14 de mayo de 2017
el casamiento
Como todas esas veces en que algo era particularmente para ella, Lupe
estaba fascinada con la media docena de huevos. Abría la heladera cada cinco
minutos para cerciorarse de que siguieran ahí, en la esquina del estante,
esperando a ser llevados a la escuela el lunes. Los amaba porque eran suyos.
El domingo tuvo que
empezar a buscar los momentos de soledad para abrir la heladera porque Miguel
la había descubierto y le había prohibido volver a hacerlo. Decía que así se
iba todo el frío. Todo el frío. Lupe
miraba a través del vidrio congelado de la ventana de la cocina, la casa de
nieve del otro lado. El auto de nieve, las veredas de nieve. El frío de la
heladera le daba risa. Sacó la huevera y se la escondió debajo del camisón.
Encerrada en su
habitación, desplegó los seis huevos sobre la cama. Sostuvo uno con firmeza
entre sus dedos, lo acercó a su ojo izquierdo para ver el recorrido de las
arrugas de la cáscara. Al darlo vuelta le encontró una mancha marrón cubierta
con algunas plumas. Se la llevó a la nariz. Definitivamente era caca, Lupe lo
supo de inmediato: adentro crecía un pollito.
Por suerte era domingo y
pudo darle a su empresa el tiempo que precisaba. Juntó ramas, hojas y tierra,
la toalla con la que Marisol se teñía el pelo y una lámpara de su mesita de
luz. Construyó el nido en el estante más alto de la casa, encima del mueble de
madera del living. Palmiro no llegaría nunca hasta ahí. Encendió la lámpara
bien cerca para que pareciera el sol. Al otro lado del nido sentó a su muñeca
sin pelo con un cartel colgado del cuello. Peligro,
no tocar.
El lunes en la escuela
fue un éxito. Nadie notó que a Lupe le faltaba un huevo de los seis que les
habían pedido. La maestra les mostró cómo vaciarlos y limpiar la cáscara,
después iban a rellenarlos con chocolate. Ella hizo todos los pasos a la
perfección y se llevó sus cinco huevos a casa para enfriar y pintar. Ya sabía
que el primero sería para Roxana, la prima que se casaba el sábado. Lupe y
Camila iban a participar vestidas de blanco llevando los anillos hasta el
altar.
Dejó la huevera al fondo
del primer estante de la heladera y se fue a ver al pollito. Alguien había
apagado la lámpara sol. Acomodó un par de hojas sobre el nido y agarró el huevo
con los dedos de siempre. Busco la parte limpia y la besó con la boca entera.
-Te quiero.
Roxana las pasó a buscar
a la mañana siguiente para ir a probarse la ropa del casamiento. Lupe y Camila
coincidieron en sentirse secretamente decepcionadas de que sus vestidos fueran
iguales, blancos con un moño celeste en la cintura. La calle a la mañana les
era un territorio extraño, en Ushuaia las mañanas eran lentas y puertas
adentro.
En el tacho de basura de
la cocina, Lupe encontró la huevera de cartón vacía. En la heladera no había
nada, ni un rastro de chocolate. Había sido víctima de los atracones nocturnos de
Miguel y no le había quedado ni un solo huevo. Trepó en pánico hacia el nido
esperando lo peor para su amigo pero el pollito estaba a salvo. Desde el
estante le gritó a Miguel que de ninguna manera iba a ir a la escuela para
tener que contarle a todo el mundo que en su casa se habían comido la tarea,
que a la noche, dormido, Miguel ni veía lo que comía.
Guardó al pollito en el
bolsillo de su pijama, agarró a la muñeca por el cuello y salió para el fondo.
Ahí, en la tierra árida donde no crecía el pasto, abundaban las lombrices. Lupe
las cortaba por la mitad y las mandaba al hospital de bichos, donde los
pacientes siempre sobrevivían. Palmiro dio un par de vueltas alrededor de la
escena y cayó rendido, sus cuatro patas escondidas debajo de su cuerpo.
Pronto la llamaron desde
adentro. Camila se iba al dentista con Miguel y Lupe tenía que ir a la
zapatería con Marisol. No fuera cosa que se quedara sola en casa, que
aprendiera, como aquella vez con Huguito, la historia del matambre.
La zapatería se llamaba
LC en honor a las hermanas. Lupe había querido traer a Josefina pero Marisol se
lo prohibió diciendo que la muñeca asustaba a las clientas. A partir de aquel
día Lupe llevó a su pollito escondido en el bolsillo para todos lados. Mientras
lo acariciaba con la mano izquierda, escuchó la risa absurda de Marisol que
conversaba con la primera señora de la tarde.
Se quedó dormida en el
fondo del depósito entre cajas de zapatos que olían a cuero nuevo. Soñó que la
cara se le inflaba hasta explotar. Cuando se despertó le dolía la garganta.
En la guardia dijeron
que Lupe tenía paperas y que había que aislarla y dejarla reposar por al menos
un mes. Paperas, paperas. Pensó que
su enfermedad tenía el mismo nombre que el hámster de Julia. Que durante un mes
en la cama podía salirle una capa de pelo en todo el cuerpo, los ojitos se le
volverían mostacillas negras y bien podría crecerle una cola. Lloró pensando en
el dolor.
Las paperas eran la peor
enfermedad posible para Lupe. Pasaban las semanas y los síntomas no amainaban, los
pasillos de su mente fantasiosa estaban prendidos fuego con la alerta del dolor.
Se aburría durante las tardes largas con la casa vacía, Cristina lavando los
platos, pasando el trapo por la cocina, el sonido suave de la radio que apenas
llegaba a la pieza. Había mudado el nido al lado de la cama y a veces se
guardaba el huevo en el bolsillo del pijama para acariciarlo.
El día del casamiento
Lupe todavía contagiaba. Con la puerta entreabierta vio cómo Camila se ponía el
vestido blanco. Marisol le hacía unos rulos en el pelo con la buclera y Miguel
planchaba su camisa. Ella tenía el mismo pijama hace cuatro días, había perdido
la cuenta de cuantas veces había transpirado y cuantas veces se habían secado
las sábanas. Tenía el pañuelo celeste de Marisol puesto alrededor de la
garganta y el pelo largo y enrulado, despeinado. Entraba a la habitación el
olor al perfume de su mamá. Cuando salieron los tres y se escuchó la última
vuelta de la llave en la cerradura, un silencio triste cubrió la casa. El eco
de los tacos alejándose por el pasillo que Lupe conocía de memoria. ¿Y si había
cambiado mientras ella estaba ahí? ¿Si al salir de las paperas se encontrara
con que el mundo es otro? La fiebre la
adormeció.
-¿Estás bien?- susurró
Cristina entrando a la habitación. Con una mano se cubría la boca. Se acercó a
la cama y puso su mano libre sobre la frente de Lupe.
-¿Por qué, por qué?-
abrió los ojos grandes y agarró a Cristina por el cuello de la camisa con toda
la debilidad de sus paperas. Como si alguien la hubiese desenchufado, cayó
rendida sobre la almohada. Cristina le acarició la frente y el pelo. Cuando
levantó la sábana para acomodarla, sintió el líquido viscoso de la clara de
huevo y la baba amarilla que empezaba a colarse entre las arrugas de las telas.
Los pedazos de cáscara aplastada eran como un chicle en el cemento, en el piso
de la calle, donde Lupe no había podido celebrar ni Pascua, ni el casamiento,
ni el nacimiento del pollito.
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