El pasado es ficción y la abuela Celia
bien lo sabía. A pesar de haberse tomado el trabajo de destruir casi toda
evidencia de su existencia, los nietos todavía le preguntaban por el abuelo
Guillermo. ¿Qué hacía? ¿Cómo era? ¿Fue de él que heredé este dedo de martillo? Celia
se tomó sus libertades a la hora de responder, era su derecho como
sobreviviente reescribir su propia historia.
Un
día fue al almacén chino de la esquina de su casa y compró uno de los cuadros
que tenían colgados en el fondo. Era el primer plano de un niño rubio con una
lágrima colgándole del ojo. Podría haber estado en cualquier lado. Cuando
llegaron los nietos al almuerzo del domingo, ella les contó que lo había
encontrado en el sótano, era un viejo cuadro de Guillermo. La reproducción de
una foto que había encontrado en la Conozca Más, un chiquito de Chernovil.
Todos se le fueron encima, peleándose por ver quién lo contemplaría primero.
Celia pensó que se había equivocado, ahora se pelearían por quién se lo llevaba
a casa.
Damián
dijo que en su habitación no le quedaban paredes libres, los papas de Cris no
tenían espacio en el auto para transportarlo, Estefi se quedó dormida. Todos
perdieron interés salvo Lupe que seguía insistiéndole a Miguel para que hiciera
un lugar en el living de su casa. Miguel dijo ¡Nunca! Parecía que ese pedido le molestaba más que cualquier otro,
pero Lupe ya sabía que a él le encantaba decir que no, sobre todo a ella. Ojalá fuera hija del tio Jorge se
convirtió en su respuesta más frecuente frente a las negativas de Miguel. Jorge
vivía en Canadá y nunca le decía que no a sus hijos que se habían quedado en
Ushuaia. El tio era marinero, viajaba en su velero hacía la Antártida, censaba
esquimales en Alaska, siempre tenía una historia que contar y nunca se
enojaba.
Sobre
su otro abuelo, Eusebio, Lupe había escuchado todavía menos. No sabía, por
ejemplo, que el ocho de marzo de mil nueve ochenta y tres, mientras ella nacía
en el hospital municipal de Ushuaia, él moría en el impenetrable chaqueño. Eusebio
Zaratu había nacido en San Juan de Gaztelugatxe, hijo de una bruja y un molinero.
Eran ocho hermanos varones y, como todas las familias, se dividían a la
izquierda y a la derecha. Durante la Guerra Civil, Eusebio, Cesario y Manuel se
alistaron con el Ejercito Rojo mientras que Ramón se unió a la Falange. Solo
Eusebio sobrevivió al combate. Triste por el destino de su país, se coló en una
embarcación rumbo al sur. Viajó ciento setenta días a través del océano y ni
una noche sintió el canto de las sirenas. No se detuvo hasta llegar al Chaco.
Lupe
había heredado la mirada de un abuelo y las manos largas y flacas del otro. Fue
por esas manos que decidieron inscribirla en las clases de piano de la
profesora Margot. Las clases eran en la municipalidad y, aunque quedara a nueve
cuadras de su casa, Miguel la llevaba y la pasaba a buscar en auto.
-Si
vamos caminando no puedo fumar –le dijo a Marisol cuando se quejó de los gastos
de combustible. Aunque en Ushuaia hacía siempre frío, él andaba de mangas
cortas y con la ventanilla baja, un cigarillo siempre encendido entre los
dedos.
A
Lupe no le gustaba el momento de llegar o de irse de un lugar; disfrutaba más
de los momentos del medio, cuando ya se había acostumbrado al olor y a la
disposición de las cosas, y sabía que todavía quedaba tiempo de disfrutarlas.
En la clase de música odiaba también que Margot la besara. La había visto
pintarse la boca y con el mismo bastón hacerse marcas rojas en las mejillas que
después dispersaba con la punta de los dedos alrededor de los pómulos. Sentía
que cada vez que sus mejillas se tocaban, algo de esa máscara tenebrosa se
quedaba en su piel.
Disfrutaba
más de los ejercicios grupales donde tenía la libertad de esconder sus errores
en el ruido de los demás. Tocaba la tecla equivocada con el dedo chiquito o dos
veces la misma vuelta, la punta de la lengua le colgaba al costado de la boca. Lupe
prestaba mediana atención a los ejercicios de ritmos y compases. Se distraía
con las manos de sus compañeros. Los miraba marcando los dos tiempos, chocando
el puño de una mano contra la palma de la otra. Las manos, los dedos, se movían
todos distinto. Había dedos de mil tipos y algunas veces no coincidían con sus
dueños: dedos cortos y gordos en un flaco, dedos pegajosos en una chica con
cara de limpia. A ella siempre le decían que tenía lindas manos, qué dedos más largos y flacos, y ella
lo creía porque tampoco había visto a nadie con manos más lindas que las suyas.
Hacia
el final de la clase el hechizo de la música se desvanecía y el hecho de estar ahí, en una casa ajena cuando
afuera atardecia, empezaba a parecer una molestia. Los alumnos se convertían en
intrusos y mientras guardaban los instrumentos rogaban por dentro no ser los
últimos en ser venidos a buscar. Diez minutos después de la hora, las maestras
retomaban su rutina y la casa se convertía en un hogar ajeno.
A
Lupe no le había tocado nunca quedarse sola después de la clase. Esa tarde le
había sobrado casi la mitad del paquete de galletitas del colegio y lo
compartía con dos compañeras sentadas contra la pared.
-
A fin de mes mis papas nos van a llevar a patinar sobre hielo. – Una de las
últimas pistas de hielo en Buenos Aires quedaba a la vuelta de lo de Celia.
- ¿Podemos ir? - preguntó la que
nunca se animaba a ir a ningún lado sola. La otra miraba de costado porque el
plan no le interesaba, el hielo siempre le había dado malos augurios. Lupe
asintió con la cabeza aunque no quería que fueran. Actuaba como si entendiera
lo que pasaba a su alrededor.
Primero
vinieron a buscar a la que se invitó sola. Tres galletitas después buscaron a
la otra. Lupe tiró el paquete vacío en el tacho de basura y volvió a sentarse
contra la pared. Los tres hermanos Ochoa cruzaban la entraba con las mochilas
al hombro, quedaban solo Manuel y ella.
Manuel
estaba sentado en la esquina con las piernas cruzadas, las dos manos ocupadas
en su Gameboy. Supo que estaba jugando al Tetris por la música que ya conocía
de memoria.
-El
otro día hice cincuenta filas. – Manuel no levantó la vista.
Lupe
sacó su cuaderno pentagramado y empezó a dibujar. Le gustaba hacer la nota do,
que era como un plato volador aunque no le sonaba a nada. La dibujaba sobre
cada línea y flotando por debajo y por encima del pentagrama. Las blancas le
gustaban más que las negras. Después escribió idiota entre el cuarto y el quinto renglón. Alguien se acercaba
caminando por el pasillo, cerró el cuaderno y lo guardó. Decidió hacerse la
dormida, quizás se dormía en serio.
El
ruido del timbre cortó su concentración. Abrió los ojos de golpe, pensó que así
podia escuchar mejor quién era. Todo seguía igual: Manuel haciendo su vida en
la esquina de la habitación, las manos de Lupe apoyadas en su regazo no se
habían ni movido. Las maestras no aparecieron y el silencio le hizo dudar si
realmente había sonado el timbre.
Volvió
a sonar. Un rayo de luz atravesó la ventana y la habitación. Lupe acercó su
cara al vidrio mientras los pasos volvieron a atravesar el pasillo. Esperó el
sonido tímido de la voz de Miguel pero hubo silencio. El brillo del sol no le
permitía distinguir a la persona de pie en la vereda. Era un cuerpo alto
cubierto con una capa negra que llegaba casi hasta el piso. Tenía hombros
anchos pero no tenía rostro. Las manos largas y flacas.
El abuelo, pensó Lupe. Vino el abuelo. Metió la cabeza adentro
de la mochila. Las líneas del cuaderno pentagramado se veían enormes tan cerca
de sus ojos y las notas le bailaban de arriba a abajo. Su propio aliento
chocaba contra la cartuchera y lo volvía a respirar. En su boca se dibujó una
sonrisa nerviosa.
Pensaba
en todo a la vez: el abuelo pintor, ese cuadro hermoso que nadie sabía apreciar
como ella, el calor del denso bosque chaqueño, los dedos largos sobre las
teclas del piano, la parrilla al fondo del jardín donde vivían y morían los
conejos que le regalaba la abuela Aurelia.
La
voz gravísima del hombre retumbó por las paredes del pasillo. ¡No quiero escuchar más a estos perros
tocar! Y después un forcejeo, el quejido de la visagra de la puerta en
tensión.
-¡Váyase
o llamo a la policía!
-¡Perros!
¡Perros!
Manuel
tenía cara de asustado, la música del Tetris seguía sonando sin protagonismo.
Lupe volvió a mirar por la ventana: el hombre de espaldas y en silencio. Giró
sobre su eje y el sol contra la nieve le iluminó la cara, la nariz enorme,
estiró los brazos al costado del cuerpo como un condor y, mirando a través del
vidrio y adentro de los ojos de Lupe, el gigante pegó un alarido que la hizo
saltar y caer al suelo sobre su panza.
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