Bajamos de la cama y nos sentamos en una que está vacía, perpendicular a las nuestras. Oliver
abre el paquete de papel de diario y me ofrece. Desayunamos en
silencio, mirando por la ventana. Ahora estamos atravesando un
desierto de pasto. Él va a buscar nuestros libros y nos quedamos acá
juntos leyendo cada uno lo suyo. El tren frena cada tanto y baja y
sube gente. De nuevo los vendedores copan el pasillo, el olor a
comida, alguna que otra gallina que sube, husmea, y se va. Aparece un
grupo de adolescentes que viene del otro vagón, gritando y pasándose
una botella de vidrio que esconden adentro de una bolsa. Vienen
directamente hacia Oliver, le hablan, le hacen preguntas, lo tocan
mucho. Todos están muy contentos con él, uno le pide se si puede
sacar una foto conmigo. Oli me mira
-¿Por qué no? - No creí que fuera a
responder, pero respondió. El chico me abraza por el cuello, tiene
olor él también, podría ser buen amigo de Oliver, competir a ver a
quién le importa menos incomodar a los demás. Uno con granos en la
pera nos saca la foto. A Oliver le pasaron la botella, él toma y
otro se la vuelve a sacar, se la siguen pasando entre ellos.
-Vamos, vamos, -lo abrazan, se lo
quieren llevar con ellos. Me mirá, yo le levanto los hombros, me
río. Le muestro mi libro y me pongo a leer con el libro bien cerca de los ojos. Ellos avanzan hacia el final del vagón y desaparecen,
escucho la risa de Oliver y después nada más, cierro los ojos y me
acuesto, el arrullo de las ruedas del tren y los rayos del sol me
calientan los pies y la cara. Esta cama está
mucho más estropeada que la mía, abro un poco los ojos y muy cerca
de mi cara veo que el cuero se empieza a romper y una gomaespuma
color ocre empieza a escaparse del confinamiento. Me paso a mi cama y
me ato las cosas al pie. La última vez que dormí en un tren fue en
el transiberiano, hace un año y medio. Iba de camino a Australia
desde Berlín y quería hacer la mayor parte del recorrido por
tierra. En aquel tren, cerraban los baños una hora antes y una hora
después de parar en cada estación. Las gerontas portoriqueñas que
viajaban en mi vagón vivían quejándose.
-Me orinooo, ábreme el lavabo. - Al
menos en este viaje, nadie pelea por ir al baño. La gente hace sus
cosas donde quiere.
Los
de abajo no están, Oliver todavía no volvió. Abro su mochila y
busco el porro, tenemos todavía un poco. Me armó un cigarrillo
finito y bajo de la cama a la ventana. La abro un poco. El sol me vuelve a calentar la cara en un segundo. La
punta de mi nariz es la que siempre más siente el frío y el calor.
Enciendo el porro con cuidado de que el humo no entre nunca en el
vagón, saco la cara afuera apenitas y fumo durante un rato. Nadie
vuelve a su lugar, sigo sola con los vecinos de algunas camas más
lejos. Me siento en la cama de abajo para dar las últimas secas. El
sol y el traqueteo del tren de nuevo me llevan más allá, me acuesto
y me duermo con una sornisa en la cara, los labios hinchados de
calor. Me despierta Oliver abrazándome, me quiere cambiar de lugar
sin despertarme. Lo rodeo con mis brazos y lo ayudo, entreabriendo
los ojos todo lo que veo está teñido de naranja. Me sube a mi cama
pero yo no le suelto el cuello, lo tiro un poco para que venga, que
suba, le doy besos en la cara.
-Me
da cosa, - me dice.
-No
me importa, vení. - Y se sube conmigo, me abraza y me voy quedando
dormida en su pecho mientras lee sus cosas de fantasía.
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