Las calles la guiaron hasta la entrada de la medina, un
laberinto inmenso de más calles y pasillos. Se entregó por completo a ese mundo
de diferencias. Las paredes irregulares y despintadas sudaban sobre ella, las
mujeres bajitas se deslizaban con velocidad entre la multitud. Las suelas de
sus zapatos se hundían en el barro blando al caminar.. Al levantar la mirada,
se encontró con un par de ojos negros, un burro defecando en la esquina, una
boca sin dientes sonriendo. Cesar venía caminando hacia ella, tenía el pelo
corto y la barba crecida. Giró a la derecha y desapareció. El corazón de Aurora
dio un salto y sin pensar giró tras él para buscarlo. Se adentró en el
laberinto y se desorientó. Las callecitas se repetían, la boca sin dientes de
nuevo, el burro ahora comiendo, pero Cesar no aparecía. A su paso empezó a
despertar gritos y escándalos, los hombres tiraban de su brazo para hacerla
entrar a sus negocios, le hablaban en varios idiomas.
-María, ¡María!, -la llamaban.
¿Había imaginado a Cesar? Juraba que era él, insistió por
los pasillos, necesitaba saber si estaba en lo cierto. Era difícil distinguir
dónde terminaba una tienda y empezaba otra. Las carteras de uno se mezclaban
con los vestidos de otro. Los hombres, con largos palos terminados en gancho,
descolgaban perchas a pedido de los clientes. Eran tan ágiles que el gancho se
volvía mano. En medio del mundo de
telas, una tienda de especias. Sobre mil tarros dispuestos a la calle, las
especias en conos como volcanes coloridos. Los nombres escritos en árabe no
le daban ni una pista. Cada vez que alguien compraba alguna especia, una
montaña se destruía; entonces desde el fondo de la tienda un niño aparecía con
cara de dormido y se encargaba de la hermosa tarea de volver a darle forma.
¿Cómo olerían sus manos al final del día? Ella recorría las tiendas volando,
observando y deteniéndose en los rostros
con barba.
-Cuero de camello, señora, -repetía el hombre mientras
bajaba la percha con su brazo de gancho. Dio un paso atrás y se perdió de nuevo
entre la gente. Ahora todo olía a cuero pero distinto, más fuerte y crudo. Al
final del pasillo se tropezó con la mesa de un bar, la comida también olía a
cuero crudo. Por todos lados escuchaba su nombre; todos necesitaban su
atención.
-Señora, por favor, por favor señora, -repetía un hombre
extendiéndole una mano, con la otra llenaba una bolsa de plástico con orégano.
-Por favor, - Aurora le dio un billete de dos pesos. Él lo
tomó y desapareció entre la gente. Se quedó ahí parada mientras oía a sus
espaldas el llamado de la jungla. No podía moverse de su lugar, le temblaban
las rodillas. Su cuerpo se balanceaba al ritmo del tumulto de gente que la
empujaba. Dio pasos perdidos apoyándose
en los hombros de cualquiera. Las voces de los vendedores se mezclaron con
un zumbido que explotaba en su cabeza.
Ya no encontraría a Cesar. Perdió la ubicación, no tenía idea de cómo salir de
ahí. El sol estaba cayendo y cada vez veía menos turistas a su alrededor.
Prefería morir que quedarse sola, se le cerró el pecho y no pudo respirar.
Caminó hasta una silla que había frente a una tienda y se sentó tomando una
enorme bocanada. El empleado se acercó de inmediato, tenía una chilaba verde y
las manos enroscadas por debajo de las mangas.
-¿Zapatos?, -el hombre sacudía los zapatos cerca de su
cara,- Señora, ¿zapatos?
-No, ¿una pregunta?
-Soy Youseff, dígame.
Le pidió que la guiara hasta la salida más próxima. . Por
momentos el trayecto se convertía en un fino pasillo con piso de barro por el
que apenas cabían sus cuerpos, otros parecían estar atravesando los interiores
de alguna casa, con la familia sentada a la mesa. Luego una plaza con un gran
horno encendido, la gente del barrio haciendo fila para usarlo. Las mujeres
iban con ollas en las manos o manteles o niños. Ella seguía asfixiándose, el
amor se le escurría entre los dedos. Su guía la tiraba del brazo cada tanto
para mantenerla cerca, la cara asustada
de Aurora era una molestia innecesaria. Un burro estacionado cargaba la
verdulería encima con un gorro de paja entre las orejas. El ruido se
multiplicaba, las voces. La música era el golpear de tambores que coincidía con
el paso de la gente. Para tranquilizarse, Aurora pensó en una postal que le
había mandado su abuela; escribía desde Turquía y hablaba de un instrumento de
música que sonaba en los bazares.
Llegaron a un claro, un centro, una fuente y silencio absoluto. Volvió a respirar.
Llegó a la salida de la medina guiada por Jouseff. Le
agradeció modulando con cuidado la palabra gracias, agachó la cabeza y
le sonrió.
-Usted, paga.
-¿Qué?
-Paga.
Puso cinco dírham en la palma de su mano.
-Son treinta.
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