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Munnar. Lo tenemos anotado próximo en la lista que nos
hizo Thomas en Melbourne. Él viajó por la India durante tres meses, creo que es
de confiar. Para empezar, es francés, y los franceses tienden a menospreciar
todo. Dijo que a mí, especialmente, me iba a gustar; yo me sigo preguntando especialmente,
¿por qué a mí?
El día que compramos los pasajes, Bárbara me apartó
para hablar y me dijo que Oliver tenía expresión de terror. Ella tiende a ser
paranoica y tuve miedo de que se me pegara esa paranoia. Claro que Oliver
estaba nervioso, yo también lo estaba. A duras penas nos conocíamos y nos
estábamos yendo de casa, a pasar tiempo solos, con todo lo que no pasaba entre
nosotros.
Hace mucho calor y el colectivo va lleno; adelante
viajan las mujeres y atrás los hombres. Venimos al fondo juntos, hay tanta
gente parada que se genera una intimidad forzada. Me siento mareada, recorremos
kilómetros de calles de tierra. Recién a la media hora aparece el primer pueblo
y la gente empieza a bajar. Cuando descomprime, agarramos un asiento y me
duermo con la cabeza sobre sus rodillas. Me siento contenida durmiendo con movimiento
alrededor. Apoyo la cara en la palma de su mano.
Me despierto por el movimiento del micro. Oliver está
durmiendo, vamos muy rápido a través de una ruta de montaña, saltamos de un
lado a otro por las piedras del camino. El motor hace ruidos como si fuera a
desprenderse.
-Hermosa- me dice, y me acaricia el pelo. Tiene cara
de dormido, los ojos azul oscuro. Le agarro la mano sobre mi cara y lo hago que
me acaricie un rato más. Hay algo de estar cerca suyo que me hace olvidar de
todo lo demás y perderme. En la India, hablando en inglés todo el día, es
difícil recordar quién era hace poco.
¿Y Oliver? Hace unas semanas tenía una idea tan
diferente de él, fruto puro de mi imaginación, de cosas que voy comprobando que
no son y nunca dieron indicios de ser. Una noche en Melbourne, Oliver me dijo
que Catie iba a pasar unos días por la ciudad de camino a Christchurch, donde
iba a ayudar a las víctimas del terremoto; yo no pude dormir pensando en los
terremotos y se lo dije. Nos pusimos a jugar a las cartas. La luz del velador
me iluminaba desde atrás, sentía los rayos calientes que rebotaban sobre mi nuca
y explotaban por la habitación. Me concentré en el orden de las cartas, incliné
la cabeza y pensé que Oliver, al levantar la vista y mirarme, pensaría en la
virgen de Guadalupe.
Cuando nos volvimos a acostar, le pedí que me hablara
hasta que me durmiera. Cerré los ojos y lo escuché con atención, fingiendo la
respiración cada vez más pesada, hasta que empezó a hablar más lento y se quedó
dormido. Entonces abrí los ojos; la luz de la calle todavía me dejaba ver algo
adentro del cuarto. Su diente chueco, hermoso, brillaba asomándose por debajo
del labio.
Unas semanas después llegó Catie a Melbourne. No vino
nunca a nuestra casa, se encontraron solos en Lentils. Yo me quedé leyendo Franny and Zooey y esperando a que
llegara Bárbara para decirle de hacer algo, lo que fuera con tal de distraerme.
No tenía celos, sabía que ella no le daba besos ni cuando eran novios, pero
igual quería salir, no pensar demasiado en el tema, en su pelo largo y sus
piernas, su boca de frutilla.
Fuimos al jardín botánico y a la vuelta ahí estaba
Oliver, en el patio de la casa, cosiendo su sandalia. Era de esas deportivas,
bien agarradas para correr o escalar. Las había comprado usadas en Nueva
Zelanda, le sobraba un poco encima de los dedos. Era la tercera vez que las
cosía.
-¿Cómo te fue?
Le di un beso en la frente.
-Bien.
Seguía hablando pero yo pasé de largo hasta el baño.
Me puse colorada, mientras hacía pis sentí la cara hirviendo y me tuve que
poner las manos frías en las mejillas mientras equilibraba mi peso para no tocar
el inodoro. Oliver trajo esas sandalias hasta la India, cualquiera de estas
noches se las tiro a la basura.
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