20 de mayo de 2018

el fuego


            Lo que menos le gustaba a Lupe del invierno en Ushuaia eran las orejeras rojas que su mamá la obligaba a usar. La sensación de sordera que le provocaban la hacía sentir perdida. No las quería tocar ni con la punta de los dedos porque la felpa, al contrario de lo esperado, era áspera y le daba escalofríos. Entonces se le retorcía la lengua adentro de la boca, tocándole el paladar y la parte de atrás de todos los dientes. Fue así que descubrió su primer diente flojo una tarde en la zapatería. Se sintió afiebrada y no quiso sacarse la campera de plumas. Guardaría el secreto tanto tiempo como fuera necesario.

            Cuando su mamá atendía el local, Lupe aprovechaba para hacer las cosas prohibidas: ese día caminaba con el cuerpo pegado a la vidriera. El vidrio estaba empañado y le gustaba apoyar el dedo índice y arrastrarlo de punta a punta marcando una línea irregular. Un rinocergato. Solo a través de su dibujo, Lupe pudo ver hacia afuera. El reflejo de sus ojos sobre la nieve blanca le devolvía la atención. En el fondo sonaba una y otra vez la campana de la puerta, los zapatos eran un éxito.

            —Te digo la verdad: ahora que lo veo de nuevo, no estoy muy segura —escuchó que le decía una señora a la otra.

            Una chica se probaba un zapato de raso negro en su pie izquierdo. Se levantó del banco y dio unos pasos rengos hasta el espejo. Examinaba la imagen de sus pies como si fuera un acertijo. Lupe se distrajo de su propio juego para verla volver ponerse la zapatilla izquierda, acomodar el zapato sobre el estante, y alejarse del local acompañando el paso de sus piernas sobre la nieve con un amplio movimiento de brazos.

           

            Marisol cerró la puerta con llave antes de abrir la caja. Apiló los tres montones de billetes, contaba pasando cada uno de mano en mano con sus dedos largos. Movía la boca sin hacer ruido. Lupe recordó el robo de los cien dólares y le dio vergüenza. Intentar invertirlos en el kiosco de la escuela había sido un error de principiante. Por supuesto que alguien la delataría.

            — ¿Cuántos zapatos vendimos hoy?

            —Ninguno— respondió Marisol mientras volvía a guardar los billetes en la caja. No levantaba la mirada.

            La dejó ir a la casa de la tía Marta bajo la condición de que se pusiera las orejeras para salir. Lupe caminó por la avenida San Martín, las manos en los bolsillos y la lengua empujándole de a poco el diente flojo. Intentaba pisar sobre las huellas de los demás. Ningún zapato, ni un zapato. Se dio vuelta para volver a ver la puerta del local. Las mujeres pasaban de largo sin mirar hacia la vidriera, el viento frío las apuraba. Repasó los últimos días en busca de alguna falla, algo que haya podido enojar a los sensibles curspis, demonios de la isla.  

            Abrió la puerta de la casa de la tía y se sacudió las botas antes de entrar. Los chasquidos del fuego se escuchaban desde abajo. Roxana se arrimó a ver quién había llegado.
            — ¡Subí, hay tostadas con manteca!
            Lupe sintió el olor a jazmines y a madera quemada mientras subía las escaleras. Le gustaba saludar al cuadro que decoraba la entrada: su amigo canoero pescando en el río Lasifashaj, descalzo y con un cuero colgándole de las caderas. Siempre la miraba a los ojos.  

            La tía Marta estaba todavía trabajando en la librería. Con Roxana comieron las tostadas mirando Mr. Belvedere en el televisor del living. A Lupe le parecía que Roxana se estaba poniendo redonda. Marisol había dicho que eso pasaba cuando uno comía demasiada manteca, pero ella podía comer el doble de tostadas que su prima y no había notado cambios.

            Sonaron las llaves en la puerta, de nuevo alguien sacudiéndose el barro y la nieve. Los pasos en la escalera eran de Guido.

            — ¡Metí cuatro goles!

            A Lupe no la sorprendía, su primo entró con la cara iluminada por su sonrisa. Tenía los shorts blancos cubiertos de barro, las medias enrolladas sobre los talones. La saludó con un beso en la frente y se fue a bañar. Ella ya no pudo estar de la misma manera en el sillón con Roxana. La ausencia era la sensación más fuerte de todas. Cualquier ruido cerca del pasillo bastaba para que ella girara a mirar.

            Guido volvió un rato después. La película ya había terminado así que Lupe pudo ir con él al almacén, Roxana quiso quedarse porque no se sentía bien.

            Nahuel dormía sobre uno de los últimos peldaños de la escalera, les cortaba el paso. Tenía la cabeza hundida entre sus patas delanteras. Roncaba. Guido lo despertó tirándole de las orejas. Lupe quiso abrazar a su primo y pedirle que la llevara. No lo hizo, ¿qué iba a pensar él? No podía arriesgarse a que sintiera su miedo.

            Subieron por Piedrabuena hasta Magallanes. A ella la alivió que tomaran ese camino, no le gustaba bajar a Maipú y sabía que a Guido sí. A él le gustaba ver la bahía. Pero hacia el final de Maipú estaba el Museo, y adentro estaba el cóndor embalsamado. Las alas desplegadas, los ojos siempre abiertos. Lupe temblaba en su presencia, sabía que esas garras tenían poder suficiente como para llevársela en vuelo. Varias veces los cóndores se habían robado bebés al borde del río Pipo.

            Cuando doblaron en la esquina, Guido hizo un ruido profundo con la garganta y, moviendo la cabeza como una gallina, escupió una bola de mocos hacia el medio de la calle de tierra. Ella iba con la frente en alto, un copo de nieve se le había atascado entre las pestañas. Entre el parpadeo rápido, vio al canoero yámana de pie en la vereda. Tenía una piel de guanaco adulto colgada alrededor del cuerpo, por debajo sobresalían dos piernas flacas, casi de palo. No conocía el frío. 

            — ¿Yo puedo escupir?

            —Creo que las mujeres no hacen eso.

            Cuando hablaban de mujeres, Lupe pensaba en las señoras que iban a la zapatería, como aquella que se probaba el zapato negro, alta, un poco nerviosa. No pensaba en ella misma. Se preguntó si ellas escupían o no. Si perdería los dientes flojos al escupir, ¿los encontraría, tan minúsculos, por el suelo? Podría hacerse una corona. Debía tomar una decisión sobre qué haría ella misma respecto al acto de escupir, pero tampoco estaba apurada por llegar a ninguna conclusión. Consultaría con sus otros primos.

 

            Se despertó con el diente suelto adentro de la boca. El primer diamante para su corona. La reina de las montañas. Su propia saliva tenía sabor a metal. Se sentó en el descanso de la escalera a pensar en la carta, traía todo lo necesario en la mochila. Arrancó una hoja y eligió la birome de Pluto. Había traído un libro de su mamá para usar de apoyo. El amanecer de los brujos. Planeaba escribir una carta pidiendo la mayor cantidad de dinero posible a cambio de su diente. Dibujó un nueve y lo siguió de cuantos ceros le alcanzó la tinta. Al final, un gran signo de dólar. Cuando terminó le dolía la mano. Puso su diente en el medio de la hoja y la doblo hasta convertirla en un pequeño rectángulo. La sangre traspasó el papel y una pequeña mancha empezó a crecer en el sobre. Lo escondió debajo de la almohada.

            Lupe se recostó sobre la cama. Por la ventana entraba la luz de la luna y las sombras de una lenga. Con el dinero de su diente, Marisol no tendría que estar todo el día encerrada sin vender ni un zapato, podrían irse al campo a caminar sobre la nieve, a buscar guanacos, ella tampoco tendría que ir a la escuela ni a danza, le compraría a Guido mil kilos de yerba y le pagaría sus deudas con el almacenero. Recorrió su dentadura con la lengua y exploró el agujero que le había dejado el diente. La encía era blanda y suave. Marisol entró a la habitación a los gritos.

            — ¡Ponete los zapatos, ponete los zapatos!

            Camila ya estaba sentada en el auto envuelta en su manta azul. Miguel al volante tenía el motor en marcha. Tocaba bocina una y otra vez. Marisol empujó a Lupe por la espalda para que fuera más rápido, la nieve le mojó el pantalón del pijama, pero recién lo sintió cuando entró al auto y empezaron a andar. Pasaron por el presidio, nunca lo había visto tan oscuro, por primera vez se preguntó cómo serían las celdas de noche, qué fantasmas se habían quedado en la isla todavía cumpliendo su condena.

            Al acercarse al centro encontraron más y más gente en la calle, varios iban como ella, de pijama y campera. Se juntaban en grupos en las esquinas, conversaban con gestos de asombro. El olor a quemado llegó hasta el auto. El limpiaparabrisas se movía rápido, arrastrando los copos de nieve que empezaban a caer. En la avenida San Martín escucharon los primeros gritos y sirenas.

            Nevaba con fuerza. Las llamas ardían por encima del techo de la zapatería y se mezclaban en el cielo con los copos de nieve. La vidriera estaba destruida y por debajo del techo solo quedaban cuatro vigas carbonizadas que a duras penas sostenían la estructura. El humo negro ascendía en columnas. Curspi, pensó Lupe y tembló. Olía a plástico y a cuero quemado. La gente empezó a agruparse alrededor del incendio, algunos caminaban desorbitados gritando el nombre de sus familiares o sus mascotas, pensaba que entre ellos encontraría al canoero.

            Lupe se movía entre las personas en los brazos de su mamá. Sus piernas le rodeaban la cintura. Iban dejando atrás caras de pánico y de sueño. Se sacó las orejeras y las dejó caer al suelo. La despedida no le dio escalofríos. Cerca del fuego todo se movía a una velocidad acelerada. Marisol la dejó en el piso y la agarró de la mano. Observaron las llamas rojas que ardían sobre el cielo estrellado y llegaban a reflejarse en la bahía. Toda el agua del lago Fagnano no hubiese podido apagar el incendio. Lupe sintió una soga rasposa que empezó a apretarle el cuello, su corona de dientes estalló con una chispa. Sabía que su plan no había hecho más que atraer al espiritu de la desgracia.