9 de marzo de 2018

Las guachas



Los planes      
            La última vez que se habían visto había sido en el bingo del colegio, a donde habían llegado presas de la intriga de ver al resto de sus compañeros en versión adulto-joven, y donde no habían encontrado más que a Caro Moore, nieta de la dueña del colegio, y a Mariano Díaz, con el pelo largo y los anteojos de siempre. Esa noche se discutieron algunos rumores, Guíligan se había vuelto loco y ahora trabajaba juntando papas en algún lugar en el norte de Estados Unidos, Gigi ya había tenido hijos. Recordaron las veces que le escondían a Chip la cartuchera abajo del banco del profesor. Un repertorio cansado. Cayeron en la trampa, pero después del bingo ninguna volvió a pisar el colegio.
              Julia creía, por nunca haberla cuestionado, en una línea divisoria entre el pasado y el presente, una frontera que jamás se le había manifestado pero con la que siempre había contado.          Su amistad no tenía nada que ver con el presente. Las unía un pasado en común, un terreno tan infértil que no hacía falta regarlo. En el aeropuerto, minutos antes del embarque, Julia se pidió un café con un pastel de nata. Le sudaban las palmas de la mano, pensaba en Buenos Aires. En el calor. Pensaba en las tardes de la escuela, hacía tantos años, los shorts de jean, darse besos en la vereda, contra las rejas o las cortezas de los árboles. Pensaba en las baldosas, las cucarachas en el verano. Cómo eran, desprolijas, unas adolescentes deformes jugando a ser minas, jugando mal, imaginando cualquier cosa. Fumando a propósito. Maquillándose con marcadores negros, poniéndose estrellitas en la cara, los pañuelos en las muñecas.
            En la mesa de al lado había una familia de franceses, la hija alta, flaca, de pelo de sirena y vestido de flores, sus piernas largas y lisas. La sintió más adulta que ella. Más adulta que ella a los catorce, y que ella a los treinta y cuatro. Las pibas de hoy las hubiesen comido crudas.
            Julia esperaba a que se enfriara su café, abrió el sobre de canela y lo espolvoreó sobre la crema del pastel. Hizo lo mismo con el azúcar impalpable y se chupó las puntas de los dedos. Sonó el teléfono. Un mail de Tina. Debe estar reenviando algo. Una cadena de oración. ¿Habían llegado a ese momento de la vida en que perdían el pudor cibernético? Probablemente sí.
            Agus. Así la había conocido Julia a los ocho años. A los quince, más o menos, Agus se dio cuenta de las opciones que su nombre le daba. Tina no se llamaba nadie, y en el secundario ya había tres Agustinas, ninguna particularmente llamativa. Tenía que alejarse de ese nombre. Tina, además, sonaba más sofisticado. Le tomó mucho tiempo sugerir el nuevo apodo, y nunca logró que prendiera del todo entre sus compañeras. Firmaba al costado de la hoja rayada: Tina Torres. Esperaba que el cambio comenzara con los profesores, que la llamaran en voz alta leyendo los márgenes de sus hojas. La primera vez sería con dudas, ¿Tina Torres?, se imaginaba a Grace, la de matemática, mirando por encima de sus anteojos, la mirada incrédula. Entonces Agus levantaría la mano y diría Si, acá, con total naturalidad, una y otra vez, cada día de clases, hasta que su antiguo nombre quedara enterrado para siempre. Unos meses más tarde, fue la primera vez que Julia la llamo por el nuevo apodo. Estaban todas en el casusho. El casusho quedaba justo en frente del kiosco de Richar, donde podían comprarse los pebetes del almuerzo y cruzar la calle sin perder a ninguna de las chicas de vista. Podían vigilar su espacio, guardarse el lugar. Merry era la primera que llegaba a la entrada de los PH porque su mamá le mandaba el picnic. Patitas de pollo, jugo Tang de naranja. Julia, casi siempre, pebete y helado, lo mismo Tina. El Checho comía a veces en el comedor, no siempre estaba en el casusho. Dejaban tantas migas después de comer, que la vereda explotaba de palomas todas las tardes. Los dueños se fueron a quejar a la escuela y no tardaron en identificarlas. Merry dijo que ella siempre comía en el aula sola, mentía sin parar porque le encantaba mentir y hacer el mal en general. Como cuando obligaba al gordo Esquilachi, de séptimo grado, a dejarle dos porciones de torta de chocolate al precio de una en las ventas para el viaje de egresados. Nunca supieron si Esquilachi le tenía miedo o si estaba enamorado, pero a Merry no le faltó la comida en los recreos.
            Las demás lo hacían también, muchas veces robaban en el kiosco de Richar. Ahí había que tener cuidado porque era el tío de Carolina Moore, la nieta de la dueña. Carolina no podía enterarse. Y para eso, no debía enterarse ninguna de las pibas de su grupo. Fácil. Aquel año, las otras chicas fueron el enemigo por un sinfín de razones. La guerra terminó en diciembre, cuando Miss Glenys entró a la clase y las encontró divididas en dos fuertes detrás de sus bancos, revoleándose cartucheras y manojos de lápices a través del aula. Las sacaron de a una, y de a una las entrevistó Miss Christine. Todas recibieron un castigo diferente acorde al nivel de participación que habían tenido en el enfrentamiento armado. Merry y Luli, pescadas in fraganti agarradas de los pelos, pegándose patadas en el medio del aula, sufrieron las consecuencias más duras. Un mes de sentarse juntas, sin recreo y sin jugar al futbol. El futbol fue lo que más le dolió a todas, después de tanto haber peleado con los varones por un horario para usar la cancha.
            Al final también abandonaron el casusho, porque lo único que querían al mediodía era ir al Tren de la Costa. Todos los pibes de los colegios del barrio iban a comer al Mc Donald´s del tren. El San Mateo era el que más lejos quedaba. Las chicas comían sus combos en tiempo record, y volvían al trote, muertas de risa. Cruzaban la puerta con el timbre, las gotas de sudor cayéndoles por debajo de las camisas blancas, los pelos en cualquier lado, las medias enroscadas dentro de los zapatos. El corazón latiendo a mil debajo del corpiño.
            En una de esas idas al tren fue que se les ocurrió empezar a planear una fiesta. La fiesta más grande de la historia, del barrio, más grande que XaiXai. Había que lograr que alguien pusiera la casa. Fue fácil: los papás de Guadalupe dijeron que sí. Guadalupe no era del grupo de Moore ni de Las Guachas, era una del tercer bando. Las que ni fu ni fa. Nunca se había revoleado cartucheras por la cabeza con ninguna compañera. La casa perfecta en Munro. Repartieron invitaciones en las fiestas del Praga, en el rio y en la plaza de Olivos, y pasaron por todos los cursos del secundario. Estuvieron semanas bajando canciones, corriendo rumores, pensando en qué ponerse, arengando al resto de la clase. La fiesta más grande del mundo. El golpe maestro lo había dado Julia al publicar la dirección de la fiesta en la pantalla gigante de XaiXai.
            La casa de Guadalupe rebalsaba de gente, desconocidos en las habitaciones, los baños, la cocina. Algunos revisando los estantes y cajones. Estallaba. Pasaron varias horas y escándalos aislados, cuando enchufaron el micrófono a los parlantes. Soy la mamá de Guadalupe, dijo, y procedió a echarnos a todos de su casa. Unos minutos después, Kali Rogers volvía a tocar el timbre, llorando, buscando asilo. Alguien le había robado en la puerta de la fiesta, lo habían amenazado apretándole con un cuchillo en la panza. Mostraba la manchita rosa y lloraba como un bebé, y fue muy fuerte verlo a Kali así en aquel momento en que ellas se sentían tan enormes. Llegó la policía, a Julia le desapareció la cartera. La fiesta negra, la llamaron de ahí en adelante. La fiesta negra de Munro.
            Unos días después, los padres del curso organizaron una reunión en la casa de Guadalupe para discutir lo que había pasado esa noche. La mamá de Merry se animó a hablar, sin saber que su hija había sido una de las perpetradoras del desastre. Lo que pasa acá es que las chicas se juntan con gente de colegio de número. Julia se levantó del suelo desgarrándose la pollera con los dedos largos y huesudos. Anette, sos una racista, le gritó bajo la mirada de todos. La mamá de Guadalupe interrumpió las acusaciones para anunciar que faltaban varios objetos de la casa, entre ellos un abrelatas eléctrico que había traído del último viaje a Disney. Alguien había arrancado los empapelados del baño de arriba. Julia se preguntó si había sido Georgina, la piba del Ricardo Gutiérrez que tenía claustrofobia y se volvía loca cada vez que estaba en un baño encerrada. Era probable.
            Las chicas no se tomaron el asunto a la ligera. Iban a recuperar los electrodomésticos así tuvieran que pelearse con todo el barrio y el partido de Vicente López. Se dividieron el trabajo y cada una se acercó a los grupos de amigos que habían estado en la fiesta negra de Munro. Nadie admitió haber robado nada. Las chicas nadaron en un mar de inocencia, hasta que el lunes sucedió lo peor. Corrieron al mediodía hasta el tren, excitadas y contentas, y mientras hacían la cola para pedir el combo, alguien gritó desde las mesas: Acá tengo tu abrelatas. Todos se rieron, todos, hasta los que no habían ido a la fiesta. Alguien gritó otra cosa mucho peor un poco más lejos, después alguien más.  

            El mail de Tina tenía el asunto Los años no pasan solos. A Julia le pareció una tontería, una frase vacía de alguien cuyo rostro no recordaba ya muy bien, al otro lado del océano. Una señal electrónica desde otro planeta. Otro tiempo. Los años no pasan solos pero tampoco acompañados, el tiempo no es un personaje sino nada más que cambio. El café no le alcanzó para todo el pastel. Tendría que rellenar su botella de agua antes de subir al avión.
            Chicas, como algunas sabrán, quizás otras no, después de tantos años, finalmente se casa El Checho. ¡Hagamos juntada! No podemos no hacerle una despedida de soltera, ¿no? Estaría bueno juntarnos para pensar qué hacer, yo los jueves a la tarde puedo, hay un barcito en Dorrego y Amenábar, ¿pueden?
            Cuando el taxi la dejó en la puerta de su casa dio un respiro hondo, como si acabara de volver a la vida. Dejó sus valijas en la habitación y se fue derecho hacia el jardín. El pasto estaba brillante, tupido, ni corto ni largo. Era precioso. Los inquilinos lo habían cuidado bien. Julia se sacó los zapatos, la tierra todavía estaba húmeda. Caminó hasta los zapallos en la esquina, las flores amarillas eran la puerta de entrada siempre. Ya había pasado la cosecha. Hacía el centro del jardín, los girasoles, el pimiento morrón. Hacía años había rociado el fondo entero con semillas de No me olvides que había conseguido en Ushuaia. Era el fin del verano y las florcitas celestes se empezaban a marchitar.   
            El jardín era su parte preferida de la casa. Lo habían diseñado con su abuela Sus en los años en que Julia todavía vivía con sus padres, y el abuelo era el dueño del terreno entero. No había sido un proceso fácil y divertido como se lo había planteado Sus de entrada, nunca lograba llevar a cabo sus planes como se lo proponía. A la abuela le sobraba amor pero le faltaba paciencia. Cuando la veía hacer algo mal, sacaba a Julia del medio y terminaba el trabajo ella misma. Se ponía nerviosa.
             La abuela había sido una pionera del paisajismo en el país, y Julia había sido su única discípula en la familia. Nadie había querido lidiar con su carácter, preferían dedicarse a cualquier otro oficio. El tío contador y la sobrina abogada no peleaban nunca. En cambio, entre Julia y la abuela la discusión acerca de los jardines ornamentales  duró hasta la muerte. Julia militaba contra el concepto de jardín ornamental, asumir que la naturaleza podía acomodarse a la función de adorno le parecía a la vez peligroso y estúpido. Pensó que quizás podía invitar a las chicas a su casa, podría sacar la mesa al jardín. No le gustaba salir a la tarde, el sol directo le caía mal. Soy como un filodendro, pensó. Me adapto bien al interior.  


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