24 de septiembre de 2017

Fue Bernardo



El cumpleaños de Miguel cayó un domingo y lo celebraban con un gran almuerzo en lo de la abuela con varios tíos y primos. Lupe cargaba con tanta ansiedad que quiso traer la tarea para estudiar durante el viaje en auto. Tomando el consejo de Guido, había elegido estudiar a los esquimales para su proyecto de Ciencias Sociales. Su primo le contó que los esquimales abandonan a los abuelos en el camino para que sean comidos por los osos polares. Creen que los espíritus vuelven a la familia cuando ellos se comen su carne.

Mirando por la ventana hacia los edificios azotados por el sol, Lupe pintaba la ciudad de blanco, la cubría de escarcha. Era la primera vez que festejaba un cumpleaños de su papá en mangas cortas. Pensó en el jardín de la casa de la abuela, en que quizás podrían ir a patinar a la pista de hielo.

El festejo no fue lo que Lupe esperaba. Cinco minutos después de haber llegado, Marisol las mandó a mirar dibujitos a la habitación de la abuela con la prima Maia, tenían prohibido bajar hasta que algún grande subiera a buscarlas. No hubo regalos ni torta, ni siquiera Coca Cola. No había podido salir a saludar a su árbol del jardín. Era el cerezo; de su rama colgaba una pulsera con el nombre de Lupe. Cada nieto tenía el suyo.

Solas entre las cosas de Celia, las chicas lograron enfocar su atención en el televisor durante apenas unos minutos. Los placares repletos de ropa, los estantes del baño con sus estuches de maquillaje, las cremas y el secador de pelo. Lo usaron todo. Camila se puso la camisa de flores azules de Japón, se cubrió la cara de polvo compacto dorado y para los labios eligió el color rosado. Encontró los aros de perlas de Celia que tanto le gustaban y aprovechó para usarlos. Lupe eligió el vestido a cuadros y unos zapatos de taco azules, le parecía que era lo que elegiría la prima Elisabet. Se pintó las pestañas y se delineó los ojos imitando los de un gato. Maia conservó sus jeans rotos, dijo que los prefería a toda la ropa de la abuela. Solo se puso un tapado largo de piel y un collar de perlas.

Las tres falsas señoras caminaron con las carteras al hombro en dirección a la mesa electoral. Se definía el futuro de la democracia argentina y ellas debían dar su voto a Eduardo Angeloz, candidato de la Unión Cívica Radical, o a Carlos Menem, candidato justicialista. Se vivieron momentos de suspenso y tensión. Angeloz ganó por unanimidad y hubo festejos.

Más tarde pusieron a llenar la bañadera con agua y shampoo para enjuagarse la pintura, para calcular, también, cuánto tiempo tardaban los dedos en arrugarse. Lupe tenía un secreto deseo de hundirse en la espuma blanca, imaginar los lagos de Palermo congelados ya no le era suficiente. El hielo, marcado a hachazos, azul frío, la había ayudado a pasar los primeros meses. Ahora que eso no alcanzaba, quería la nieve en las pestañas, los pies transpirados dentro de las botas, a veces hasta deseaba las orejeras rojas, las del incendio.

Chiiiicas. Fue Maia que entró al baño sacudiendo una botella de whiskey. La había encontrado en la mesita de luz de la habitación de enfrente. Lupe abrió grande los ojos, el líquido dorado se balanceaba de un lado a otro, brillando de oportunidad. La prima lo puso adentro de la bañadera, la botella se perdió entre la espuma y desapareció. El chorro de agua caía con fuerza y su sonido retumbaba por el baño generando confusión. El vapor nubló la escena. Maia sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de su pantalón.

La espuma rebalsaba la bañadera y había tomado casi todo el suelo del baño. Camila se acomodaba la barba blanca mientras Lupe tomaba otro sorbo ínfimo de la botella. Apenas se había mojado los labios pero el fuego del alcohol le daba arcadas. Con ella se movía toda el agua que las contenía. Maia fumaba un cigarrillo apoyada contra el borde, no tragaba el humo. Nadie se había ni acercado, en el piso de arriba reinaba la anarquía. Lupe estaba absorta con la espuma caliente, la más parecida a la nieve, recordando aquella tarde en que la abuela Celia estaba en cama enferma. Ella se acercó y la tapó con su saco rojo, y la abuela se lo recordaba cada vez que la veía. Mi dulce, le decía, sos mi dulce. Pensó en los esquimales. Sabía que algunos poseen características físicas que los ayudan a sobrevivir en el frío. Las pestañas son más pesadas para proteger los ojos del brillo de la nieve, su cuerpo es gordo para retener más calor. Sopló un viento helado en el baño. Lupe, en medio de la nieve, empezó a armar un círculo de bloques, la base para su iglú.

—Vamos a investigar qué pasa.

Secaron el baño y guardaron cada cosa en su lugar. Tenían esa capacidad para el detalle que solo posee quien ha cometido un crimen. Al final fue como si no hubiera pasado nadie por los azulejos, los armarios, las sombras y los pinceles, el pico de la botella. La diferencia, el paso del tiempo, lo que había acontecido, todo se escondía por dentro.

Bajaron las escaleras agachadas, cuchicheando e intentando controlar sus risas nerviosas. Ninguna de las tres pensó que lo lograrían. Alguien las iba a descubrir en el camino, se iba a dar cuenta de que habían estado jugando con los maquillajes de la abuela, alguno olería el whiskey que habían tomado, o quizás encontrarían el baño sucio, con rastros de desastre. Como siempre, las castigarían, no más patinaje, no más caja de Pandora ni salidas al cine. Pero nadie apareció y el silencio las acompañó hasta la puerta de la cocina. Se quedaron ahí esperando a que pasara algo.

Lupe intentó pensar cuántos sueños habían estado ahí, sentadas en el suelo contra la puerta de madera de la cocina, cuántas noches había durado aquel viaje. La cabeza de Camila descansaba en su regazo, Maia dormía a sus pies. Nada había pasado.

—Vamos a entrar.

La puerta se abrió sin resistencia y sin chillar. Gateando en fila bajaron los dos escalones para entrar a la cocina. En el comedor estaban los grandes sentados alrededor de la mesa, había silencio pero cada tanto alguien hablaba. A Lupe le pareció escuchar a Guido haciendo una pregunta, las voces aún eran demasiado leves. Después habló Roxana.

Cuando llegaron a los escalones del comedor, Maia tomó la delantera. Sin dudar ni detenerse, gateó hasta el borde de la mesa y nadie la vio. La tensión parecía estar en otro nivel, uno que no las llegaba a tocar. Camila y Lupe la siguieron sin levantar la vista hacia los adultos. Las tres se escabulleron entre las patas de las sillas y la mesa, las piernas y los pies de sus familiares. Llegaron al centro de todo y reposaron. Lupe pudo sentir el aliento a whiskey de Maia. Nada tenía sentido.

—Lo tuvieron que liberar, no hay suficientes pruebas. – Era una voz nueva la que hablaba, masculina y oscura. Ninguna de las chicas lo había visto.

— ¿Y el colchón? ¿Y la lámpara? ¿Las uñas?

—La policía todavía no lo puede explicar. No se sabe dónde están. Aún no podemos saber a ciencia cierta qué pasó.

El viento helado ahora recorrió el comedor. Lupe vio desde debajo de la mesa cómo agitaba los pies Marisol, frotando una pierna contra la otra. Vio su propio aliento escaparse de su boca. Tallaba el último bloque del iglú, adentro ya empezaba a conservarse el calor. Un grito la abdujo de su sueño.

—Sí sabemos qué pasó, ¡fue Bernardo! ¡Fue Bernardo!

Era la voz de Roxana. Vio que las piernas se estiraron, la silla voló hacia atrás. La prima golpeaba la mesa con los puños. En el asiento de al lado, las piernas largas de Guido sostenían los dos pies sobre el suelo. Tenía los cordones desatados.



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