16 de abril de 2016

Entonces recordó aquella tarde en que había llegado –adrede- temprano a la reunión en lo de Berta. Caminando hacia la entrada sintió su presencia. Lo había sabido antes de verlo, estaba ahí, en el jardín de adelante, haciendo florar el olor del pasto mojado que llegaba a su nariz mezclado con algo de Cesar, el olor de su pelo. Lo encontró saltando entre perros que corrían alrededor suyo mordiendo el aire. Su risa fuerte y entrecortada gruñía más fuerte que los perros, cada bocanada de aire que tomaba, ah. Estaba a solo unos pasos cuando la vio. Ella sospechaba que ya la había visto pero se hacía el tonto para dejarla gozar unos segundos más. Sonrió. Las bestias se le vinieron encima, le apretaron la piel de la espalda con las uñas y le llenaron la pollera de saliva. Aurora se tambaleaba sobre los tacos mientras intentaba no caer en un colapso nervioso. Cesar echó a los perros con sus manos grandes. Los empujaba hacia atrás por el cuello, insistían pero él también.
La estaba protegiendo.

En la mesa todos contaban historias sobre personas que ella jamás había oído nombrar. Sólo sonreía y asentía, feliz de estar cerca de él, de verlo comer, de ver las migas que se escapaban de su comida cuando la llevaba a la boca, de ver a los perros con sus narices hurgando la alfombra. El espectáculo la llenaba de amor y fingía toser para llevarse la mano a la cara y poder sonreír a escondidas.

Se perdió, distraída entre las calles. No sabía dónde estaba. Le temblaban las manos, frenó el auto y bajó a fumar un cigarrillo. Ella piensa en un cigarrillo y la habitación se llena de humo, piensa en él ¿y?

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