Cuando Victoria se los pidió Lupe no dudó en prestárselos. En silencio sacó
uno a uno los lápices de colores de su cartuchera y los puso sobre la mesa. Los
veía rodar banco abajo y llegar a las manos chicas de Victoria. Primero el
verde, el amarillo, el rojo. El azul no, el azul se lo iba a quedar.
Sonó el timbre y la clase de
dispersó: los varones corrieron al patio como una manada de caballos, algunas
de las chicas se levantaron de sus bancos y se sentaron alrededor de Sofía
Ganduglia, que contaba algo acerca de sus primos y los chicos del otro colegio.
El aula se llenó de ruidos. Lupe sacó su paquete de galletitas del bolsillo de
la mochila. Cuando levantó la vista, Victoria estaba parada frente al tacho de
basura sacándole punta al lapiz verde. Miguel siempre afilaba los lápices sobre
la mesa de la cocina con una navaja. Chac, chac, se escuchaba el ruido del filo
contra la madera, los restos finos de lápiz volando hacia el sueño. La navaja
filosa iba y venía. A Lupe nunca la dejaban sacarle punta a sus propios
lápices. Victoria, en cambio, los metía en su sacapuntas y ni miraba lo que
hacía; un largo rulo de madera iba cayendo adentro del tacho.
Miss Mary salió de su oficina para
tocar el segundo timbre. Se asomó con la punta de los pies hasta el borde del
escalón que separaba el pasillo del patio y se detuvo. Bajó el pie derecho con
cuidado, asegurándose de apoyar la planta entera del pie sobre el cemento.
Agarrándose con ambas manos de la manija bajó el otro pie y con un envión que
casi la vuelca hacia atrás, cerró la puerta. Su paso era lento, los alumnus la
detenían con cualquier excusa. Sabrina la saludó con un beso, Joaquín Daels le
mostró un dibujo y Matías Pérez las cuentas que habían hecho ese día. Todos
querían lo mismo: alargar un poco más el recreo. Fue dejando estos obstáculos
atrás, pero antes de llegar al timbre se detuvo por su cuenta. Vio a Lupe
sentada en la esquina del cantero. Después
del recreo vamos a hablar.
Sobre el escritorio de madera en
medio de la oficina de Miss Mary había un colectivo inglés rojo en miniatura. Una
biblioteca cubría la pared del fondo y exhibía unos pocos libros en inglés, forrados
con plástico transparente, un gran trofeo color bronce sin brillo y, dispersos
y casi invisibles por el color marrón de las paredes, cinco ornitorrincos
embalsamados que había donado la abuela de uno de los alumnos al colegio.
—You are Lupe, right? Si tuviera un
ojo por cada vez que tengo que decirle a una alumna que se suba las medias,
usted imagínese la cara que tendría.
Lupe se subió las medias. Miss Mary
la miraba con sus grandes ojos azules y la boca rígida, le pidió que le contara
un poco sobre ella. Cada tanto tomaba notas en una libreta al alcance de su
mano. Lupe retorcía entre sus dedos el envoltorio vacío de sus galletitas. La
cara le ardía.
Llegaron a la oficina otras alumnas
nuevas como ella. Miss Mary les hablaba en inglés y Lupe miraba a Mariana que
se había parado justo al lado de uno de los ornitorrincos. La luz le daba
directo en los ojitos negros y parecía que la estuviera observando. Lupe
esperaba que el ornitorrinco guiñara los ojos y saltara sobre el nido de pelo
de Miss Mary. En cambio, fue hundiéndose poco a poco en la oscuridad del
estante hasta casi desaparecer. Entonces sus ojos negros dejaron de ser tan
simpáticos para Lupe y empezó a sentir los hilos de la oscura influencia del
animal dentro de la oficina.
Terminó la tarde en el colegio y
Lupe y Camila tuvieron que esperar un largo rato sentadas en el patio a que las
vinieran a buscar. Un hombre sin pelo, con un pañuelo largo atado alrededor de
la cabeza, pantalones ajustados, botas de cuero y una amplia camisa de colores
llegó con una autorización, presentándose como el tío Osvaldo. Miss Mary lo
saludó con un beso en la mejilla y se despidió de las hermanas en inglés.
Ninguna de las dos recordaba a
Osvaldo, les parecía un completo extraño que caminaba con los pies en punta
casi dando saltos. Se subieron los tres al auto de Miguel, ahora conducido por
el tío usurpador. Lupe se abrochó el cinturón y bajó el vidrio por las dudas.
Se acomodó para poder ver los ojos de Osvado a través del espejo retrovisor,
eran parecidos a los de Marisol. Manejaba con la mano firme agarrando la
palanca de cambios. En el dedo anular llevaba un anillo con una piedra verde.
Su pierna derecha temblaba sin parar como una máquina de nervios. Al doblar en
la esquina retumbaron tres golpes fuerte desde el baúl del auto. Lupe se
enderezó nerviosa. Un rayo de sol explotó sobre el diente de oro de Osvaldo.
El tío buscó las llaves de la casa en
sus bolsillos de adelante. Lupe miraba en silencio el llavero con forma de
estrella que le colgaba del dedo. ¿Qué encontrarían tras la puerta? Entrar a
aquella casa que ahora era suya todavía le parecía algo extraño. Eran las habitaciones
y la vida de otros que ya no estaban ahí para defenderse. La luz de la ventana
conocía mejor los secretos del espacio que ella. Lupe sabía que ahí habían
vivido otras familias, otras hijas, y hasta un abuelo. Sabía que la casa
guardaba tantos secretos que le tomaría años imaginárselos todos, pero que
igual lo haría. Sabía, también, que su tío por ahora no vivía con ellos y que
no pertenecía en la casa.
Osvaldo puso las tostadas sobre la
mesa, se sentó frente a la tele y cambió de canal. Lupe pasó de largo la cocina
y fue hasta la habitación. Se sentó en su cama y abrió el cajón de su mesita de
luz. Como un arqueólogo con los restos frágiles de un fósil, sacó con
delicadeza un sobre con su nombre escrito en tinta negra. Buscó adentro y no
había nada. Habían desaparecido todas sus cartas. Revisó los cajones, abrió
cada placar y cada bolsillo de sus sacos, nada. Cuando hubo revisado todo lo
que llegaba a sus ojos, se entregó al mundo invisible. Con apuro y valor buscó
debajo de su cama y la de Camila. La invadió la sensación de que alguien había
estado ahí, sentado en esa misma cama, leyendo sus palabras secretas.
Se sacó los zapatos y después todo
el uniforme del San Mateo, se metió en las sábanas. Con los ojos cerrados
volvía a existir la nieve amontonándose sobre la ventana. Lupe no podía
imaginar que las cosas sólo dejaran de ser. ¿Y el ruido del baúl? Salió
corriendo de su habitación hasta la de sus padres, se agachó y buscó debajo de
la cama: sólo cajas en la oscuridad.
—¡Está la merienda! ¡Nena! —gritó
Osvaldo desde el principio de las escaleras.
¿Cómo iba a gritar así si no estaba
en su propia casa? Cuando Lupe entró a la cocina, el tío seguía sentado en la
silla frente a la tele y Camila dibujaba acostada boca abajo en el piso. Osvaldo
se sacó un moco de la nariz y lo pegó debajo del asiento de su silla, su pierna
seguía rebotando nerviosa. Estaba tan absorto en lo suyo que se había olvidado
de la existencia de Lupe.
Se despertó en medio de la noche, Camila
dormía en la cama de al lado. Todo estaba en silencio salvo el ruido de los
grillos y algún auto que se escuchaba pasar a lo lejos. Sacó el brazo de la
cama y con cuidado abrió el cajón de la mesita de luz. Buscó de nuevo el sobre con
su nombre y lo dio vuelta sobre la almohada. Las cartas no habían vuelto. Lupe
se sentó sobre su cama, decidida a escribirlas de nuevo. La trenza de su pelo
estaba deshaciéndose, con ambas manos se tiró toda la cabellera hacia atrás.
Con el lápiz negro entre los dedos fue hasta el centro de la primera página y
escribió con letra desprolija: las cartas
de luc. Cuando iba a recorrer la curva de la “i”, Lupe apretó demasiado el
lápiz contra el papel y la punta negra se partió al medio. La mano cayó sobre
el cuaderno. La imagen de Victoria sacándole punta a sus lápices le vino rápido
a la cabeza. Luego, el chac, chac de la navaja del padre. La guardaba en el
cajón de la cocina. Bajó la escalera
raspando los pies contra la vieja alfombra. Hacia la mitad de los escalones
supo que la sombra andaba por la casa, que la seguía por la espalda. En el
living estaba la tele encendida con el volumen bajo y Osvaldo dormía en un
sillón con la boca abierta y la mano dentro del pantalón. Lupe se acercó y lo
miró bien para asegurarse que estuviera durmiendo. La luz del televisor
iluminaba una pequeña parte de la oscuridad con colores brillantes. Osvaldo no
se movió.
Sentada sobre su cama con la navaja
en la mano, le sacó punta a sus lápices de colores uno a uno. Cuando terminó
tenía un corte en el dedo índice. Un punto de sangre se arrimaba. Apoyó la
navaja debajo de la almohada, una minúscula mancha roja creció como un lago
sobre la tela. Apagó la luz y se quedó un rato pensando en cuál sería la manera
más fácil de salir de la casa.
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