15 de mayo de 2017

ni un zapato

            Lo que menos le gustaba del invierno eran las orejeras rojas que la obligaban a usar. No las quería tocar ni con la punta de los dedos porque la felpa, al contrario de lo esperado, era áspera y le daba escalofríos. Entonces se le retorcía la lengua adentro de la boca, tocándole la parte de atrás de todos los dientes. Fue así que descubrió su primer diente flojo una tarde mientras se sacaba las orejeras y la campera de plumas en la zapatería. Revisando su dentadura se acercó a la estufa para calentarse las manos.

            Cuando Marisol atendía, Lupe aprovechaba para hacer cosas prohibidas: caminaba con el cuerpo pegado a la vidriera. El vidrio estaba empañado y le gustaba apoyar el dedo índice y arrastrarlo de punta a punta haciendo dibujos. Un rinocergato. Solo a través de las líneas dibujadas sobre la humedad, Lupe podía ver hacia afuera. Su reflejo en la nieve blanca le devolvía la atención. En el fondo sonaba una y otra vez la campana de la puerta, los zapatos eran un éxito.

            -Te digo la verdad, ahora que lo veo de nuevo no estoy muy segura – escuchó que le decía una señora a la otra. En silencio, una chica sostenía un zapato de raso rojo y lo examinaba como si fuera un frasco de aceitunas. Lo volvió a acomodar sobre el estante y se fue. Lupe se distrajo de su propio juego para mirarla alejarse de la zapatería, siguiendo el paso de sus piernas con un amplio movimiento de brazos.

           

            Marisol cerró la puerta con llave antes de abrir la caja. Lupe recordó el robo de los cien dólares y le dio vergüenza. Había sido un error de principiante haber querido invertirlos en el kiosco de la escuela. Claro que llamarían a alguien.

            -¿Cuántos zapatos vendimos hoy?

            -Ninguno- respondió Marisol mientras contaba los billetes de australes.

            La dejó ir a la casa de la tía Marta con la condición de que se pusiera las orejeras para salir. Lupe caminó por la avenida San Martín, las manos en los bolsillos y la lengua empujándole de a poco el diente flojo. Ningún zapato, ni un zapato. Se dio vuelta para volver a mirar a la puerta del local, a las mujeres que salían sin bolsa o pasaban por la vidriera sin mirar.

            La casa de la tía tenía olor a jazmines creciendo en la madera. Roxana la esperaba mirando la tele en la cocina, hicieron tostadas con manteca y azúcar. La tía estaba trabajando en la librería, así que pudieron sentarse a comer en el sillón mientras miraban la tele. A Lupe le parecía que Roxana se estaba poniendo redonda, pero Marisol le había dicho que eso pasaba cuando uno comía demasiada manteca.

            Hubo un ruido en la puerta y después pasos en la escalera. Guido volvía de futbol, entró con la cara iluminada por su sonrisa. Saludó a Lupe con un beso en la frente y se fue a bañar. Ella ya no pudo estar de la misma manera en el sillón con Roxana, sino todo el tiempo esperando que su primo volviera a aparecer. Cualquier ruido cerca del pasillo bastaba para que ella girara a mirar.

            Guido volvió un rato después. La película ya había terminado así que la invitó a Lupe a ir al almacén con él. Saludaron a Roxana y bajaron juntos las escaleras. Dormido sobre uno de los últimos peldaños estaba Nahuel, la cabeza hundida entre sus patas delanteras de bóxer. Como les estaba cortando el paso, Guido lo despertó tirándole de las orejas. Ella lo quiso abrazar y pedirle que la llevara en brazos pero qué iba a pensar él, no podía perder a su mejor amigo.

            Cuando doblaron en la esquina, Guido hizo un ruido asqueroso con la garganta y escupió sus mocos con fuerza y lejos.

            -¿Está bien escupir?

            -No tiene nada de malo.

            -¿Yo puedo escupir?

            -No sé, las mujeres…no sé.

            Cuando pensaba en las mujeres, Lupe pensaba en las señoras que iban a la zapatería, como aquella que sostenía el zapato rojo, altas, siempre un poco nerviosas. Se preguntó si ellas escupían o no. Después pensó que debería tomar una decisión sobre qué haría ella misma, pero tampoco estaba apurada.

            Guido saludó al librero y le pidió si podía fiar una resma de hojas. Mientras esperaban, él jugaba con una Boligoma sobre el mostrador. La hacía girar entre sus dedos, la tapa amarilla para arriba, la tapa amarilla para abajo. A Lupe le encantaba llenarse la palma de la mano con Boligoma y esperar a que se secara para arrancárselo lentamente como si fuera una capa de piel.

            El librero abrió un viejo y ancho cuaderno lleno de cosas, y buscó entre las páginas. Llegó a una encabezada por el nombre de Guido seguido de una larga lista de números. Abajó del último trazó un grueso y tembloroso dos.

 

            Lupe se despertó con el diente suelto adentro de la boca. Su propia saliva tenía sabor a metal. La clase de danza era temprano así que no tuvo tiempo de escribir su carta. En secreto decidió que ni ella ni Camila irían a clase.

            En el primer piso del edificio había una confitería donde mucha gente venía a buscar refugio del frío en una taza de café o de chocolate caliente. La abuela Celia la había invitado a la confitería varias veces y ella podía elegir el tostado con jugo de naranja o cualquier cosa que quisiera sin recibir la opinión de nadie. El salón de danza quedaba al lado.

            Miguel despidió a Lupe y Camila en la entrada del edificio, donde la nieve amarronada se acumulaba en las esquinas. Una vez que el auto dobló por la avenida y se perdió entre las fachadas de los edificios, las chicas corrieron calle abajo y entraron por la salida de emergencia. Los tules azules rebotaban con ellas mientras subían las escaleras, rodetes redondos en la cabeza, los zapatitos rosas que apenas hacían ruido contra el cemento.

            Se sentaron en el descanso a escribir la carta, Lupe traía todo lo necesario en su mochila. Arrancó una hoja de su anotador y prosiguió a escribir con su birome negra de Pluto. Había traído un libro de Marisol para usar de apoyo. El amanecer de los brujos. Planeaba escribir una carta pidiendo todo lo posible por su diente. Dibujó un nueve y lo siguió de la página repleta de ceros y un final de signo de dólar.  Cuando terminó le dolía la mano. Puso su diente en el medio de la hoja y la doblo hasta convertirla en un pequeño rectángulo que se metió en el bolsillo.

            A la noche puso la carta debajo de su almohada. Se recostó sobre la cama armada. Por la ventana entraba la luz de la luna y las sombras de una lenga meciéndose de acá para allá. Pensó que ahora Marisol no tendría que estar todo el día encerrada sin vender ni un zapato, que podrían irse al campo a caminar sobre la nieve, que ella tampoco tendría que ir a la escuela ni a danza, que le compraría a Guido una resma de hojas y le pagaría todas sus deudas con el librero. Recorrió toda su dentadura con la lengua y exploró el agujero que le había dejado el diente ausente.  La encía era blanda y suave. Marisol entró a la habitación a los gritos. ¡Ponete los zapatos, ponete los zapatos!

            Camila ya estaba sentada en el auto envuelta en su manta azul. Miguel al volante tenía el motor en marcha. Tocaba bocina una y otra vez. Marisol empujó a Lupe por la espalda para que fuera más rápido, la nieve le mojó el pantalón del pijama pero recién lo sintió cuando entró al auto y empezaron a andar.

            Llegando al centro había más y más personas en la calle, varios iban como ella, de pijama y campera. Se juntaban en grupos en las esquinas, conversaban con gestos de asombro. El olor a quemado llegó hasta el auto. El limpiaparabrisas se movía rápido, arrastrando los copos de nieve que empezaban a caer. En la avenida San Martín escucharon los primeros gritos y sirenas.

            Cuando llegaron ya nevaba con fuerza. Las llamas ardían por encima del techo de la zapatería y se mezclaban en el cielo con los copos de nieve. La vidriera estaba destruida y por debajo del techo solo quedaban cuatro vigas carbonizadas que a duras penas sostenían la estructura. El humo negro cubría la cuadra entera y olía a plástico y cuero quemado. La gente empezó a agruparse alrededor del incendio, algunos caminaban desorbitados gritando el nombre de sus familiares o sus mascotas. Otros paseaban tranquilos, como si no hubiera nada que hacer.


            Lupe se movía entre las personas en los brazos de Marisol. Sus piernas le rodeaban la cintura. Iban dejando atrás caras de pánico y de sueño. Aprovechando el apuro se sacó las orejeras de la cabeza y las dejó caer al suelo. La despedida no le dio escalofríos. Cerca del fuego todo se movía a una velocidad acelerada. Marisol la dejó en el piso y la agarró de la mano. Observaron por un minuto las llamas rojas que ardían sobre el cielo estrellado y llegaban a reflejarse en la bahía. Lupe sintió una soga rasposa que empezó a apretarle el cuello: sabía que su plan no había hecho más que atraer a la desgracia y que ahora sí que no quedaba ni un zapato para vender.                        

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