Los planes
La última vez que se habían visto había sido en el bingo
del colegio, a donde habían llegado presas de la intriga de ver al resto de sus
compañeros en versión adulto-joven, y donde no habían encontrado más que a Caro
Moore, nieta de la dueña del colegio, y a Mariano Díaz, con el pelo largo y los
anteojos de siempre. Esa noche se discutieron algunos rumores, Guíligan se
había vuelto loco y ahora trabajaba juntando papas en algún lugar en el norte
de Estados Unidos, Gigi ya había tenido hijos. Recordaron las veces que le
escondían a Chip la cartuchera abajo del banco del profesor. Un repertorio
cansado. Cayeron en la trampa, pero después del bingo ninguna volvió a pisar el
colegio.
Julia creía, por nunca haberla cuestionado,
en una línea divisoria entre el pasado y el presente, una frontera que jamás se
le había manifestado pero con la que siempre había contado. Su amistad no tenía nada que ver con
el presente. Las unía un pasado en común, un terreno tan infértil que no hacía
falta regarlo. En el aeropuerto, minutos antes del embarque, Julia se pidió un
café con un pastel de nata. Le sudaban las palmas de la mano, pensaba en Buenos
Aires. En el calor. Pensaba en las tardes de la escuela, hacía tantos años, los
shorts de jean, darse besos en la vereda, contra las rejas o las cortezas de
los árboles. Pensaba en las baldosas, las cucarachas en el verano. Cómo eran,
desprolijas, unas adolescentes deformes jugando a ser minas, jugando mal,
imaginando cualquier cosa. Fumando a propósito. Maquillándose con marcadores
negros, poniéndose estrellitas en la cara, los pañuelos en las muñecas.
En la mesa de al lado había una familia de franceses, la
hija alta, flaca, de pelo de sirena y vestido de flores, sus piernas largas y
lisas. La sintió más adulta que ella. Más adulta que ella a los catorce, y que
ella a los treinta y cuatro. Las pibas de hoy las hubiesen comido crudas.
Julia esperaba a que se enfriara su café, abrió el sobre
de canela y lo espolvoreó sobre la crema del pastel. Hizo lo mismo con el
azúcar impalpable y se chupó las puntas de los dedos. Sonó el teléfono. Un mail
de Tina. Debe estar reenviando algo. Una
cadena de oración. ¿Habían llegado a ese momento de la vida en que perdían
el pudor cibernético? Probablemente sí.
Agus. Así la
había conocido Julia a los ocho años. A los quince, más o menos, Agus se dio
cuenta de las opciones que su nombre le daba. Tina no se llamaba nadie, y en el secundario ya había tres
Agustinas, ninguna particularmente llamativa. Tenía que alejarse de ese nombre.
Tina, además, sonaba más sofisticado.
Le tomó mucho tiempo sugerir el nuevo apodo, y nunca logró que prendiera del
todo entre sus compañeras. Firmaba al costado de la hoja rayada: Tina Torres.
Esperaba que el cambio comenzara con los profesores, que la llamaran en voz
alta leyendo los márgenes de sus hojas. La primera vez sería con dudas, ¿Tina Torres?, se imaginaba a Grace, la
de matemática, mirando por encima de sus anteojos, la mirada incrédula.
Entonces Agus levantaría la mano y diría Si,
acá, con total naturalidad, una y otra vez, cada día de clases, hasta que
su antiguo nombre quedara enterrado para siempre. Unos meses más tarde, fue la
primera vez que Julia la llamo por el nuevo apodo. Estaban todas en el casusho.
El casusho quedaba justo en frente del kiosco de Richar, donde podían comprarse
los pebetes del almuerzo y cruzar la calle sin perder a ninguna de las chicas
de vista. Podían vigilar su espacio, guardarse el lugar. Merry era la primera
que llegaba a la entrada de los PH porque su mamá le mandaba el picnic. Patitas
de pollo, jugo Tang de naranja. Julia, casi siempre, pebete y helado, lo mismo
Tina. El Checho comía a veces en el comedor, no siempre estaba en el casusho.
Dejaban tantas migas después de comer, que la vereda explotaba de palomas todas
las tardes. Los dueños se fueron a quejar a la escuela y no tardaron en
identificarlas. Merry dijo que ella siempre comía en el aula sola, mentía sin
parar porque le encantaba mentir y hacer el mal en general. Como cuando
obligaba al gordo Esquilachi, de séptimo grado, a dejarle dos porciones de
torta de chocolate al precio de una en las ventas para el viaje de egresados.
Nunca supieron si Esquilachi le tenía miedo o si estaba enamorado, pero a Merry
no le faltó la comida en los recreos.
Las demás lo hacían también, muchas veces robaban en el
kiosco de Richar. Ahí había que tener cuidado porque era el tío de Carolina
Moore, la nieta de la dueña. Carolina no podía enterarse. Y para eso, no debía
enterarse ninguna de las pibas de su grupo. Fácil. Aquel año, las otras chicas
fueron el enemigo por un sinfín de razones. La guerra terminó en diciembre,
cuando Miss Glenys entró a la clase y las encontró divididas en dos fuertes
detrás de sus bancos, revoleándose cartucheras y manojos de lápices a través
del aula. Las sacaron de a una, y de a una las entrevistó Miss Christine. Todas
recibieron un castigo diferente acorde al nivel de participación que habían
tenido en el enfrentamiento armado. Merry y Luli, pescadas in fraganti
agarradas de los pelos, pegándose patadas en el medio del aula, sufrieron las
consecuencias más duras. Un mes de sentarse juntas, sin recreo y sin jugar al
futbol. El futbol fue lo que más le dolió a todas, después de tanto haber peleado
con los varones por un horario para usar la cancha.
Al final también abandonaron el casusho, porque lo único
que querían al mediodía era ir al Tren de la Costa. Todos los pibes de los
colegios del barrio iban a comer al Mc Donald´s del tren. El San Mateo era el
que más lejos quedaba. Las chicas comían sus combos en tiempo record, y volvían
al trote, muertas de risa. Cruzaban la puerta con el timbre, las gotas de sudor
cayéndoles por debajo de las camisas blancas, los pelos en cualquier lado, las
medias enroscadas dentro de los zapatos. El corazón latiendo a mil debajo del
corpiño.
En una de esas idas al tren fue que se les ocurrió
empezar a planear una fiesta. La fiesta más grande de la historia, del barrio,
más grande que XaiXai. Había que lograr que alguien pusiera la casa. Fue fácil:
los papás de Guadalupe dijeron que sí. Guadalupe no era del grupo de Moore ni
de Las Guachas, era una del tercer bando. Las que ni fu ni fa. Nunca se había
revoleado cartucheras por la cabeza con ninguna compañera. La casa perfecta en
Munro. Repartieron invitaciones en las fiestas del Praga, en el rio y en la
plaza de Olivos, y pasaron por todos los cursos del secundario. Estuvieron
semanas bajando canciones, corriendo rumores, pensando en qué ponerse,
arengando al resto de la clase. La fiesta más grande del mundo. El golpe
maestro lo había dado Julia al publicar la dirección de la fiesta en la
pantalla gigante de XaiXai.
La casa de Guadalupe rebalsaba de gente, desconocidos en
las habitaciones, los baños, la cocina. Algunos revisando los estantes y
cajones. Estallaba. Pasaron varias horas y escándalos aislados, cuando enchufaron
el micrófono a los parlantes. Soy la mamá
de Guadalupe, dijo, y procedió a echarnos a todos de su casa. Unos minutos
después, Kali Rogers volvía a tocar el timbre, llorando, buscando asilo.
Alguien le había robado en la puerta de la fiesta, lo habían amenazado apretándole
con un cuchillo en la panza. Mostraba la manchita rosa y lloraba como un bebé,
y fue muy fuerte verlo a Kali así en aquel momento en que ellas se sentían tan
enormes. Llegó la policía, a Julia le desapareció la cartera. La fiesta negra, la llamaron de ahí en
adelante. La fiesta negra de Munro.
Unos días después,
los padres del curso organizaron una reunión en la casa de Guadalupe para
discutir lo que había pasado esa noche. La mamá de Merry se animó a hablar, sin
saber que su hija había sido una de las perpetradoras del desastre. Lo que pasa acá es que las chicas se
juntan con gente de colegio de número. Julia se levantó del suelo
desgarrándose la pollera con los dedos largos y huesudos. Anette, sos una racista, le gritó bajo la mirada de todos. La mamá
de Guadalupe interrumpió las acusaciones para anunciar que faltaban varios
objetos de la casa, entre ellos un abrelatas eléctrico que había traído del
último viaje a Disney. Alguien había arrancado los empapelados del baño de
arriba. Julia se preguntó si había sido Georgina, la piba del Ricardo Gutiérrez
que tenía claustrofobia y se volvía loca cada vez que estaba en un baño encerrada.
Era probable.
Las chicas no se tomaron el asunto a la ligera. Iban a
recuperar los electrodomésticos así tuvieran que pelearse con todo el barrio y
el partido de Vicente López. Se dividieron el trabajo y cada una se acercó a
los grupos de amigos que habían estado en la fiesta negra de Munro. Nadie
admitió haber robado nada. Las chicas nadaron en un mar de inocencia, hasta que
el lunes sucedió lo peor. Corrieron al mediodía hasta el tren, excitadas y
contentas, y mientras hacían la cola para pedir el combo, alguien gritó desde
las mesas: Acá tengo tu abrelatas.
Todos se rieron, todos, hasta los que no habían ido a la fiesta. Alguien gritó
otra cosa mucho peor un poco más lejos, después alguien más.
El mail de Tina tenía el asunto Los años no pasan solos. A Julia le pareció una tontería, una
frase vacía de alguien cuyo rostro no recordaba ya muy bien, al otro lado del
océano. Una señal electrónica desde otro planeta. Otro tiempo. Los años no
pasan solos pero tampoco acompañados, el tiempo no es un personaje sino nada
más que cambio. El café no le alcanzó para todo el pastel. Tendría que rellenar
su botella de agua antes de subir al avión.
Chicas, como algunas sabrán, quizás
otras no, después de tantos años, finalmente se casa El Checho. ¡Hagamos
juntada! No podemos no hacerle una despedida de soltera, ¿no? Estaría bueno juntarnos
para pensar qué hacer, yo los jueves a la tarde puedo, hay un barcito en
Dorrego y Amenábar, ¿pueden?
Cuando el taxi la dejó en la puerta de su casa dio un
respiro hondo, como si acabara de volver a la vida. Dejó sus valijas en la
habitación y se fue derecho hacia el jardín. El pasto estaba brillante, tupido,
ni corto ni largo. Era precioso. Los inquilinos lo habían cuidado bien. Julia
se sacó los zapatos, la tierra todavía estaba húmeda. Caminó hasta los zapallos
en la esquina, las flores amarillas eran la puerta de entrada siempre. Ya había
pasado la cosecha. Hacía el centro del jardín, los girasoles, el pimiento
morrón. Hacía años había rociado el fondo entero con semillas de No me olvides que había conseguido en
Ushuaia. Era el fin del verano y las florcitas celestes se empezaban a
marchitar.
El jardín era su parte preferida de la casa. Lo habían
diseñado con su abuela Sus en los años en que Julia todavía vivía con sus
padres, y el abuelo era el dueño del terreno entero. No había sido un proceso
fácil y divertido como se lo había planteado Sus de entrada, nunca lograba
llevar a cabo sus planes como se lo proponía. A la abuela le sobraba amor pero
le faltaba paciencia. Cuando la veía hacer algo mal, sacaba a Julia del medio y
terminaba el trabajo ella misma. Se ponía nerviosa.
La abuela había
sido una pionera del paisajismo en el país, y Julia había sido su única discípula
en la familia. Nadie había querido lidiar con su carácter, preferían dedicarse
a cualquier otro oficio. El tío contador y la sobrina abogada no peleaban
nunca. En cambio, entre Julia y la abuela la discusión acerca de los jardines
ornamentales duró hasta la muerte. Julia
militaba contra el concepto de jardín
ornamental, asumir que la
naturaleza podía acomodarse a la función de adorno le parecía a la vez
peligroso y estúpido. Pensó que quizás podía invitar a las chicas a su casa,
podría sacar la mesa al jardín. No le gustaba salir a la tarde, el sol directo
le caía mal. Soy como un filodendro,
pensó. Me adapto bien al interior.
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