10 de mayo de 2017

la clase de piano

El pasado es ficción y la abuela Celia bien lo sabía. A pesar de haberse tomado el trabajo de destruir casi toda evidencia de su existencia, los nietos todavía le preguntaban por el abuelo Guillermo. ¿Qué hacía? ¿Cómo era? ¿Fue de él que heredé este dedo de martillo? Celia se tomó sus libertades a la hora de responder, era su derecho como sobreviviente reescribir su propia historia.
            Un día fue al almacén chino de la esquina de su casa y compró uno de los cuadros que tenían colgados en el fondo. Era el primer plano de un niño rubio con una lágrima colgándole del ojo. Podría haber estado en cualquier lado. Cuando llegaron los nietos al almuerzo del domingo, ella les contó que lo había encontrado en el sótano, era un viejo cuadro de Guillermo. La reproducción de una foto que había encontrado en la Conozca Más, un chiquito de Chernovil. Todos se le fueron encima, peleándose por ver quién lo contemplaría primero. Celia pensó que se había equivocado, ahora se pelearían por quién se lo llevaba a casa.
            Damián dijo que en su habitación no le quedaban paredes libres, los papas de Cris no tenían espacio en el auto para transportarlo, Estefi se quedó dormida. Todos perdieron interés salvo Lupe que seguía insistiéndole a Miguel para que hiciera un lugar en el living de su casa. Miguel dijo ¡Nunca! Parecía que ese pedido le molestaba más que cualquier otro, pero Lupe ya sabía que a él le encantaba decir que no, sobre todo a ella. Ojalá fuera hija del tio Jorge se convirtió en su respuesta más frecuente frente a las negativas de Miguel. Jorge vivía en Canadá y nunca le decía que no a sus hijos que se habían quedado en Ushuaia. El tio era marinero, viajaba en su velero hacía la Antártida, censaba esquimales en Alaska, siempre tenía una historia que contar y nunca se enojaba. 
            Sobre su otro abuelo, Eusebio, Lupe había escuchado todavía menos. No sabía, por ejemplo, que el ocho de marzo de mil nueve ochenta y tres, mientras ella nacía en el hospital municipal de Ushuaia, él moría en el impenetrable chaqueño. Eusebio Zaratu había nacido en San Juan de Gaztelugatxe, hijo de una bruja y un molinero. Eran ocho hermanos varones y, como todas las familias, se dividían a la izquierda y a la derecha. Durante la Guerra Civil, Eusebio, Cesario y Manuel se alistaron con el Ejercito Rojo mientras que Ramón se unió a la Falange. Solo Eusebio sobrevivió al combate. Triste por el destino de su país, se coló en una embarcación rumbo al sur. Viajó ciento setenta días a través del océano y ni una noche sintió el canto de las sirenas. No se detuvo hasta llegar al Chaco.
           
            Lupe había heredado la mirada de un abuelo y las manos largas y flacas del otro. Fue por esas manos que decidieron inscribirla en las clases de piano de la profesora Margot. Las clases eran en la municipalidad y, aunque quedara a nueve cuadras de su casa, Miguel la llevaba y la pasaba a buscar en auto.
            -Si vamos caminando no puedo fumar –le dijo a Marisol cuando se quejó de los gastos de combustible. Aunque en Ushuaia hacía siempre frío, él andaba de mangas cortas y con la ventanilla baja, un cigarillo siempre encendido entre los dedos.
            A Lupe no le gustaba el momento de llegar o de irse de un lugar; disfrutaba más de los momentos del medio, cuando ya se había acostumbrado al olor y a la disposición de las cosas, y sabía que todavía quedaba tiempo de disfrutarlas. En la clase de música odiaba también que Margot la besara. La había visto pintarse la boca y con el mismo bastón hacerse marcas rojas en las mejillas que después dispersaba con la punta de los dedos alrededor de los pómulos. Sentía que cada vez que sus mejillas se tocaban, algo de esa máscara tenebrosa se quedaba en su piel.
            Disfrutaba más de los ejercicios grupales donde tenía la libertad de esconder sus errores en el ruido de los demás. Tocaba la tecla equivocada con el dedo chiquito o dos veces la misma vuelta, la punta de la lengua le colgaba al costado de la boca. Lupe prestaba mediana atención a los ejercicios de ritmos y compases. Se distraía con las manos de sus compañeros. Los miraba marcando los dos tiempos, chocando el puño de una mano contra la palma de la otra. Las manos, los dedos, se movían todos distinto. Había dedos de mil tipos y algunas veces no coincidían con sus dueños: dedos cortos y gordos en un flaco, dedos pegajosos en una chica con cara de limpia. A ella siempre le decían que tenía lindas manos, qué dedos más largos y flacos, y ella lo creía porque tampoco había visto a nadie con manos más lindas que las suyas.
            Hacia el final de la clase el hechizo de la música se desvanecía y el hecho de estar ahí, en una casa ajena cuando afuera atardecia, empezaba a parecer una molestia. Los alumnos se convertían en intrusos y mientras guardaban los instrumentos rogaban por dentro no ser los últimos en ser venidos a buscar. Diez minutos después de la hora, las maestras retomaban su rutina y la casa se convertía en un hogar ajeno.
            A Lupe no le había tocado nunca quedarse sola después de la clase. Esa tarde le había sobrado casi la mitad del paquete de galletitas del colegio y lo compartía con dos compañeras sentadas contra la pared.
            - A fin de mes mis papas nos van a llevar a patinar sobre hielo. – Una de las últimas pistas de hielo en Buenos Aires quedaba a la vuelta de lo de Celia.
            - ¿Podemos ir? - preguntó la que nunca se animaba a ir a ningún lado sola. La otra miraba de costado porque el plan no le interesaba, el hielo siempre le había dado malos augurios. Lupe asintió con la cabeza aunque no quería que fueran. Actuaba como si entendiera lo que pasaba a su alrededor.
            Primero vinieron a buscar a la que se invitó sola. Tres galletitas después buscaron a la otra. Lupe tiró el paquete vacío en el tacho de basura y volvió a sentarse contra la pared. Los tres hermanos Ochoa cruzaban la entraba con las mochilas al hombro, quedaban solo Manuel y ella.
            Manuel estaba sentado en la esquina con las piernas cruzadas, las dos manos ocupadas en su Gameboy. Supo que estaba jugando al Tetris por la música que ya conocía de memoria.
            -El otro día hice cincuenta filas. – Manuel no levantó la vista.
            Lupe sacó su cuaderno pentagramado y empezó a dibujar. Le gustaba hacer la nota do, que era como un plato volador aunque no le sonaba a nada. La dibujaba sobre cada línea y flotando por debajo y por encima del pentagrama. Las blancas le gustaban más que las negras. Después escribió idiota entre el cuarto y el quinto renglón. Alguien se acercaba caminando por el pasillo, cerró el cuaderno y lo guardó. Decidió hacerse la dormida, quizás se dormía en serio.
            El ruido del timbre cortó su concentración. Abrió los ojos de golpe, pensó que así podia escuchar mejor quién era. Todo seguía igual: Manuel haciendo su vida en la esquina de la habitación, las manos de Lupe apoyadas en su regazo no se habían ni movido. Las maestras no aparecieron y el silencio le hizo dudar si realmente había sonado el timbre.
            Volvió a sonar. Un rayo de luz atravesó la ventana y la habitación. Lupe acercó su cara al vidrio mientras los pasos volvieron a atravesar el pasillo. Esperó el sonido tímido de la voz de Miguel pero hubo silencio. El brillo del sol no le permitía distinguir a la persona de pie en la vereda. Era un cuerpo alto cubierto con una capa negra que llegaba casi hasta el piso. Tenía hombros anchos pero no tenía rostro. Las manos largas y flacas.
            El abuelo, pensó Lupe. Vino el abuelo. Metió la cabeza adentro de la mochila. Las líneas del cuaderno pentagramado se veían enormes tan cerca de sus ojos y las notas le bailaban de arriba a abajo. Su propio aliento chocaba contra la cartuchera y lo volvía a respirar. En su boca se dibujó una sonrisa nerviosa.
            Pensaba en todo a la vez: el abuelo pintor, ese cuadro hermoso que nadie sabía apreciar como ella, el calor del denso bosque chaqueño, los dedos largos sobre las teclas del piano, la parrilla al fondo del jardín donde vivían y morían los conejos que le regalaba la abuela Aurelia.
            La voz gravísima del hombre retumbó por las paredes del pasillo. ¡No quiero escuchar más a estos perros tocar! Y después un forcejeo, el quejido de la visagra de la puerta en tensión.
            -¡Váyase o llamo a la policía!
            -¡Perros! ¡Perros!

            Manuel tenía cara de asustado, la música del Tetris seguía sonando sin protagonismo. Lupe volvió a mirar por la ventana: el hombre de espaldas y en silencio. Giró sobre su eje y el sol contra la nieve le iluminó la cara, la nariz enorme, estiró los brazos al costado del cuerpo como un condor y, mirando a través del vidrio y adentro de los ojos de Lupe, el gigante pegó un alarido que la hizo saltar y caer al suelo sobre su panza.

No hay comentarios: