Era sabido que había un tipo de
deltantal de mujer y otro de varón. El blanco de tablas con cuello de camisa
era el de los chicos, y el de volados y pollera el de las chicas. Lupe, por
haber heredado todo de sus primos, tenía uno de cada. El primer día de la
escuela primaria, recién salida de la cama, todavía sin peinarse ni abrir los
ojos, eligió ponerse el tableado.
Mientras
formaban la fila para saludar por primera vez a la bandera, Miguel intentaba
filmarla entre el aluvión de niños que inundaba el patio. Una imagen temblorosa
y sobreexpuesta de la espalda de Lupe fue lo mejor que pudo lograr. Ella tenía la mochila colgada de los hombros y
el pelo recto y corto por debajo de las orejas, le agarraba la mano a Silvina.
El lunar en la cara de su amiga brillaba negro oscuro como una amatista. Los
hacían formarse de menor a mayor, delante de ellas estaba Paola. Cuando le
preguntaban a Lupe con quién se iba a casar, ella siempre respondía sin dudar Con Paola. Contra el sol de la mañana,
su pelo largo y rubio parecía hecho de hilos de oro.
Ya
sabía que su tía Agustina era la directora de la escuela pero nunca se había
imaginado lo que eso implicaba. La tía apareció por el pasillo, seguida de dos
señoras no identificadas. También tenía puedo un guardapolvo blanco pero más
liso y con la mayoría de los botones sin abrochar. Estiró el cuello como un
árbol viejo y gritando pidió silencio.
-Como
los papás deben saber, Ushuaia conserva
el nombre que le dieron los yámanas, bahía que mira al poniente. Pero
¿ustedes ven a algún yámana por acá? ¿conocen a alguno? Este lugar donde
vivimos le pertenece a otro pueblo, a un pueblo de fantasmas, ¿escucharon
hablar del Genocidio Selknam?
Lupe había dejado de seguir el
animado discurso de la tia. Se concentraba en Paola, que asentía con la cabeza
cada vez que la voz hacía una pausa. En el jardín de la
casa de su abuela en Tolhuin vivía una jirafa. Ella misma se lo había contado y
su hermana Andrea había dado fe. Parte del cuello y la cabeza de la jirafa entraban
a la casa atravesando la ventana del segundo piso. Paola y Andrea podían
deslizarse por su cuello en vez de bajar las escaleras cuando las llamaban a
comer. Dijo que algún fin de semana tendrían que ir para conocerla, pero Lupe
sabía que no iba a suceder porque sus fines de semana eran con los primos.
Ella, orquestadora indiscutida de los juegos, no podia faltar.
Habían
empezado con los ataques de terror, plantando escenas escalofriantes alrededor
de la casa. El perro de peluche colgando del ventilador con la soga de saltar
al cuello, las toallas manchadas con charcos de sangre-Ketchup y las tarántulas
de plástico entre las sábanas de la cama de Marisol fueron algunos de sus
grandes éxitos. Ahora a Lupe le
interesaban más los experimentos. Los
fines de semana, mientras los grandes jugaban a las cartas, mandaba a Camila a
buscar una lista de cosas del lavadero, a los primos lo mismo en la cocina, y
ella se disponía a armar el paso a paso de la mezcla del día.
El
paraiso de los experimentos llegó pronto a un fin abrupto gracias a una mezcla cúlmine
que Lupe planeó presa de ambición. Por turnos, cada uno tuvo que hacer caca
adentro de la misma bolsa de residuos. Al resultado lo mezclaron con pasta de
dientes y saliva de Palmiro. Ella cerró la bolsa con dos nudos y la dejó
reposando debajo de la cama de Marisol y Miguel, coordenada importantísima para
los experimentos. Un error de cálculos llevó a que Palmiro descubriera la bolsa
y a que ella despertara en él un espíritu salvaje de curiosidad. El experimento
terminó desparramado en toda su gloria sobre la alfombra del pasillo.
A aquellas cosas solo podía
jugarse con los primos, los únicos que sabían obedecer sin hacer preguntas. Pronto
encontraron una nueva forma de entretenimiento: las obras de teatro. Los actos
del colegio le habían dado a Lupe la iniciativa para lanzarse por su cuenta.
Recolectó por la casa objetos y ropas que le podían ser útiles y las guardó
debajo de su cama. Durante días pensó en la historia que le hubiese gustado
contar, no quería hacer las cosas por hacer. Y así, una noche, en ese momento
entre el sueño y la vigilia, la idea estalló en su cabeza como el big bang. Pensó
en la tarde aquella en que una ballena minke se había quedado encerrada en la bahía escapándose de siete
orcas que la perseguían por el canal de Beagle. La esperaron, escondidas, y
finalmente la embistieron frente a la mirada de todo el pueblo y algún que otro
turista. La tía Agustina, observando desde el balcón de su casa en la Avenida
San Martín, de pie al lado de Lupe, aprovechó la oportunidad para contar
aquella historia del envenenamiento de Springhill.
Alrededor de quinientos selknams murieron aquel día después de abalanzarse
sobre una ballena envenenada por un grupo de cazadores de indígenas.
El
acolchado grís de pelusas sería la costa de piedras y la alfombra celeste, el
mar. Juntando todas las almohadas y algunos almohadones podrían armar a la
ballena, las medias negras de Miguel eran perfectas para los ojos. Ernesto se
escondería adentro. Era el más tímido de los primos pero superior a la hora de reproducir
ruidos de animales. Los demás serían la tribu. Faltaba el veneno.
Cuando Marisol los descubrió
revisando los productos de limpieza, la obra y todos sus preparativos fueron
cancelados de inmediato. El fracaso coincidió con el otoño y eso fue terrible.
Lupe abandonó los juegos para sumergirse en las aguas de las agujas, los hilos,
las latas de galletas hechas costurero y los pinchazos suaves en la punta de
los dedos. Tenía que hacer la ropa de invierno de Josefina. Le había rapado la
cabeza así que ahora se veía obligada a abrigarla bien hasta que le volviera a
crecer.
Encerrada
en su habitación después de la escuela y la merienda, cosía sentada en la cama
con el pijama puesto. La televisión siempre estaba encendida. Concentrada en la
costura, a Lupe los dibujitos no le llamaban la atención. Le gustaba el sonido
de fondo, la idea de algo alrededor.
Una
de esas tardes llegó Guido. Con él no había juegos. Con él Lupe prestaba
atención y aprendía cosas sobre la vida. Entró a la habitación y se sentó al
borde de la cama. Tenía unos pantalones azules doblados en el puño.
-Me
volvieron a retar por los de los cien dólares – dijo Lupe sin sacar la mirada
del gorro que cosía.
-Tenés
que aprender a robar mejor. – Y entonces sí sus sonrisas se encontraron y Guido
le dio un beso en la frente antes de acostarse a ver la tele al lado suyo.
Siempre con la manos atrás de la nuca y las piernas estiradas y cruzadas, Lupe
lo veía acostado como una de sus agujas en versión gigante. Quería ser como él,
saberlo todo, poderlo todo.
Cerró
los ojos solo un momento y apoyó la cabeza sobre la almohada. Con el gorro a
medio hacer sobre el regazo y los dedos tensos sosteniendo la aguja, parecía
congelada por el frío de afuera. En su duermevela imaginó la primavera y un
nuevo juego. Guido la dejó dormir.
Llegó
el fin de semana y con él los primos y sus novedades. A Federico lo habían
expulsado de la escuela. Nadie quiso hablar de lo que había hecho. El clima fue
ablandándose a medida que Marisol preparaba los mates: encendió el fuego de la
hornalla, llenó la pava de agua, bajó el frasco de yerba del estante. La tía se
sacó la campera de nieve, el tío se encendió un cigarrillo y se puso a buscar
el cenicero. Entonces los chicos se desvanecieron de la cocina evitando
cualquier tipo de advertencia, reto o limitación previa a los juegos por parte
de los adultos.
Lupe
ya tenía todo preparado y lo exhibía frente a los demás mientras detallaba el
plan. Había conseguido tomar prestada la filmadora de Miguel por solo un par de
horas, las suficientes para filmar un pequeño videoclip. Los papeles ya estaban
asignados: Ernesto encargado de la música, Camila y Federico bailarines, Lupe
detrás de cámara y coreógrafa. Acomodaron los muebles como les indicó mientras
Ernesto rebobinaba el cassette de Queen en busca de Rapsodia Bohemia.
Los
bailarines se pusieron los tutus azules, el tul que les prendía de la cintura
estaba cubierto de lentejuelas. Lupe les pinto la cara con brillos dorados y
plateados que resplandecían con la luz de la ventana. Un halo lento y
misterioso cubrió la habitación mientras preparaban todo en silencio.
La
coreografía era simple: saltar entre los respaldos de los sillones, intentar
estar siempre iluminados por el sol, las manos lentas, los movimientos
agraciados. La canción daba para eso. Y después, cuando la música lo indicara,
un poco más duro: sacudidas de cabeza, algún que otro salto.
¡Acción! Y los bailarines, girando sobre
sus ejes, rebotando sobre los almohadones despidiendo mil brillos, estirando
los brazos ágiles como gacelas saltando de sillón en sillón, comenzaron su
danza sagrada.
-Dale,
dale – los arengaba Lupe detrás de cámara. Y Federico seguía, preso del
frenesí, olvidado de las desgracias de la semana. Camila lo acompañaba desde el
costado. El polvo de los sillones llenaba el aire de magia. Dale.
Fue
tan rápido que nadie lo vio entrar. El tio Seco apagó la música de un golpe en
el reproductor mientras con la otra mano buscaba la oreja del primo. Los
arrastró por la habitación a través de la puerta.
-
¡Encima puto! – le gritó agachándose para agarrarle la cara entera con una mano
que parecía más grande y fuerte que un león. Lupe filmaba todo con un pulso
tembloroso. A Federico no se lo escuchó más. Ahora en la cocina todos hablaban
de él sin decir su nombre.
Esa
noche Marisol les explicó que había ciertas cosas que no eran de varón. Habló
durante un largo rato en el que Lupe no pudo prestar atención. Pensaba en el
videoclip, en si podría hacerlo en la escuela, con Paola y Silvina. Quizás en
Tolhuin. Pensaba en el pelo rubio de Paola, el lunar de piedra en la cara de
Silvana. Decidió que a partir de entonces, cuando le preguntaran con quién se
iba a casar, diría que con Guido.
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