Los padres de Ofelia, Helena y Ramón, se
habían casado bajo circunstancias extraordinarias. Él era amigo de la familia y
se enamoró de Helena cuando era todavía una niña. El padre de ella detectó
cierta extrañeza en la relación desde temprano y fue generándose entre él y
Ramón una suerte de pacto que implicaba un futuro casamiento. Nunca había
querido tener hijos y se le ocurría que esta era la mejor manera de dar la crianza
de Helena por terminada.
Ella no sospechaba de los finos hilos con
que otros habían tejido su vida. La mañana en que cumplía 18 años, su padre
entró a su habitación sin golpear la puerta, encendió la luz y dijo con voz
seca:
-Te vas a casar con Ramón.
Apagó la luz, cerró la puerta y la
abandonó a que se ahogara en el profundo mar de sus pensamientos. Sonrió y
nadie pudo verla ¿quién era el misterioso hombre con el que compartiría, por
primera vez, su cama? Poco sabía de lo que le esperaba. Jamás se le ocurrió que
su padre hablaba del viejo Ramón, aquel que a los treinta era ya un anciano
para ella.
Helena dormía con los ojos cerrados y la
respiración pesada. Soñaba que dos mujeres fabricaban su vestido de novia en
una habitación cuadrada de paredes marrones. Cosían con los dedos, como
trenzando los hilos, formando los pliegues de un vestido resplandeciente. La
acción se prolongaba durante un largo rato, mientras las mujeres tenían
conversaciones que en el sueño no se podían escuchar. Un perro ladrando irrumpía
en la habitación, los ladridos eran constantes y suaves; pronto se volvían más
fuertes y claros, como un puño golpeando contra una puerta.
Helena abrió los ojos, sus pensamientos
todavía en el sueño. Vio la puerta de su habitación que se abría apenas,
despacio, mientras el ruido de los golpes se iba apagando. Ni respiró. Como en
cámara lenta, fueron apareciendo: una, dos, tres, miles de flores que formaban
un ramo envuelto con una cinta roja, un brazo que las cargaba, una cabeza
despoblada de pelo y, finalmente, la cara del viejo Ramón.
Pocos meses después del anuncio, se
casaron. A la fiesta fueron amigos del padre y compañeros de trabajo del novio.
Los invitados de Helena eran pocos: la mayoría de sus amigas se habían ido a la
ciudad o trabajaban lejos. Sus primas, Mariana y Florencia, hijas de una prima
de su madre, la ayudaron con el vestido y los detalles en general.
-Qué suerte que ya te cases, tan
jovencita,- le dijo Florencia mientras le abrochaba los botones forrados en
raso blanco. Mariana era más reservada, la peinaba en silencio, le iba
trenzando pequeñas mechas para luego atarlas todas en un recogido. Tenía la
boca llena de horquillas negras.
Después de la comida, los novios bailaron
el vals. Helena se sonrojó al verse expuesta ante tantos extraños. Buscó las
caras de sus primas entre la gente, definitivamente no estaban ahí. Mariana y
Florencia estaban sentadas en el escalón de la entrada de la casa.
-Pobrecita, - dijo Florencia mientras
Mariana le daba chispa al encendedor y se levantaba un fuerte viento que
arrastró hojas y ramas, y le impidió escuchar lo que decía su prima.
Cuando sonó la última nota del vals,
Helena se disculpó con Ramón y fue corriendo al baño. Se encerró, se apoyó
contra la puerta y empezó a llorar. Le caían las lágrimas sin esfuerzo mientras
una bola viscosa de mocos le colgaba en cámara lenta de la delicada nariz. El
corazón le latía fuerte y por un momento la idea cruzó su mente: voy a morir,
tengo que morir.
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