré y bailé sin parar, como si fuera todo una larga canción. No sé cómo llegué al baño y senté muy cómoda en el indoro. El lugar estaba decorado como en 1920, y las paredes del cuarto de baño eran doradas y espejadas, llenas de relieves. Estoy segura de que en algún lado también había teciopelo rojo. Estoy segura de que lo toque, de que pasé mi cara por la tela. Y también de que pasé un largo rato ahí sentada, disfrutando de la soledad del baño, de la repetición de mi reflejo, del derecho y del revés, sobre la puerta del baño. Esperé las nauseas, el mareo y el malestar de la borrachera, pero no vino nada de eso. Estaba bien, tan feliz, tan bien, que salí del baño y volví a bailar, como un perrito a cuerda. Después fuimos a Yah Yahs, no es lejos así que anduvimos caminando por Brunswick street. Lo más lindo de Collingwood es que los fines de semana a la noche, la calle parece una fiesta de amigos, con toda la gente del barrio yendo de acá para allá, saludándose en las esquinas. Hay músicos dispuestos por la calle, un grupo de tipos tocan con instrumentos de percusión hechos en casa y un megáfono. La gente se para a bailar en la vereda o a hacer la cola para comprar porciones de pizza en el negocio de los turcos. En Yah Yahs había une scenario y estuvimos toda la noche bailando ahí. No recuerdo que hayan pasado ni una canción que conociera, pero sí que la sbailé todas y cada una. Había un telón al fondo del escenario y Mannar y Ashley jugaban a esconderse e ir apareciendo de a partes: una pierna, un brazo, la cara riéndose, sin poder sacarse la sonrisa de la boca. A mí me daba risa pero estaba tan desesperada por bailar, estaban todos alrededor mío y podía bailar con cualquiera, Oliver, como siempre, tiraba sus pasos hermosos de baile, tan únicos y hermosos. Volvimos a casa caminando Oliver, Bárbara y yo. Compré unas papitas en el Seven Eleven de la esquina, las abrí, le ofrecí a Bárbara y agarró un manojo. Le ofrecí a Oliver y dijo qu no. Yo pensé que iba a ser su heroina.

-¿No te gustan?

-Prefiero evitar cosas con sabor artificial -. Miré el paquete: eran sabor Ketchup.

-Mañana voy a ir a nadar, -dijo, y después nadie volvió a hablar.

Cuando llegamos a la casa, Bárbara y yo atacamos el estantede la ropa gratis. Ahí, todos los que se iban dejaban las cosas que no quería llevar, sobre todo ropa. Nuestra habitación quedaba justo al lado del estante, entonces cada vez que veíamos cosas nuevas, las agarrábamos y nos las llevábamos para probar. A veces, ella encontraba cosas que pensaba que me iban a gustar y me las guardaba para que nadie más se las llevara. Bárbara se fue convirtiendo lentamente en una amiga.
Se hacen las dos y vamos a la terminal a buscar el micro que nos lleva a Kottayam. Yo ya perdí el rumbo, no entiendo bien adónde vamos. Oliver dice que desde ahí vamos a tomar el tren a Goa, a mí se hace que estamos volviendo para atrás. De todas maneras, vamos de nuevo por las rutas de tierra sinuosas de la montaña, deshaciendo el camino que hicimos hace unos días. De nuevo el polvo nos tapa todo y el calor sofoca. Conseguimos un asiento y aunque hay gente parada, no nos da lástima quedárnoslo. Estamos los dos muy cansados. Sube una chica con un bebé en brazos y entonces me doy por vencida, levantándome.

-No, no -, me dice la chica, empujándome para que me vuelva a sentar. Cuando me acomodo, se agacha y me pone al bebé sobre la falda. Oliver larga una carcajada, le divierte la situación. Cargo con el bebé como cuarenta minutos, la verdad es que no me hace mucha gracia y el mullidito del pañal contra mis rodillas me da bastante asco.

El camino se hace mucho más rápido esta vez. Un rato después de toda la historia del bebé, empezamos a frenar en los suburbios de Kottayam. Tardamos un rato largo en llegar a la terminal final, que es la que necesitamos. El colectivo llega casi vacío. Estamos nosotros y un señor flaco y alto que parece ciego. Cuando bajamos, Oliver lo deja pasar primero. Damos tres pasos en tierra firme y fuimos abordados por una mujer que nos mostraba las fotos de su hostería.

-Buen precio, para usted, buen precio -. Le dice a Oliver.

-Yo no tengo ganas de andar buscando -, le digo yo. Y él discute con ella cuánto y dónde y todo eso. Lo termina de convencer ella cuando dice que a partir de mañana hay una habitación libre que tiene terraza terraza. La seguimos por un par de cuadras, son las cinco de la tarde y el sol brilla fuerte como al mediodía. Las calles son imposibles de cruzar, los autos, los tuc tucs y las bicicletas van y vienen sin carriles ni direcciones obligatorias. Las vacas paran el tránsito donde se les canta y el peatón es el último eslabón de la cadena. Atravesamos unas rejas pintadas de blanco y llegamos a una puerta grande y majestuosa, de madera tallada. En el frente hay un patio con un banco y espacio para caminar en cuadrados, como hago yo cuando hablo por teléfono. Entramos al living de una casa de familia, aparentemente de clase alta. Unos cuantos sillones alrededor de una alfombra, el televisor y la mesa baja. Una escalera amplia cubierta con alfombra roja sube al primer piso. En el comedor, una mesa de madera grande y ovalada con nueve sillas. Nos indica que la sigamos, nuestra habitación queda justo al lado del living. Está buena, es grande, tenemos un escritorio con un espejo grande y ventanas de madera, como si estuvieramos en casa. Nos muestra con cuál llave se abre la puerta de la habitación y con cuál la puerta de calle y la reja blanca.

-Mi nombre es Alicia, yo también vivo acá, por cualquier cosa -, dijo y se fue. Oliver tiene una cara de mal humor insoportable. Se escuchan las voces desde el televisor del living. No lo aguanto más, ni a él ni a la India. necesito salir a hacer algo sola.

-¿Me das un poco de plata del pozo común? Voy a comprar agua.

-No hay ahora

-¿Qué pasa, Oliver? -, se mueve inquieto con sus cosas todavía colgándole de la espalda.

-Hace como tres días que no hago deporte. La plata la gasté para pagar mi parte de la habitación porque no había sacado del cajero. Tengo que reponerla. Voy a ir a correr -. Deja su mochila en una esquina, se saca las sandalias y se pone sus zapatillas. No salgo de mi asombro. Me da un beso en el cachete y se va; de alguna manera obtengo lo que necesito. Reviso la mochila de Oliver hasta que encuentro la computadora, con una mano la sostengo y con otra apreto el botón de encender. Salgo de la habitación en busca de Alicia, la encuentro en la cocina lavando una pila de platos. Tiene puestos unos guantes naranjas, como los que hay en la casa de mis papás en Buenos Aires.
-¿Alicia? ¿Hay wifii?
-La contraseña es cochinito.

Intento conectarme varias veces, no anda la señal de la casa. Una y otra vez aprieto Reparar, gira el cursor, aparece el relojito de arena, nada. Tiempo perdido. Escribo cochinito todo es mayúscula, en minúscula, entremezclado. No engancha, entonces agarro la bolsa de tabaco y las sedas. Menos mal que fumamos primero es Drums que era de Oliver y ahora queda el Pueblo, que era el mío. El Drums para mi es infumable, pero en ese momento estábamos de despedida en bienvenida y entre tanta cerveza daba igual lo que fumaba. Ahora necesito un buen cigarrillo para acompañar este momento. Mesiento en el banquito del patio de adelante y armo el pucho sobre mis rodillas. Hace mucho calor aunque el sol ya empieza a bajar. Por nuestra calle el tránsito es normal, pero en la esquina más próxima se siente el ajetreo. Pasa una pareja caminando y entran por la reja blanca.me da verguenza haberlos mirado tanto, si hubiera sabido que venían acá, no los miraba. Ella larga una carcajada y el la agarra de la cintura para caminar.
-Hola -, me dice él. Me tiene que estar hablando a mí, no hay nadie más en el patio.
-¿Qué tal? -, le respondo. Se saca los anteojos, ella me mira también.
-Nos vamos mañana temprano y tenemos un par de cervezas que vamos a dejar acá, ¿quieren quedárselas?
-¡Ah! Ustedes están en la habitación con terraza.
Me invitan a subir a buscar las cervezas de su heladera. La habitación es más grande que la nuestra, las ventanas de abren de par en par y dan a una terracita de ladrillo, con una mesa redonda y cuatro sillas de plástico. Tienen la cama deshecha, las mochilas ya armadas en una esquina, listas para partir. De uno de los bordes de la cama de madera cuelga una bikini mojada.
-Me gusta su terraza.
-¿Querés tomar una de las cervezas acá? - Sobre la mesa hay un picador y unas sedas. Tengo el cigarrillo que me armé entre los dedos. Me acerco a una silla antes de contestar.
-¡Dale!
Recién cuando nos sentamos los tres podemos observarnos las caras. Él tiene pelo con rulos, lo suficientemente largo como que se le armen resortes de bucles. No tiene remera y le cuelga del cuello una soga con una flecha. No tiene tatuajes pero sí un anillo en el dedo chiquito de la mano izquierda. Ella es hermosa, dice que se llama Bar. Tiene la piel color oliva, el pelo morocho ondulado y brillante, y ojos marrones almendrados. Son de Israel.

-El otro día en la playa, los tipos nos pedían todo el tiempo sacarse fotos con nosotros y después conmigo sola -. Yo también quiero una foto con ella; creo que la amo.

Él se llama Dan, termina su primer vaso de cerveza y empieza a armar un porro gigante. Son de Israel.

-¿Israel? Sólo conocí a una persona de Israel, viajando por el Norte de Argentina -. Era Olaf, el que habíamos conocido en Santa con Jackie. Sabía que muchos israelitas terminaban el entrenamiento militar y se tomaban un año sabático para viajar. Ellos dicen que eso ya lo hicieron cuando eran más chicos, ahora están de viaje de novios. Me pasa el porro, tiene un filtro hecho con la tarjeta de la pensión. Fumó tres veces y se lo paso a Bar. Doy un trago a mi cerveza, está fría y me lleva directamente a las noches de Melbourne, a los amigos.

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