19 de enero de 2018

Lúcifer


                Yo siempre supe de la importancia secreta de algunas cosas, siempre pude distinguir lo valioso de lo demás. Al principio lo llamaba intuición, pero más adelante acepté que se trataba de un don.
                Cuando lograba salir de casa, cuando cada antojo de papá había sido satisfecho, en esos momentos, la vida se me aparecía como un milagro. Claro que a él nunca le decía que salía de paseo. Él lo sabía de todas maneras. Era un pacto implícito entre ambos para sacarnos de encima mutuamente. Le decía que iba a la lavandería, a comprar harina, al zapatero, a la iglesia a saludar a Juanita. Creo que me gustaba mentirle. No tardes, me rogaba él con su cara fingida de indefenso. A las cuatro empieza la novela y Zulema se distrae.
                Yo salía a la calle con el corazón de fiesta, caminando rápido, esquivando personas, resoplándoles en la nuca, queriendo recorrer mi barrio a toda marcha. Llegar al parque era siempre mi objetivo. Ahí me sentaba en el mismo banco siempre, y me ponía a respirar el aire cristalino del invierno, a escuchar con atención las conversaciones de la gente que paseaba alrededor. Cuando no llegaba a escucharlos, inventaba diálogos posibles, disputas familiares, traiciones, deseos desmedidos en el medio del parque. Y es curioso que entonces pensara en papá.
                Recordaba, al volver a casa, escenas de mi infancia. Las verdades sobre las que había edificado mi vida. Pensé que el pasaje a la adultez fue el momento en que esas verdades empiezaron a detonar. Todo esto porque recordé aquella mentira de la infancia, que vino preñada de consecuencias. Un mediodía durante un almuerzo familiar en lo de los tíos, mi hermano me preguntó qué era un gaucho. Mi papá lo escuchó de casualidad y se puso a contar toda la historia del gaucho Martín Fierro, y nos habló del libro que nuestro tío abuelo había escrito sobre él bajo un nombre falso. Nos explicó que la gente usa nombres falsos para huir de la fama. El tío abuelo era famoso.
                El tío abuelo no era famoso, el pasto quemado del medio del patio no era consecuencia de un meteorito, el vagabundo del barrio no era el legendario viejo de la bolsa. Pensaba que la entrada a la adultez había tenido la facilidad del abandono; sin expectativas, me había sumido en un mundo regido y habitado solamente por mí y por aquellos a los que mi vida se encontraba inevitablemente ligada: mis padres y mi abuela materna, que contaba como tres familiares. Le encantaba maltratar a mi mamá, a mí me gustaba cuando le decía: Sacate esa mirada de que sos dueña de todo lo que hay bajo el sol.
                Mis abuelos compraron nuestro terreno y con un crédito del banco construyeron las dos casas. Ellos vivían en la grande y dejaron la de atrás para las visitas, los futuros hijos, los nietos. Él trabajaba en la policía federal y ella se encargaba del jardín, las compras y la comida.  Cuando mis padres se casaron, mi abuelo ya estaba enfermo. Decidieron prestarles la casa grande y mudarse ellos a la casa del fondo bajo la condición de que mis padres –y los hijos que tuvieran- se encargaran del cuidado de la familia. Siempre supuse que mis padres aceptaron aquel trato con la esperanza de tener muchos hijos a quienes relegar aquella tarea y de que los abuelos murieran relativamente pronto. Ninguna de esas cosas sucedió. Mi abuela viviría muchísimos años.
                Después de que mamá nos abandonara, los cuidados de su madre quedaron a cargo de papá y yo. Él, no muy a gusto con la idea de tener que lidiar con su ex suegra, dejó a la vieja a su suerte en la casa de atrás. Durante varios años yo me encargué de ella, adentrándome todos los días en su mundo del fondo, al que se accedía por un pasillo oscuro, cubierto con una parra seca. Abría la puerta oxidada y con calculada destreza atravesaba la cocina evitando respirar el olor a viejo del ambiente que igual entraba por mis poros. Subía la escalera cubierta de una alfombra vieja de color incierto y encontraba a mi abuela en su habitación. Siempre la encontraba igual: acostada, con la espalda apoyada sobre el respaldo de la cama, un cenicero en el regazo y un cigarrillo en la mano. Aunque estuviera adentro, llevaba siempre sus anillos, sus aros de perlas y su maquillaje. El televisor encendido pasando algún programa de chimentos. Quizás, mientras sus ojos vacíos se dirigían hacia el cuadrado luminoso, su mente se dirigía hacia sus recuerdos. Su infancia en Banfield, quizás, o su noviazgo con José, anterior al que había tenido con mi abuelo.
  Cuando la abuela me necesitaba, llamaba por teléfono a casa. Me pedía que le fuera a cambiar el canal del televisor porque no encontraba el control remoto entre las sábanas o que le trajera papel higiénico del baño para sonarse la nariz porque alguna película la había hecho llorar. Una vez ahí, me pedía que le alcanzara a la cama el arma del abuelo; yo algunas veces lo hacía y otras no. Cuando lo hacía, mi abuela se recostaba completamente horizontal sobre el colchón y yacía abrazada a la escopeta. Yo me quedaba por horas ahí, sentada sobre la alfombra en una esquina. Todo en la habitación estaba recubierto: la alfombra, las paredes forradas con papeles pesados y telas, el enorme cubrecamas manchado por los años, los manteles sobre las mesas de luz y la mesa del televisor. La luz era amarilla. Todo tomaba ese tinte: los envases, la heladera, la pantalla del televisor, las esquinas. El amarillo era la presencia del paso del tiempo. Antes de irme, guardaba todo en su cajón, cerrando con una llave que me encargaba de esconder en la cocina entre las latas de galletitas.
Después dejé de ir. Ella siguió haciendo llamadas a casa durante un largo tiempo aunque nadie la atendía. Empezó otra etapa. Misteriosamente consiguió los números de los vecinos de la manzana y los llamaba a ellos. Los vecinos vinieron a golpear la puerta de casa con cara de pocos amigos instándonos a que cuidáramos de ella y amenazándonos con denuncias a la policía.
Un día la abuela vio una película sobre dos viejos que se conocían en una confitería y se enamoraban. Empezó a salir de la casa vestida con escote y las joyas que le había regalado mi abuelo, los labios delineados para que parecieran más gruesos. Se sentaba así durante horas en el bar más concurrido del barrio, donde la pudieron ver vivita y coleando los vecinos que entonces nos empezaron a creer a papá  y a mí.  
Cuando los vecinos dejaron de responder a sus llamadas, mi abuela abandonó el bar. Comenzó a discar números al azar. No se preocupaba ni siquiera por que los números tuvieran siete dígitos; hacía llamadas a larga distancia y hablaba por horas con gente de la provincia, explicándoles su lastimosa situación y pidiéndoles que tomaran nota de los últimos deseos de una vieja sola y moribunda. Total, la cuenta de teléfono la pagábamos nosotros. Así fue que un día llegaron a casa habanos de Cuba, patas de jamón desde España, perlas de Japón. Fue un verdadero despliegue del mágico poder de mi abuela.
Con el tiempo, cuando sus aventuras telefónicas ya habían sido descubiertas, cuando su historia ya había salido en noticieros de cuatro o cinco países vecinos y hasta ya había tenido algunos admiradores, mi abuela enloqueció. Una mañana anunció que a partir de entonces sólo hablaría con la diputada nacional Margarita Stlovizer, se encerró en su casa y no volvió a hablar con nadie. Con papá no sabíamos qué hacer porque aunque mamá se hubiera ido y ya no quedara nadie de su familia, temíamos que algún vecino nos acusara finalmente con la policía y tuviéramos que hacernos cargo de un caso de negligencia. Papá tuvo una idea brillante que yo tuve que llevar a cabo:
-Hola señora, aquí le habla Margarita Stolvizer. ¿Cómo se encuentra usted?
Entonces la abuela me contó una historia tristísima de desamor y soledad y Margarita le rogó que tomara el antidepresivo, guardara el arma y se fuera a dormir. Un día, finalmente, la abuela se dio un disparo accidental en la pera y murió.
Durante un largo tiempo, papá y yo no intercambiamos palabras; él tan solo se dirigía a mí para darme algunas órdenes respecto a la casa y yo le hablaba a él para pedirle plata para las compras del almacén. Todo cambió de manera repentina cuando apareció Mariana en nuestras vidas. Papá la había conocido un domingo volviendo del súper en una escena clásica de ruptura de bolsa y desastre de víveres. Mirada, mirada, el tiempo se detuvo. Sonrisa, mirada. Levantaron primero las frutas redondas, se incorporaron, se estiraron la ropa. Alguien dijo la primera palabra. El tiempo volvió a correr. Aquel día fueron a tomar un café y a partir de entonces empezaron a verse fuera de casa. Yo me sentí en las nubes durante un año: todo aquel espacio, todo aquel tiempo solo para mí. Nunca venían, y creo que era por el fantasma de mamá.
Mis mejores noches eran cuando papá se quedaba en la casa de Mariana. Entonces podía sentarme en la cocina a tomar un té caliente, sobando de la taza sostenida con ambas manos, sintiendo cómo el vapor me abría lentamente los poros de la nariz. Entonces había un silencio arrullador como las olas del mar y yo podía estar en el espacio, meditando y juntando fuerzas para lo que haría a continuación. Al final de la taza me levantaba, me calzaba con las pantuflas de papá y salía por la puerta de atrás. Atravesaba el pasillo de la parra seca, abría la puerta que relinchaba y ahora ofrecía todavía más resistencia, y entraba a la casa. En la cocina, me acercaba al mueble esquinero y hurgaba entre las latas de galletitas para encontrar una llave. Un rato después, me acomodaba horizontalmente sobre la cama de mi abuela; a mi lado yacía la vieja escopeta de mi abuelo.      
Yo empecé a esperar la visita con ansias, quería conocer a Mariana. Me atacó una terrible soledad. Durante el día no podía parar de ir al baño a mirarme cómo estaba vestida, cómo estaba peinada. Una y otra vez la misma rutina, con el corazón lleno del deseo de que en cualquier momento sonara el timbre y fueran ellos.
Hasta que un lunes me levanté y encontré a papá en la cocina. Preparé un té, aparté una silla y me senté a la mesa. Sostuve la taza caliente entre mis frías manos durante un segundo, me puse de pie, alejando la silla con mis pantorrillas. Recorrí la casa de forma lenta, sigilosa, llevando la taza entre mis manos, buscando a Mariana.
Pasé por la puerta de la habitación de papá y me pidió que le alcanzara la Biblia de la biblioteca del living. Inocente, sin saber que en ese mismo momento me estaba estableciendo como la cuidadora de mi padre y sus necesidades, hice lo que me pedía. Papá, en posición horizontal, recibió la Biblia con ambas manos tensas, al acecho. Lo vi abrir el libro y leer en voz alta: Y mirando él atrás, los vio, y los maldijo en el nombre de Jehová. Y salieron dos osos del monte, y despedazaron de ellos a cuarenta y dos muchachos.  Un rato después, entró a la cocina y me pidió que encendiera el horno. Lo abrió y metió la Biblia dentro. La casa se llenó de humo y pronto los vecinos tocaron el timbre preocupados o curiosos por saber si la desgracia había tocado a nuestra puerta una vez más. Papá me pidió que saliera y los mandara al demonio.
Cuando uno piensa en el sonido del llanto, piensa en algo así como un susurro seguido de algunas aspiraciones. Escuchar a alguien llorar es como escuchar al viento que se cuela por los accesos involuntarios de una casa, el espacio entre la puerta y el piso, entre una y otra hoja de la ventana. Pero nada de eso había en el llanto de mi padre. Supe entonces que Mariana no vendría.
¡Cuánto de contagioso hay en el dolor!
Apagué la luz del living, y desde la entrada me tomé un minuto para observar aquel cuadro. Mi padre, como un muerto, reposando sobre el sillón, como un muerto, con los brazos cruzados sobre su pecho y los pies calientes sobre la mesa.
Encendí el gas de una hornalla y lo dejé llenar el aire durante unos segundos. Después unos segundos más. Tenía la caja de fósforos en una mano pero no quería encender el fuego. Sostenía la perilla de la hornalla. El olor a gas me despertó como una cachetada, encendí un fósforo y puse agua a calentar. Elegí una taza color naranja del estante y desenvolví un saquito de té. Papá guardaba sus pastillas en la heladera. Decidí tomarme una para poder retomar el sueño. Saqué una del pastillero y antes de que me diera cuenta, la había hundido en el agua hirviendo. Como poseída, saqué otra y otra y hundí en el agua una y otra y así unas quince o dieciséis veces.


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