4 de septiembre de 2015

19
El taxista se va metiendo por calles cada vez más estrechas, más atravesadas por la selva. El auto casi no entra por el camino armado sobre la vegetación. Vamos así como media hora, el asiento de atrás se mueve mucho. Estamos los tres en silencio. Yo vomité esta mañana en la habitación, me sentía mareada desde la madrugada. Me miro al espejo y me veo terrible. Siento el cuerpo caliente por fuera y frío por dentro.
El camino hasta Bogmalo Beach es de cuarenta y cinco minutos según el conductor. Oliver está contra su ventana, en la otra punta del asiento. Me viene bien, así puedo respirar. Le pide al conductor que nos lleve a la ruta norte de Bogmalo, esa indicación le dio su papá para que encontráramos su hostería. A mí las cosas nuevas me cuestan, me pongo rara. Me puse el vestido largo, ahora es el que menos calor me da. Quiero llegar y no quiero llegar nunca. Le agarro la mano a Oliver en el medio del asiento, él me mira y se estira para darme un beso en el cachete. Mmua. Salimos del matorral, el camino se empieza a despejar hasta convertirse en una calle de tierra. Entonces aparecen los primeros edificios, construcciones chicas y de mala calidad, algunos ladrillos apilados y techos de chapa en mal estado. A medida que avanzamos, se va armando el pueblito de playa. Me imagino que alguna vez habrá sido un pueblito de pescadores, como casi toda Goa. Tanto tuvieron que pelear los hindues para que Portugal les devolviera la independencia de Goa para que se les llenara de hippies ingleses en los setentas, drogones y fiesteros. En el presente convive esa gente quemada por ese pasado con turistas en busca de fiestas baratas. Me pregunto cómo sería llevar a Oliver a Argentina, ¿la gente lo odiaría?¿cuantas veces hablaríamos de Malvinas?
Doblamos en la esquina del edificio de ventanas grandes y nos encontramos con el cartel: Majestic Hotel. A traves de las enredaderas vemos una pileta con reposeras y un bar. Qué lindo sería dormir una noche detrás de alguna de esas ventanas con vista al mar, las cucarachas y los mosquitos lejos de la cama. Atravesamos el centro del pueblo, en varios puestos venden rastrillos, pareos y flotadores para el mar. Vamos despacio y los hombres nos miran fijo mientras pasamos. Estamos llegando, me da taquicardia y se me da vuelta el estómago. Por mi ventana, a unos metros, veo el mar ahí nomás. El auto frena. Puedo abrir la puerta y cruzar la calle de tierra, bajar los tres escalones, hundirme en la arena, correr hasta la arena mojada, correr adentro del mar, con el agua cada vez más arriba, hasta que correr se convierta en nadar. Oliver sale de su lado y va para el baul a sacar su mochila. Mientras me cuelgo la mochila en la espalda, él ya se adelante, acerándose a las dos personas que están paradas a unos metros, mirándonos. Su papá es alto y flaco. Sue es mediana y redonda, con bucles rojos en el pelo.


-100 rupies, madam -. Oliver no le pagó, el pozo común no sirve para nada.

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