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Alguien escupe mocos en la habitación de al lado, se escucha como si
estuviera escupiendo sobre nuestra cama. Oliver enciende la música, está de
buen humor. Para cuando me levanto, ya está haciendo sus malabares. Salgo a
ponerme desodorante, un señor en chilaba parado a unos metros de nuestra puerta
me da los buenos días.
Munnar queda en la montaña y está cubierto de
vegetación. Cuando salimos podemos girar hacia la izquierda, por donde empieza
el bosque, o hacia la derecha, camino al pueblo y a la estación. Hoy al
mediodía subimos por ahí, el sol ya pega fuerte sobre el suelo de barro,
nosotros caminamos de la mano esquivando los charcos. Las calles de la India
son eléctricas, las vacas y las gallinas pican su almuerzo de las bolsas de
basura. Los negocios tienen millones de años, el suelo está cubierto de polvo y
es imposible saber si la gente va o viene o atiende el local, las caras se esconden
entre telas y bijouterie. Las verduras se apilan siempre de manera geométrica,
haciendo ilusiones hermosas. Saco algunas fotos. Sobre el mostrador de la
farmacia hay una gran vitrola, el cuerno lustrado brilla como la seda entre las
cajas de remedios. En bolsas de arpillera encontré fideitos de colores y de
distintas formas. Hay estrellas y letras. El piso del mercado está cubierto de
verduras descartadas o perdidas que entre todos vamos pisando y arrastrando por
ahí. Los pasillos son oscuros y, cuando salimos, a los dos nos cuesta adaptar
la mirada a la luz natural. Oliver frena porque se le termina de romper la
sandalia.
—Necesitamos comprar un par nuevo.
Me pregunto si Bárbara habrá conseguido el puesto de
limpiadora. En la casa de Melbourne, el que limpia no paga el alquiler. Bárbara
va a ser buena, en nuestra habitación pasaba la aspiradora todas las semanas y,
si la dejabas, ordenaba un poco tus cosas, las apilaba o las ponía en un
rincón. Hablábamos día y noche de Ciaran, ella fantaseaba y a mí me sorprendía
su capacidad de poner esas fantasías en palabras sin sentir vergüenza: Sería el marido perfecto, me decía con
los ojos bien abiertos, ¿vos qué pensás? Y yo me reía, aunque ella me lo
preguntaba en serio, mirándome con sus ojos de elfo. La primera vez que salimos
todos juntos, me dijo:
—Me gusta el irlandés.
—A mí el inglés —le contesté.
Bárbara trabajaba en el Trippy Taco de Gertrude Street
y yo cuidaba a Henry a la vuelta. Lo buscaba por la escuela, en su casa le
preparaba la merienda, se ponía sus botas de lluvia y salíamos a pasear. A
veces la íbamos a saludar, la encontrábamos con los guantes puestos y la gorra
tan prolija, con el pelo recogido en una colita. Cuando queríamos hablar y que
nadie nos entendiera, cambiábamos del inglés a una mezcla de italiano y español.
El idioma de las fantasías.
Después del viaje a Lorne, Oliver, haciéndose el
casual, me invitó al museo; yo convencí a Bárbara de que viniera con nosotros,
tenía pánico de estar sola con él.
Fue un día húmedo de verano, llovía. El museo queda en el medio del
Victoria Park. Nos tomamos el tranvía 96, atravesamos el parque por el norte:
tengo vivo el recuerdo de esos árboles viejos, los lagos, el río y las ramas
atacadas por las comadrejas. Estuvimos en el museo un par de horas hasta que
avisaron que iban a cerrar. Entonces Oliver nos llevó corriendo a la sala de
los animales embalsamados diciendo que no nos la podíamos perder. Los animales
embalsamados me recuerdan al museo de Ciencias Naturales de mi barrio, una casa
chiquita con algunas fotos de gente que ya nadie sabe quién es y una habitación
llena de polvo con algunos pájaros en una vidriera. Eran viejos y se notaba,
las plumas estaban desteñidas y a muchos se les empezaba a achicharrar el
cuero. En una esquina, un bicho enorme desplegaba sus metros de alas y unas
patas tan puntiagudas y rojas que parecían otro animal aparte. Abajo, su
cartelito decía: Cóndor fueguino.
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