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El
taxista se va metiendo por calles cada vez más estrechas, más
atravesadas por la selva. El auto casi no entra por el camino armado
sobre la vegetación. Vamos así como media hora, el asiento
de atrás se mueve mucho. Estamos los tres en silencio. Yo vomité
esta mañana en la habitación, me sentía mareada desde la
madrugada. Me miro al espejo y me veo terrible. Siento el cuerpo
caliente por fuera y frío por dentro.
El
camino hasta Bogmalo Beach es de cuarenta y cinco minutos según el
conductor. Oliver está contra su ventana, en la otra punta del
asiento. Me viene bien, así puedo respirar. Le pide al conductor que
nos lleve a la ruta norte de Bogmalo, esa indicación le dio su papá
para que encontráramos su hostería. A mí las cosas nuevas me
cuestan, me pongo rara. Me puse el vestido largo, ahora es el que
menos calor me da. Quiero llegar y no quiero llegar nunca. Le agarro
la mano a Oliver en el medio del asiento, él me mira y se estira
para darme un beso en el cachete. Mmua.
Salimos
del matorral, el camino se empieza a despejar hasta convertirse en
una calle de tierra. Entonces aparecen los primeros edificios,
construcciones chicas y de mala calidad, algunos ladrillos apilados y
techos de chapa en mal estado. A medida que avanzamos, se va armando
el pueblito de playa. Me imagino que alguna vez habrá sido un
pueblito de pescadores, como casi toda Goa. Tanto tuvieron que pelear
los hindues para que Portugal les devolviera la independencia de Goa
para que se les llenara de hippies ingleses en los setentas,
drogones y fiesteros. En el presente convive esa gente quemada por
ese pasado con turistas en busca de fiestas baratas. Me pregunto cómo
sería llevar a Oliver a Argentina, ¿la gente lo odiaría?¿cuantas
veces hablaríamos de Malvinas?
Doblamos en la
esquina del edificio de ventanas grandes y nos encontramos con el
cartel: Majestic Hotel. A traves de las enredaderas vemos una
pileta con reposeras y un bar. Qué lindo sería dormir una noche
detrás de alguna de esas ventanas con vista al mar, las cucarachas y
los mosquitos lejos de la cama. Atravesamos el centro del pueblo, en
varios puestos venden rastrillos, pareos y flotadores para el mar.
Vamos despacio y los hombres nos miran fijo mientras pasamos. Estamos
llegando, me da taquicardia y se me da vuelta el estómago. Por mi
ventana, a unos metros, veo el mar ahí nomás. El auto frena. Puedo
abrir la puerta y cruzar la calle de tierra, bajar los tres
escalones, hundirme en la arena, correr hasta la arena mojada, correr
adentro del mar, con el agua cada vez más arriba, hasta que correr
se convierta en nadar. Oliver sale de su lado y va para el baul a
sacar su mochila. Mientras me cuelgo la mochila en la espalda, él ya
se adelante, acerándose a las dos personas que están paradas a unos
metros, mirándonos. Su papá es alto y flaco. Sue es mediana y
redonda, con bucles rojos en el pelo.
-100 rupies, madam
-. Oliver no le pagó, el pozo común no sirve para nada.
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