16 de julio de 2018

La pirámide

La Pirámide

If you pass me by,
Three hearts will break in two
´Cause me, myself and I
Are all in love with you.
Billie Holiday, ´Me, myself and I´
                                                                                                                                                                                                                                                                                            
Javier sabía que a Gabriela no le iba a gustar el plan. Lo sabía, ¿por qué había accedido? Habían pasado los años pero todavía no lograba corregir su gran defecto de querer caerle bien a todo el mundo. Gabriela era todo lo contrario, a veces le parecía que a ella le encantaba caer mal. Cuando encontraba la ocasión para llevar la contra le brillaban los ojos. No iba a querer saber nada con la cena. Cerró el libro y se miró en el espejo del living. Tenía la barba larga. Se sonrió. Sos un boludo. Se golpeó la cabeza con el libro. Estaba leyendo las Cartas a un joven poeta de Rilke, su profesor de composición se lo había recomendado. Sos un flor de boludo. Petra apareció por encima de su pelada, subida al respaldo del sillón. En el espejo se vio disfrazado como hacía veinte años en su fiesta de egresados del secundario. Batman. En aquel momento todavía podía repetir su chiste sin vergüenza: Batman no, Batman sexy, sonreía en la pista exhibiendo su tanga diminuta. El recuerdo le trajo una carcajada que terminó en tos y una ola de angustia. Petra se enroscó con una de sus zapatillas, estaba a punto de entrar en celo por primera vez. Cuando la encontró en la calle era una bola le pelos tierna que Javier podía sostener en la palma de su mano. Gabriela había accedido a que viviera con ellos bajo la condición de que él se encargara de todo. Levantó la cabeza y miró hacia la puerta, dos moscas volaban alrededor de las piedras húmedas de Petra. En la bandeja había más caca que piedras.  Javier volvió al libro.
Dos horas más tarde sonaron las campanas del atrapasueños que Gabriela había colgado al lado de la puerta. Lo había hecho en un workshop durante un verano en San Marcos Sierras. Javier lo odiaba, salvo en casos como este cuando le servía de alarma. Bajó el libro y esperó a que apareciera ella en el living. Nada, después de las campanas solo silencio. El gato blanco del vecino apareció por la medianera, caminó despacio hasta la ventana donde se sentó con los ojos bien abiertos, mirando fijo hacia adentro. Javier esquivó el contacto visual, tragó saliva con esfuerzo, el invierno le achicaba la garganta. Petra se frotaba contra su pie con más y más intensidad. La mancha gris sobre su lomo imitaba la propulsión de una medusa. Dio una patada al aire para sacársela de encima.
Después de cambiarse la ropa y de comer un par de cucharadas de miel de Del Viso, Gabriela entró al living. Javier dormía sentado en el sillón, tenía un libro entre las manos. La gata ronroneaba con violencia, clavándole las uñas al almohadón como si quisiera abrirlo al medio. A través de la ventana vio a tres gatos que la miraban fijo, el blanco de la vecina de atrás, Elaine, y un tricolor que no reconoció. La tapa del piano estaba baja, las partituras del disco donde las había dejado el día anterior. Una vez más, Javier no había ensayado. Gabriela se lamentó, había sabido desde el primer momento que armar la banda con él no iba a ser una buena idea. Javier era un buen pianista, quizás el mejor que conocía. Una bestia. No practicaba nunca, pero en los ensayos estaba siempre a la altura. Había llegado a generar un blando rencor entre sus amigos músicos que lo conocían bien. Gabriela no quería trabajar más así, pero tener el piano gratis para la grabación del disco le había permitido invertir en Pablo. Y Pablo la rompía en la trompeta, todos lo sabían.
— ¿Cuándo vas a llevar a castrar a esta gata? Está en celo— dijo ella casi gritando para despertarlo.
—No te escuché entrar — respondió él con los ojos todavía cerrados.
—Llegué hace rato, ¿ensayaste? – Javier miró hacía el piano.
—Un poco.
—Mentira.
—Tengo que decirte algo. Algo mucho peor. Vino Lean esta mañana.
—Javier, ¿y?
Afuera hubo un trueno y Gabriela buscó el cielo con la mirada. Al otro lado de la ventana, los gatos rasgaban el vidrio con las garras pidiendo entrar.  
—Y, cuando se estaba yendo, después de la clase, me dijo así nomás de venir a cenar.
— ¿Venir acá?
—Acá.
— ¿Se invitó a cenar?
—A él y a su novia. Dijo que quería que estuvieras vos también, una cena así. El padre de la novia tiene una pollería. Traen un pollo.
— ¡Llegó el Malacara! – gritó Gabriela al ver al enorme gato negro acomodarse entre los demás gatos contra la ventana. La miró fijo con su único ojo. – Por nada del mundo abras esa ventana.
Petra lamía incansablemente la pata de madera del sillón. Gabriela usaba ambas manos para armar un rodete con su pelo largo y lacio que le llovía sobre la cadera. Eso hacía siempre que estaba enojada, como preparándose para dar pelea. Se sentó al piano, levantó la tapa y empezó a tocar escalas.
 —Te dije que quiero que el disco sea especial. Vamos a tener que mover el ensayo de mañana.
Javier se acostó, tapándose la cabeza con el almohadón. La gata atravesó el living a la velocidad de un rayo, pegando un grito parecido al llanto de un recién nacido. Frenó en el segundo escalón y se quedó ahí congelada mirando fijo hacia el vacío.  
— ¡Vienen a las ocho!

El timbre sonó menos cuarto. Gabriela estaba todavía sentada en el piano, tenía las partituras desparramadas por el piso, se había puesto las viejas polainas de danza de su madre y las babuchas encima de las calzas. La política de la casa era no encender la estufa hasta que las capas de ropa dejaran de alcanzar para abrigar. A ella no le gustaba esta nueva regla, pero desde que ambos habían decidido dejar sus trabajos en la escuela para dedicarse a los alumnos particulares, las sesiones y los discos, habían tenido que hacer varios recortes. Todo lo que no fuera al pago del préstamo del departamento iba a la grabación del disco. Gabriela tuvo que aprender a callar el frío, les quedaban veintisiete años de cuotas.
— ¿Quién es? No abras.
Javier seguía leyendo en el sillón. Odiaba que la gente llegara temprano. Es una forma de impuntualidad, lo burlaba siempre Gabriela imitándolo. La gata saltó varias veces contra la puerta, atajándose con sus patas como sorprendida por el impacto. Después rodeó la bandeja de piedras y se puso a hacer caca en el piso.
— ¡Cuerpo a tierra!dijo Javier y se rió, pero ella ya estaba juntando sus hojas, con toda la intención de encerrarse en la pieza de arriba.
Esa noche no se la iba a hacer fácil. Javier cerró el libro y se calzó las zapatillas. Acomodó los almohadones del sillón, respiró hondo. El living olía muy mal. Golpeó el vidrio de la ventana al ver que los gatos seguían ahí. Gabriela ya había desaparecido. Volvió a sonar el timbre. Javier abrió la puerta con una sonrisa de oreja a oreja.
Le llamó la atención la novia de Lean, la había imaginado diferente. Se presentó como Clara, y su perfume quedó suspendido en el aire después del saludo. Tenía el pelo rubio y lacio por los hombros, un estilo distinto al de Gabriela, más serio, más adulto. Podría haber sido un personaje en una película.
— ¿También estudiás piano?— le preguntó sin mirarla a los ojos. Ella negó con la cabeza. Menos mal, pensó él, el tema se terminó ahí.
Gabriela estaba en la habitación, sentada en el medio de la cama deshecha. Seguía vestida de entre casa, escuchaba las primeras versiones del disco que había hecho en un grabador de mini cassette que se había robado del San Gabriel. Abrió el cajón de su mesa de luz y buscó con los dedos sin mirar. Encontró la tuca del día anterior y se la llevó a la boca por el lado equivocado. Las cenizas se le pegaron a la lengua, que empezó a frotar contra el paladar. No podía sacar la vista de encima del frasco de flores que había cultivado con sus amigas en el verano. Ya no le quedaba casi nada. Escuchó las voces abajo, los rasguños lascivos de Petra en la puerta. No iba a bajar hasta haber escuchado tres veces el mejor tema del disco.

La bolsa de la pollería estaba apoyada sobre la mesada de la cocina. Gabriela intentó desatar el triple nudo con los dedos y terminó rompiendo el plástico con las uñas, estaba de mal humor. No había planeado cocinar. ¿Quién va a una cena con un pollo crudo? Encendió el horno, tiró un gran chorro de aceite usado en la asadora y apoyó el pollo entero con desprecio. Lo frotó con las manos aceitadas. Le sacudió el salero encima y solo cayeron unos pedazos de arroz viejo. La lista de las compras seguía pegada en la heladera, Javier no había ido al almacén. Mucha pimienta. Horno, puerta, listo. Se sirvió otra copa de vino.

— ¿Qué tal Lean? ¿Vos ensayás para las clases?
—A veces, la verdad, cuando tengo tiempo.
—Trabaja demasiado.
—Gracias a Dios.
Javier se levantó para poner un disco. Como siempre que no sabía qué decir, narró lo que hacía.
—Voy a poner un disco en el tocadiscos.
—Buenísimo.
—Bru—tal—, dijo Clara riéndose y mirando a los ojos a Lean, festejando un chiste interno que nadie más apreció.
Se levantó de la silla y dio una vuelta por el living.
— ¿Dónde está el baño?— le preguntó a Gabriela, — creo que pisé caca.
—El de abajo anda mal, mejor andá al de arriba.
—Llevá servilletas que no queda más papel— gritó Javier desde el tocadiscos.

Me, myself and I are all in love with you, we all think you´re wonderful, we do!
— ¿Vieron que Natalia Oreiro quiso versionar este tema y no lo pudieron traducir?
La voz de Billie Holiday tapó su comentario. Gabriela condimentaba la ensalada sobre la mesa, Lean miraba su página de Facebook en el teléfono y Clara buscaba un pañuelo en la cartera, no paraba de caerle agua por la nariz. El silencio los agarró desprevenidos, nadie tomaba el mando de la conversación. La música traía alivio y entre servir el vino, comentar el clima y algunas preguntas básicas a Clara, pasó la primera hora de la reunión.
Gabriela dijo que necesitaba cambiarse antes de cenar.
—Siempre lo hago, cocino de entre casa— dio explicaciones que nadie le estaba pidiendo.
Subió las escaleras apurada y se encerró en el cuarto, abalanzándose sobre el frasco de marihuana. Alguien había movido la mesa de lugar apenas unos centímetros. Una pelusa que siempre estaba escondida debajo de la pata de la cama flotaba al lado de la puerta. Mientras armaba el porro, le pareció también que el frasco estaba mucho más vacío que antes. Pasó la lengua por el borde del papel, cerró su cigarrillo y se lo colgó en la boca sin encender. Revisó el vidrio a ver si encontraba huellas digitales. Clara había subido al baño diez minutos antes. Miró hacía el interior del placar, las montañas de ropa de Javier. Era posible que estuviera un poco más desordenada de lo que la había dejado. No había manera de saberlo.

Abajo, Javier le contaba a sus amigos sobre la grabación del disco. El primo de Lean, Tomás, era el dueño del estudio donde trabajaban. Les recitó de memoria el título y orden de las canciones. Clara repitió varias veces que era una ignorante total en lo que respectaba a la música. Un ruido desde la puerta de calle la tenía inquieta, sentía que en cualquier momento entraría alguien. Era Petra que se trepaba a la pared, una y otra vez, intentando llegar al atrapasueños.
Cuando Clara vio a Gabriela bajar por las escaleras todavía vestida de entre casa, le pidió que les tocara un tema del disco.
—Voy a chequear el pollo y después con gusto — fue la respuesta que le dio sonriendo y con los ojos achinados. Javier supo que estaba nerviosa.
—Cuando puedas vení, que me gustaría comentarle algo a todos.
La voz de Lean salió más fuerte de lo que esperaba. Se levantó y fue hasta el perchero a buscar la bolsa que había traído. La gata colgaba del atrapasueños mientras le destrozaba las plumas con las garras, las campanas sonaban sin cesar.
Javier estaba un poco perdido. ¿Qué tendría su alumno para decirles? Ni siquiera se conocían tanto, iba a las clases hacía cuatro o cinco meses. Y ¿por qué había traído a Clara? ¿Qué tenían que hablar los cuatro? Estaba cansado de tener que inventar temas de conversación. Y su novia, la única que podía ayudarlo en esa situación, lavándose las manos. El motivo de todo se le hizo evidente: Gabriela y Leandro tenían una historia. Estaban ahí para darles la noticia, todo de una vez. Se levantó de la mesa y se fue a la cocina.
Me cago en Dios, me olvidé de encender el horno, qué pelotuda.
Gabriela se daba la cabeza contra la pared, Javier la agarró de los hombros.
—Te pido por favor que vuelvas a la mesa, no me dejes solo.
—Esta mierda se va a hacer en tres horas. No puedo más.

Petra ronroneaba entre los pies de uno y otro, pegaba el hocico al vidrio del horno, al acecho del pollo al otro lado.

Clara fumaba un cigarrillo de pie junto a la ventana abierta apenas abierta. Nadie le había dicho que podía hacerlo. A Javier le molestaba mucho el olor del humo pero se guardó la queja. Esta pose le permitía observar a Clara en todo su esplendor. Tenía puesta una pollera oscura y corta sobre unas medias de lana amarillas con tejidos de trenzas, la piel blanca sin manchas. Se rascaba el ojo con insistencia. El cigarrillo acentuaba su calidad de actriz. La ventana se abrió un poco más y por lo bajo, sin que nadie lo viera, el Malacara arrimó el hocico.
Lean se acomodaba nervioso en su silla, tenía las manos sobre una caja de cartón que había puesto en el medio de la mesa.
— ¡Qué frío! Cierren la ventana. Esto es nuevo dijo Gabriela señalando a la caja —. ¿Qué trajiste?
—Por favor siéntense —respondió él poniéndose de pie, carraspeó —. Tengo algo que ofrecerles.
Anestesiados por la sorpresa, todos lo obedecieron. Clara volvió a su silla tosiendo. Lean agarró su vaso de agua. El Malacara seguía el rastro de Petra alrededor de la casa, había llegado al pie de las escaleras sin ser descubierto, y planeaba seguir.
—Tengo mucha sed y me encantaría tomarme todo este vaso de agua. — Se acercó el vaso a la boca —. Pero no pude evitar notar en las clases que ustedes toman agua de la canilla. Directo de la canilla. ¿Alguna vez vieron lo que hay adentro de una cañería? El cloro es el último de sus problemas. Hace unos meses Clara y yo compramos un filtro Acquapure gracias a un amigo de la familia, y nos cambió la vida. Posó la mano entera sobre la caja; con un solo gesto depositaba toda su confianza en el filtro. Clara volvió a toser. Ahora quiero pasarles el secreto.
—Voy a chequear el pollo.
Gabriela se apuró a salir del comedor. Se puso nerviosa, pensó Javier, se viene la confesión. El corazón le latía con ganas, no podía esperar a que Lean se sacara la máscara. Billie Holiday lo llamaba desde el tocadiscos …The way we dance till three, the way you changed my life, no, no! They can´t take that away from me! Clara encendió otro cigarrillo, esta vez sin levantarse de la mesa. Tiró las primeras cenizas sobre la palma de su mano. Largó el humo hacia arriba haciendo un tubo con su boca hasta que la tos la atacó de nuevo. Entonces el humo le salía por la nariz y se le escapaba entre los dedos. Empezó a ponerse colorada. Lean sacaba de la caja unas bolsitas de plástico con las partes del filtro.
El Malacara encontró a Petra metida adentro del gran frasco de flores de Gabriela. Tenía todo el pelo enredado con cogollos de marihuana. Intentó meterse en el frasco él también y rodaron por toda la habitación hasta el baño. Petra salió propulsada y tras mostrarle la dentadura al Malacara, se arrojó escaleras abajo.

— ¡Cuidado que está hirviendo! gritó Gabriela apoyando la bandeja con el pollo ostensiblemente crudo en el medio de la mesa. — ¿Ya les conté del disco? ¿Les toqué algún tema?
— ¡Nos encantaría! Pero antes dejame mostrarte cómo funciona…
Leandro se levantó de la mesa sosteniendo el filtro entre las manos como si fuera una bomba de hidrógeno. Seguía hablando cuando entró a la cocina. Nadie lo había seguido, en el silencio le pareció escuchar a un bebé llorando.

—Mi amor, ¿y si corto el pollo? Javier atravesó el ave con el cuchillo sin esperar la respuesta. Clara apagó su cigarrillo en el borde de su plato, se tapaba la boca con las dos manos.
— ¡Cada comprador aporta el contacto de tres posibles compradores!— se escuchaba la voz de Leandro a lo lejos.
—Saco esta mierda y les toco el primer tema, el piano es hermoso.
I´ll be seeing you in all the familiar places that this hearts embrac... Gabriela levantó la púa sin cuidado, raspó la pasta y Petra soltó un alarido imitando al disco.
—Creo que no puedo respirar— dijo Clara con la cara prendida fuego.
—No serás alérgica a los gatos— se rio Javier y se puso a buscar en la mesa un vaso de agua.
Desfilando para El Malacara, Petra atravesó la alfombra que cubría el living. Movía la cola de lado a lado, las cuatro patas siguiendo una línea recta que atravesaba la mitad exacta de su cuerpo. Gabriela se sentó al piano y se soltó la larguísima cabellera que casi peinaba el suelo. Arremetió contra las teclas, aullándole a la luna que empezaba a asomarse por la ventana. Aprovechando las distracciones, entraron el gato blanco y Elaine.
Lean encajó la última pieza del filtro en la canilla de la cocina e intentó servir un vaso. Nada. Levantó la cabeza con una sonrisa. Sus ojos se encontraron con los de Javier, que lo miraba por encima de su copa de vino. Te voy a matar, sorete, le decía con los ojos.
— Clara necesita un vaso de agua— le dijo.
Leandro abrió la canilla fría y después la caliente. No pasó nada.
—Ya la arreglo, vas a ver, un segundo.
Javier sacudió la cabeza y volvió al living insultándolo por lo bajo. Clara tenía la cara cubierta de ronchas, respiraba haciendo ruido, con las dos manos se agarraba el cuello.
— ¡Ya te traigo agua!— gritó Javier y subió las escaleras a la velocidad de la luz.
—Tu pupila me atrapa— dijo Gabriela en voz baja. — ¿Para ustedes es mejor tu pupila me atrapa o mi pupila te atrapa? – gritó desde el piano mientras tomaba notas sobre el pentagrama para una nueva canción.
Petra se subió a la mesa de un salto. Clara tenía visión doble.
Quedamos todas nosotras le dijo, pero su voz se perdió entre las notas del piano. También se perdió el maullido de Petra, que ahora se acercaba al centro de la mesa, presa de lujuria. Puso las dos patitas sobre el muslo del pollo crudo, morado y ensangrentado como un recién nacido. Ronroneaba sin parar mientras le pasaba la lengua por el lomo y acomodaba sus cuatro patas extasiadas en la fuente del amor. El Malacara se subió al regazo de Clara, que empezó a clavarse las uñas en la cara por la picazón.
Javier pateó el frasco sin querer al entrar al baño de arriba. El vidrio chocó contra el pie del bidet y estalló. Abrió las dos canillas en puntas de pie. Nada. Miró su reloj: era veintinueve de julio. Se había olvidado de ir a pagar la multa del agua.


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