Yo
siempre supe de la importancia secreta de algunas cosas, siempre pude
distinguir lo valioso de lo demás. Al principio lo llamaba intuición, pero más
adelante acepté que se trataba de un don.
Cuando
lograba salir de casa, cuando cada antojo de papá había sido satisfecho, en
esos momentos, la vida se me aparecía como un milagro. Claro que a él nunca le
decía que salía de paseo. Él lo sabía de todas maneras. Era un pacto implícito
entre ambos para sacarnos de encima mutuamente. Le decía que iba a la
lavandería, a comprar harina, al zapatero, a la iglesia a saludar a Juanita.
Creo que me gustaba mentirle. No tardes, me
rogaba él con su cara fingida de indefenso. A
las cuatro empieza la novela y Zulema se distrae.
Yo
salía a la calle con el corazón de fiesta, caminando rápido, esquivando
personas, resoplándoles en la nuca, queriendo recorrer mi barrio a toda marcha.
Llegar al parque era siempre mi objetivo. Ahí me sentaba en el mismo banco
siempre, y me ponía a respirar el aire cristalino del invierno, a escuchar con
atención las conversaciones de la gente que paseaba alrededor. Cuando no
llegaba a escucharlos, inventaba diálogos posibles, disputas familiares,
traiciones, deseos desmedidos en el medio del parque. Y es curioso que entonces
pensara en papá.
Recordaba,
al volver a casa, escenas de mi infancia. Las
verdades sobre las que había edificado mi vida. Pensé que el pasaje a la adultez fue el momento en que esas verdades empiezaron a detonar. Todo esto porque recordé
aquella mentira de la infancia, que vino preñada de consecuencias. Un mediodía
durante un almuerzo familiar en lo de los tíos, mi hermano me preguntó qué era
un gaucho. Mi papá lo escuchó de casualidad y se puso a contar toda la historia
del gaucho Martín Fierro, y nos habló del libro que nuestro tío abuelo había
escrito sobre él bajo un nombre falso. Nos explicó que la gente usa nombres
falsos para huir de la fama. El tío abuelo era famoso.
El
tío abuelo no era famoso, el pasto quemado del medio del patio no era
consecuencia de un meteorito, el vagabundo del barrio no era el legendario
viejo de la bolsa. Pensaba que la
entrada a la adultez había tenido la facilidad del abandono; sin expectativas,
me había sumido en un mundo regido y habitado solamente por mí y por aquellos a
los que mi vida se encontraba inevitablemente ligada: mis padres y mi abuela materna,
que contaba como tres familiares. Le encantaba maltratar a mi mamá, a mí me
gustaba cuando le decía: Sacate esa
mirada de que sos dueña de todo lo que hay bajo el sol.
Mis abuelos compraron nuestro
terreno y con un crédito del banco construyeron las dos casas. Ellos vivían en
la grande y dejaron la de atrás para las visitas, los futuros hijos, los
nietos. Él trabajaba en la policía federal y ella se encargaba del jardín, las
compras y la comida. Cuando mis padres
se casaron, mi abuelo ya estaba enfermo. Decidieron prestarles la casa grande y
mudarse ellos a la casa del fondo bajo la condición de que mis padres –y los
hijos que tuvieran- se encargaran del cuidado de la familia. Siempre supuse que
mis padres aceptaron aquel trato con la esperanza de tener muchos hijos a
quienes relegar aquella tarea y de que los abuelos murieran relativamente
pronto. Ninguna de esas cosas sucedió. Mi abuela viviría muchísimos años.
Después de que mamá nos
abandonara, los cuidados de su madre quedaron a cargo de papá y yo. Él, no muy
a gusto con la idea de tener que lidiar con su ex suegra, dejó a la vieja a su
suerte en la casa de atrás. Durante varios años yo me encargué de ella,
adentrándome todos los días en su mundo del fondo, al que se accedía por un
pasillo oscuro, cubierto con una parra seca. Abría la puerta oxidada y con
calculada destreza atravesaba la cocina evitando respirar el olor a viejo del
ambiente que igual entraba por mis poros. Subía la escalera cubierta de una
alfombra vieja de color incierto y encontraba a mi abuela en su habitación.
Siempre la encontraba igual: acostada, con la espalda apoyada sobre el respaldo
de la cama, un cenicero en el regazo y un cigarrillo en la mano. Aunque
estuviera adentro, llevaba siempre sus anillos, sus aros de perlas y su
maquillaje. El televisor encendido pasando algún programa de chimentos. Quizás,
mientras sus ojos vacíos se dirigían hacia el cuadrado luminoso, su mente se
dirigía hacia sus recuerdos. Su infancia en Banfield, quizás, o su noviazgo con
José, anterior al que había tenido con mi abuelo.
Cuando la abuela me
necesitaba, llamaba por teléfono a casa. Me pedía que le fuera a cambiar el
canal del televisor porque no encontraba el control remoto entre las sábanas o
que le trajera papel higiénico del baño para sonarse la nariz porque alguna
película la había hecho llorar. Una vez ahí, me pedía que le alcanzara a la
cama el arma del abuelo; yo algunas veces lo hacía y otras no. Cuando lo hacía,
mi abuela se recostaba completamente horizontal sobre el colchón y yacía
abrazada a la escopeta. Yo me quedaba por horas ahí, sentada sobre la alfombra
en una esquina. Todo en la habitación estaba recubierto: la alfombra, las
paredes forradas con papeles pesados y telas, el enorme cubrecamas manchado por
los años, los manteles sobre las mesas de luz y la mesa del televisor. La luz
era amarilla. Todo tomaba ese tinte: los envases, la heladera, la pantalla del
televisor, las esquinas. El amarillo era la presencia del paso del tiempo. Antes
de irme, guardaba todo en su cajón, cerrando con una llave que me encargaba de
esconder en la cocina entre las latas de galletitas.
Después dejé de ir. Ella siguió haciendo llamadas a casa
durante un largo tiempo aunque nadie la atendía. Empezó otra etapa.
Misteriosamente consiguió los números de los vecinos de la manzana y los
llamaba a ellos. Los vecinos vinieron a golpear la puerta de casa con cara de
pocos amigos instándonos a que cuidáramos de ella y amenazándonos con denuncias
a la policía.
Un día la abuela vio una película sobre dos viejos que se
conocían en una confitería y se enamoraban. Empezó a salir de la casa vestida
con escote y las joyas que le había regalado mi abuelo, los labios delineados
para que parecieran más gruesos. Se sentaba así durante horas en el bar más
concurrido del barrio, donde la pudieron ver vivita y coleando los vecinos que
entonces nos empezaron a creer a papá y a mí.
Cuando los vecinos dejaron de responder a sus llamadas, mi
abuela abandonó el bar. Comenzó a discar números al azar. No se preocupaba ni
siquiera por que los números tuvieran siete dígitos; hacía llamadas a larga
distancia y hablaba por horas con gente de la provincia, explicándoles su
lastimosa situación y pidiéndoles que tomaran nota de los últimos deseos de una
vieja sola y moribunda. Total, la cuenta de teléfono la pagábamos nosotros. Así
fue que un día llegaron a casa habanos de Cuba, patas de jamón desde España,
perlas de Japón. Fue un verdadero despliegue del mágico poder de mi abuela.
Con el tiempo, cuando sus aventuras telefónicas ya habían
sido descubiertas, cuando su historia ya había salido en noticieros de cuatro o
cinco países vecinos y hasta ya había tenido algunos admiradores, mi abuela
enloqueció. Una mañana anunció que a partir de entonces sólo hablaría con la
diputada nacional Margarita Stlovizer, se encerró en su casa y no volvió a
hablar con nadie. Con papá no sabíamos qué hacer porque aunque mamá se hubiera
ido y ya no quedara nadie de su familia, temíamos que algún vecino nos acusara
finalmente con la policía y tuviéramos que hacernos cargo de un caso de
negligencia. Papá tuvo una idea brillante que yo tuve que llevar a cabo:
-Hola señora, aquí le habla Margarita Stolvizer. ¿Cómo se
encuentra usted?
Entonces la abuela me contó una historia tristísima de
desamor y soledad y Margarita le rogó que tomara el antidepresivo, guardara el
arma y se fuera a dormir. Un día, finalmente, la abuela se dio un disparo
accidental en la pera y murió.
Durante un largo tiempo, papá y yo no intercambiamos
palabras; él tan solo se dirigía a mí para darme algunas órdenes respecto a la
casa y yo le hablaba a él para pedirle plata para las compras del almacén. Todo
cambió de manera repentina cuando apareció Mariana en nuestras vidas. Papá la
había conocido un domingo volviendo del súper en una escena clásica de ruptura
de bolsa y desastre de víveres. Mirada, mirada, el tiempo se detuvo. Sonrisa,
mirada. Levantaron primero las frutas redondas, se incorporaron, se estiraron
la ropa. Alguien dijo la primera palabra. El tiempo volvió a correr. Aquel día
fueron a tomar un café y a partir de entonces empezaron a verse fuera de casa.
Yo me sentí en las nubes durante un año: todo aquel espacio, todo aquel tiempo
solo para mí. Nunca venían, y creo que era por el fantasma de mamá.
Mis mejores noches eran cuando papá se quedaba en la casa
de Mariana. Entonces podía sentarme en la cocina a tomar un té caliente,
sobando de la taza sostenida con ambas manos, sintiendo cómo el vapor me abría
lentamente los poros de la nariz. Entonces había un silencio arrullador como
las olas del mar y yo podía estar en el espacio, meditando y juntando fuerzas
para lo que haría a continuación. Al final de la taza me levantaba, me calzaba
con las pantuflas de papá y salía por la puerta de atrás. Atravesaba el pasillo
de la parra seca, abría la puerta que relinchaba y ahora ofrecía todavía más
resistencia, y entraba a la casa. En la cocina, me acercaba al mueble esquinero
y hurgaba entre las latas de galletitas para encontrar una llave. Un rato
después, me acomodaba horizontalmente sobre la cama de mi abuela; a mi lado
yacía la vieja escopeta de mi abuelo.
Yo empecé a esperar la visita con ansias, quería conocer a
Mariana. Me atacó una terrible soledad. Durante el día no podía parar de ir al
baño a mirarme cómo estaba vestida, cómo estaba peinada. Una y otra vez la
misma rutina, con el corazón lleno del deseo de que en cualquier momento sonara
el timbre y fueran ellos.
Hasta que un lunes me levanté y encontré a papá en la
cocina. Preparé un té, aparté una silla y me senté a la mesa. Sostuve la taza
caliente entre mis frías manos durante un segundo, me puse de pie, alejando la
silla con mis pantorrillas. Recorrí la casa de forma lenta, sigilosa, llevando
la taza entre mis manos, buscando a Mariana.
Pasé por la puerta de la habitación de papá y me pidió que
le alcanzara la Biblia de la biblioteca del living. Inocente, sin saber que en
ese mismo momento me estaba estableciendo como la cuidadora de mi padre y sus
necesidades, hice lo que me pedía. Papá, en posición horizontal, recibió la
Biblia con ambas manos tensas, al acecho. Lo vi abrir el libro y leer en voz
alta: Y mirando él atrás, los vio, y los maldijo en el nombre de Jehová. Y
salieron dos osos del monte, y despedazaron de ellos a cuarenta y dos muchachos.
Un rato después, entró a la cocina y me pidió que encendiera el horno. Lo
abrió y metió la Biblia dentro. La casa se llenó de humo y pronto los vecinos
tocaron el timbre preocupados o curiosos por saber si la desgracia había tocado
a nuestra puerta una vez más. Papá me pidió que saliera y los mandara al
demonio.
Cuando uno piensa en el sonido del llanto, piensa en algo
así como un susurro seguido de algunas aspiraciones. Escuchar a alguien llorar
es como escuchar al viento que se cuela por los accesos involuntarios de una
casa, el espacio entre la puerta y el piso, entre una y otra hoja de la
ventana. Pero nada de eso había en el llanto de mi padre. Supe entonces que
Mariana no vendría.
¡Cuánto de contagioso hay en el dolor!
Apagué la luz del living, y desde la entrada me tomé un
minuto para observar aquel cuadro. Mi padre, como un muerto, reposando sobre el
sillón, como un muerto, con los brazos cruzados sobre su pecho y los pies
calientes sobre la mesa.
Encendí el gas de una hornalla y lo dejé llenar el aire
durante unos segundos. Después unos segundos más. Tenía la caja de fósforos en
una mano pero no quería encender el fuego. Sostenía la perilla de la hornalla.
El olor a gas me despertó como una cachetada, encendí un fósforo y puse agua a
calentar. Elegí una taza color naranja del estante y desenvolví un saquito de
té. Papá guardaba sus pastillas en la heladera. Decidí tomarme una para poder
retomar el sueño. Saqué una del pastillero y antes de que me diera cuenta, la
había hundido en el agua hirviendo. Como poseída, saqué otra y otra y hundí en
el agua una y otra y así unas quince o dieciséis veces.
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